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La fe de los cretinos

POR QUÉ NO PODEMOS SER CRISTIANOS Y MENOS AÚN CATÓLICOS

Piergiorgio Odifreddi

RBA, Barcelona

Trad. de Carlos Gentile

302 pp.

18 €

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La causa abierta contra Dios no cesa de crecer, pero los argumentos casi siempre son redundantes y el proceso parece abocado a una vía muerta, sin otra perspectiva que mantener la beligerancia entre la fe y la razón. En esta controversia, la cortesía tiende a desaparecer. En este brillante ensayo, el matemático italiano Piergiorgio Odifreddi comienza su alegato recordando el parentesco filológico entre cristiano y cretino. «Cretino deriva de cristiano, a través del francés crétin, de chrétien» (p. 13). Anticipándose a las objeciones, Odifreddi asegura que no hay malicia en esta asociación, sino simple coherencia, pues Cristo prometió el reino de los cielos a los «pobres de espíritu». Y en una advertencia dirigida a los jóvenes, rescata las palabras de Pablo de Tarso en su Carta a los corintios: «Cuando yo era niño, hablaba, pensaba y razonaba como un niño; pero al hacerme hombre dejé atrás lo que era propio de un niño» (XIII, 11-12). Si aplicamos esta reflexión al mundo contemporáneo, habrá que invertir su sentido, reconociendo que el cristianismo y el resto de las religiones pertenecen a la infancia de la humanidad. De acuerdo con la filosofía de la historia de Comte, Odifreddi entiende que la madurez intelectual obliga a sustituir la fe por la razón. No sólo por exigencia lógica, sino por la necesidad de garantizar la autonomía del poder civil, ya que las religiones pretenden ocupar el espacio del Estado, recortando las libertades y desatando la represión contra ateos y escépticos. En un Estado teocrático no existe la posibilidad de discrepar. No hay disidentes, sino herejes. Por su naturaleza dogmática, todas las religiones son intolerantes y no renuncian a influir en la historia, rechazando el debate político. Cuando Benedicto XVI habla de la «dictadura del relativismo» parece ignorar que la pluralidad democrática no consiste en abdicar de los principios. De hecho, hay principios incuestionables, como el derecho a la vida o a la libertad de expresión, que –no obstante– pueden limitarse o extenderse, sin incurrir en paradojas o incongruencias. Así, el derecho a la vida no justifica el encarnizamiento terapéutico; la libertad de expresión no consiente la apología de la violencia y el asilo político no puede aplicarse sin las garantías necesarias.

Piergiorgio Odifreddi se ampara en las armas de la crítica hermenéutica para demostrar el carácter fraudulento de las Escrituras. De entrada, el primer versículo del Génesis apenas logra encubrir un primitivo politeísmo que precedió a la figura del Dios único. En el original hebreo, se habla de Dios en plural (Elohim), lo cual no impide que se conjugue el verbo en singular. La traducción exacta produciría una aberración sintáctica: «En el comienzo de todo, los dioses creó el cielo y la tierra». Sin embargo, es la verdad textual. Pero eso no es todo. La fidelidad al texto suprime el concepto de Dios como creador del mundo a partir de la nada: «La tierra no tenía forma alguna, todo era un mar profundo cubierto de oscuridad, y el espíritu de Dios se movía sobre el agua». Esta primera versión de Dios evoca al demiurgo platónico, simple artesano que imprime las formas en la materia preexistente. Ese modesto cometido no es un obstáculo para perpetrar la arrogancia de crear el hombre a su imagen y semejanza. Su narcisismo compite con su torpeza, «¡pues simultáneamente lo crea varón y mujer!» (p. 23). ¿Significa esto que los primeros hombres eran andróginos? Si no es así, ¿por qué insistir en que Adán y Eva son literalmente los progenitores de la humanidad, cuando esa hipótesis conduce de forma inevitable al incesto? La Iglesia católica recurre a sus doctores para resolver estas cuestiones, con respuestas más o menos elaboradas, más o menos convincentes, pero sin poner en duda el carácter sobrenatural de la Biblia. Incluso el Concilio Vaticano II, con su espíritu reformista, establece que «todos los libros, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, con todas sus partes, están escritos por la inspiración del Espíritu Santo, tienen a Dios como autor y como tales han sido entregados a la Iglesia». El sentido común no puede reprimir su perplejidad. Sin llevar a cabo un examen tan riguroso como el de Spinoza en el Tratado teológico-político, una lectura atenta revela la promiscuidad de estilos, los cambios de sensibilidad, las paradojas éticas. Estos contrastes ponen de manifiesto la intervención de diferentes autores, con visiones incompatibles de la moral, la política y la teología. El Nuevo Testamento extiende el mandato de amar al prójimo y perdonar las ofensas, pero el Éxodo establece la pena de muerte en los casos de profanación del sábado o los lugares santos, blasfemia, idolatría, falso testimonio, desobediencia a los padres, adulterio, robo, homicidio, asesinato, incesto, homosexualidad y bestialismo. Este exceso de rigor ha inspirado incluso alguna fiesta, como la Pascua judía, que celebra el exterminio de los primogénitos de Egipto. Las matanzas ordenadas por Javhé –señala Odifreddi– «suman 770.359 personas, salvo error u omisión» (p. 65). Genocidios reales o imaginarios que sólo pueden producir repulsa.

