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La novela como provocación

Operación Shylock

PHILIP ROTH

Alfaguara, Madrid, 1996

Trad. Ramón Buenaventura

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Philip Roth puede no ser ya aquel joven agresivo que con 26 años tuvo que sufrir el acoso y la ira de la intelligentsia judía americana en un acto público en la Yeshiva University de Nueva York, por haberse atrevido en su primera novela, Goodbye Columbus (1959) a esbozar con humor y con desgarro su retrato sin concesiones de las miserias de su comunidad, rompiendo el tópico del judío intelectual, liberal y, por supuesto demócrata. Ha cumplido también años desde su mítico lamento, el de Portnoy (1969), cuando las liberaciones sexuales de los sesenta le prestaron el marco desde el que derrochar su priapismo verbal, donde, desde el inevitable sillón del psiquiatra neoyorquino, este Raskolnikov de la masturbación, se atrevía a romper confesionalmente todos los tabúes que conformaban el bienpensar del intelectual –judío asimismo– de los tiempos. Tiene ahora más de sesenta años; y sigue provocando.

En Operación Shylock la provocación corresponde asimismo a los tiempos que corren, enmarcados por el encuentro o desencuentro de Arafat y Netanhayu a espaldas de un Clinton, que hace un guiño a la poderosa comunidad judía que ordena desde el New York Times las fotos que salen en portada. Pero entre aquel Roth que dentro de una estética confesional y realista utilizaba el sexo y el vernáculo americano de Lenny Bruce para hacer estallar las seguridades de las palabras con mayúscula entre las que nos hacen vivir, y el de ahora, median varias décadas en las que el escritor ha aprendido las lecciones que la sospecha ha cebado sobre el lenguaje y los discursos narrativos. Una sospecha que se venía ya apuntando en las disparatadas aventuras de su trilogía de Zuckerman y su doble de los años ochenta y que adquieren en esta novela carta de naturaleza. El atrevimiento temático le lleva a Roth a plantear sin ambages ni concesiones el problema actual del Estado de Israel, y retomando la figura emblemática del Shylock shakesperiano, teje una maraña de aventura cuyas hebras no son otras que el sionismo y antisemitismo, pero también y más profundamente, la irresoluble dualidad histórica de la víctima y su verdugo necesario. Replantear el Holocausto desde la perspectiva del judío de la diáspora y en la comunidad intelectual americana es casi un suicidio literario de los que Roth parece alimentarse. Y hacerlo utilizando todas las técnicas de desfamiliarización que la ficción contemporánea, desde la modernidad, pone a nuestro alcance, convierte a la novela en una obra maestra.

Roth en persona es el héroe de la novela que rompe desde el comienzo la perspectiva fiable de la dualidad realidad-ficción a la que estamos acostumbrados. Roth, el escritor, en Jerusalén y entrevistando a un novelista judío que a la manera de Primo Levi intenta a duras penas dar cuenta de su particular versión de la solución final. Mientras, en el ámbito público, se desarrolla uno de los grandes juicios contra el carnicero de Treblinka, cuyo defensor, inevitablemente, es uno de los grandes abogados judíos. Pero no sería un Roth de pata negra, si llegado aquí, no introdujera lo que ya todo lector conoce como su firma: el desgarro irreductible entre dos imperativos igualmente atrayentes y devastadores en su finalidad. El Holocausto como el mal absoluto, junto con el antisemitismo y la diáspora, sí, pero también su doble, su otro, su lado oscuro que acaba convirtiendo a la víctima en verdugo. La solución temática se corresponde con la originalidad de la solución en la trama narrativa, pues el escritor Roth que en Jerusalén asiste al gran juicio del carnicero Demjanjunk, se ve doblado por otro alter ego, otro Roth que es su doble y su contradicción irrefragable. No sólo se plantea aquí, en la consabida temática del doble, la relación problemática del creador entre la fidelidad a su obra y su responsabilidad pública, sino que el doble, «ese monstruo suyo» constituye, según se nos dice «su única salvación: el impostor es su inocencia». Porque, efectivamente, el recurso puramente narrativo de su alter ego le permite dar voz y aforo al «otro lado» de la cuestión judía y al monstruo que toda víctima en su humillación lleva consigo; el otro Roth, personaje desaforado y paranoico, con tintes en su timbre del mejor humor judío neoyorquino y los trazos bien delineados de las tiras cómicas, esboza lo que el escritor judío americano no podría confesar en una narración confesional y en primera persona como es ésta: que la única solución posible para que las víctimas del Holocausto operen una suerte de justicia distributiva pasa por lo que el otro Roth llama el Diasporismo. Esto es, cuando el mayor peligro para las vidas judías actualmente es el propio Estado de Israel y su particular Holocausto palestino, la solución propuesta sería la de iniciar una nueva Diáspora por la que los antaño víctimas volvieran a asentarse en sus países europeos de origen, acompañando esta reinserción, eso sí, con la creación de una liga modelada en la famosa AA, los Antisemitas Anónimos.

Cuestiones serias, pues, por las que hoy se traiciona y se mata. Pero no estaríamos ante un gran novelista si la gravedad del tema hubiera sido abandonada a un discurso seudo-filosófico y grave en su tono. El impacto es mayor por cuanto que, muy en la vena paranoica que caracteriza a Roth y a lo más granado de la ficción americana, estas cuestiones de vida o muerte vienen enlazadas en una trama que le roba su impacto a lo mejor de la novela negra y del espionaje internacional, donde el Mosad interviene en silenciar a la Diáspora y Arafat puede llegar a adoptar los modos de un secuestrador. Porque toda imposible alianza se vuelve, en esta obra, probable y posible: de ahí que no quepa sino la paranoia que lleva al lector a dudar de la ficción de nuestra existencia contemporánea. Tanto más cuanto la voz imperiosa que escuchamos a lo largo de sus páginas, viene entreverada del tono, el quejido y la risa desgarrada de la calle y de la vida, como suele ser habitual en los novelistas judíos. Como dice Roth, «hablamos demasiado, decimos demasiado y no sabemos pararnos. Parte del problema judío consiste en que nunca sabemos con qué voz hablar. ¿Refinada? ¿Rabínica? ¿Histérica? ¿Irónica? Parte del problema judío consiste en que la voz se eleva demasiado. Demasiada insistencia. Demasiada agresividad. Digamos lo que digamos siempre resulta una impertinencia. La impertinencia es el estilo judío».

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Ficha técnica

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