En cuanto a la pretendida comunicación entre Dios y los profetas, no hay que buscar explicaciones extravagantes, como la iluminación o el éxtasis místico. Escuchar voces es un síntoma de la psicosis esquizofrénica. Los profetas que supuestamente hablan con Dios son enfermos mentales o, sencillamente, estafadores. Lo más desconcertante para Odifreddi es la ineptitud de las Escrituras. ¿Cómo puede sostenerse que han sido dictadas por un Ser Perfecto y Sobrenatural, cuando es evidente que «son científicamente equivocadas, lógicamente contradictorias, históricamente falsas, humanamente necias, éticamente reprobables, literariamente feas y estilísticamente toscas»? (p. 37). En su Autobiografía, Darwin atribuye la creencia en Dios a una educación que ha influido poderosamente en las mentes infantiles, hasta transformar la fe en algo tan enraizado como el miedo del mono a las serpientes. Negar a Dios es tan problemático como inhibir el principio de supervivencia.

Odifreddi considera que no hay pruebas concluyentes sobre la existencia histórica de Jesús de Nazaret, un personaje idealizado y mitificado por los evangelios canónicos. Algo semejante habría sucedido con Buda, Confucio, Pitágoras y Sócrates, figuras ensalzadas por textos apologéticos de dudosa objetividad. Odifreddi incluye a Jesús en la misma categoría que a los chamanes, pero apenas se detiene en sus enseñanzas morales, salvo para señalar que el episodio de la adúltera recogido en el Evangelio de san Juan sólo es un añadido posterior y, por consiguiente, poco significativo. Al enjuiciar a la Iglesia de Roma, Odifreddi sólo aprecia escándalos y aberraciones. Basta citar el «Syllabus» (1864) de Pío IX que condena el progreso, el liberalismo y la civilización moderna. La liquidación de las religiones no afecta a la búsqueda de la verdad, que es un rasgo esencial de la naturaleza humana. En este aspecto, Odifreddi repite una de las tesis fundamentales del tomismo, pero su respuesta es radicalmente distinta. La verdad se halla en la ciencia y no en la teología. «La ciencia no necesita reivindicar el monopolio de la verdad, pues sencillamente lo tiene» (p. 270). Menos dogmático resulta Spinoza cuando afirma que las diferencias apreciadas en los cuatro evangelios revelan la concurrencia de distintos autores o escuelas, sin que esto afecte a la esencia del mensaje cristiano, que «se resume en amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a sí mismo […]. Yo no quiero afirmar que la Escritura, en cuanto contiene la ley divina, ha conservado siempre los mismos puntos, las mismas letras y, en fin, las mismas palabras, sino únicamente que el sentido, que es lo único por lo que una oración se puede llamar divina, ha llegado a nosotros incorrupto, aun cuando las palabras con las que fue expresado en un principio, puedan haber sufrido sucesivos cambios» (Tratado teológico-político, trad. de Atilano Domínguez, Madrid, Alianza, 1986, p. 296).

Atribuir a la ciencia el monopolio de la verdad significa ignorar la lección de Walter Benjamin: «No hay ningún documento de la civilización que no sea al mismo tiempo un documento de barbarie». La ciencia que se inviste de utopía suele desembocar en sociedades profundamente inhumanas, donde el progreso tecnológico menosprecia el valor del individuo. La Unión Soviética, con sus planes de desarrollo industrial, convirtió su vasto territorio en un campo de concentración. En la reciente traducción al castellano de la inacabada Todo fluye (1964), Vasili Grossman nos relata la peripecia imaginaria del científico Ivan Grigórievich, que regresa a Moscú tras treinta años de reclusión en Siberia. Sólo son necesarios unos días para advertir que no hay mucha diferencia entre estar a un lado u otro de las alambradas. La dictadura bolchevique ha invadido hasta las conciencias y no queda ningún espacio para la libertad. Algo parecido sostiene Imre Kertész en diferentes obras (Sin destino, Un instante de silencio en el paredón, Yo, otro), cuando apunta que el mundo actual es el producto de «un miedo organizado», meticuloso en su desprecio hacia el individuo, cruel hasta en el ámbito de las relaciones familiares, donde la autoridad del Padre prefigura el poder del Estado y los hijos han reemplazado el amor filial por el espíritu de la delación, siguiendo los principios de la distopía platónica de las Leyes.

Al igual que Schopenhauer, Kertész postula la renuncia a la paternidad para poner fin a un existir regulado por el temor y la represión. Es evidente que su radicalismo no contribuye a la liberación del hombre, sino a su simple extinción. No hay que esforzarse demasiado para apreciar el secreto vínculo entre el pesimismo antropológico y el furor exterminador de los totalitarismos. Son dos formas de manifestar la supuesta indignidad de la condición humana. Se ha afirmado que la tradición judeocristiana inculpa al hombre de todas las desdichas del mundo, pero parece ilógico arrojar tanta ignominia sobre una criatura y afirmar al mismo tiempo que se concibió a imagen y semejanza de su Creador. Se ha especulado mucho sobre el Dios de Spinoza, muchas veces ignorando sus propios textos: «En cuanto a saber qué es Dios, no importa qué defienda cada uno sobre todo esto. […] La fe no exige tanto la verdad cuanto la piedad y […] quien muestra mejor la fe, no es necesariamente quien muestra mejores razones, sino quien muestra las mejores obras de justicia y caridad» (Tratado teológico-político, ed. cit., pp. 315-316). Hay muchas razones para ser cristiano; también hay muchas objeciones que evidencian la necesidad del diálogo. Spinoza ya mostró que lo esencial no es la letra, sino el espíritu. E incluso en una figura tan polémica como Benedicto XVI, que parece tan alejado del aperturismo de Juan XXIII, se expresa la necesidad de renovar el legado cristiano. Frente al traducianismo, que atribuía las enfermedades de los hijos a los pecados de sus padres, Benedicto XVI asegura –al referirse a las diferentes formas de discapacidad– que «la fe y la amistad cristiana permiten atravesar juntos toda condición de fragilidad». El Dios cristiano no es el deus ex machina de la tragedia clásica, sino el Dios que está tanto más cerca de nosotros cuanto más parece que nos abandona. Cada vez es más insostenible el dogma de la infalibilidad papal. La supervivencia del cristianismo exige una teología capaz de enfrentarse a las Escrituras sin el lastre de la fidelidad textual. Bultmann, Bonhoeffer, Moltmann e incluso Rahner encarnan la posibilidad de ese giro. Sería conveniente que Benedicto XVI y Odifreddi recordaran las palabras de Spinoza al final de su Tratado teológico-político: «Sé que soy un hombre y que he podido equivocarme» (ed. cit., p. 420). Ignorar este comentario implica el riesgo de convertir la fe y la ciencia en el refugio de los necios.

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