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¿Enfrentamiento imaginario?

La fractura imaginaria. Las falsas raíces del enfrentamiento entre Oriente y Occidente

GEORGE CORM

Tusquets, Barcelona

Trad. de María Cordón

196 págs.

14 €

Occidente contra Occidente

ANDRÉ GLUCKSMANN

Taurus, Madrid

Trad. de Mónica Rubio Fernández

192 págs.

16,50 €

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Por lo general, no son fáciles de tasar las conjeturas de los filósofos metidos a ensayistas. Cuando no resultan huidizas, están plagadas de matices y cautelas. Nada de eso le pasa a Glucksmann, que abre alegremente su libro con preguntas retóricas que da por sancionadas por la historia: «¿Qué fue del incendio mental que tuvo lugar en la primavera y lanzó a tantos europeos a la calle, dividiendo el planeta? ¿Qué queda del estallido que paralizó a la Organización de las Naciones Unidas y escindió la Alianza Atlántica? Al parecer, nada. Desde la caída fulgurante de la dictadura de Bagdad, los diplomáticos intercambian abrazos y besos». Una tras otra hilvana anticipaciones con la intención de mostrar que el incidente de Irak está zanjado pese a lo que dijeron quienes anticipaban sombrías predicciones.

Ya se ve: no acierta ni una. Y son muchas, porque Glucksmann escribe a chorro abierto y sin mucho reposar. Y no son de perfiles vaporosos ni en plazos geológicos. Una tras otra, van cayendo: la existencia de armas de destrucción masiva, la veracidad de las razones de Bush, la ausencia de resistencia, «Bagdad es la capital virtual del terrorismo mundial», «Irak no será un segundo Vietnam», «ningún parecido con la batalla de Argel». Lo dicho: ni una.

Pero, en fin, la claridad siempre es bienvenida. Glucksmann esa virtud la tiene. Pocas más, también es verdad. Bueno, justo es reconocerle cierto grado de ocurrencia. Ahí está su tesis de que el nihilismo explica el terrorismo. Sí, ya sé que ante juicios de este calibre, incluso escritos y con tiempo para volver sobre ellos, uno duda acerca de si atendió bien. Quizás al resumir el libro he debido acudir a verbos más prudentes y ortopédicos que «explicar», verbos como «tiene que ver», «subyace» o «relaciona». Pero seguro que a Glucksmann el trazo fuerte no le parecería mal. Él no está para tonterías ni para filigranas cautelosas. Él tira por lo derecho, a los hechos, no como a «los devotos del Consejo de Seguridad y de la legitimidad internacional [que] se preocupan poco por las llamadas a la realidad». Una vez resuelta en un ensayo anterior la explicación del terrorismo con la memorable hipótesis del nihilismo, en éste pasa a ocuparse de esos «devotos», de los «ingenuos y falsos ingenuos» que ponen pegas a la política exterior de Bush, con su cantinela del «sí, pero no». Glucksmann lo dice bien claro: detesta «la magia de las palabras» de los pacifistas.

Bien, hablemos de magia de las palabras. Hay un ejercicio de ilusionismo que se repite con frecuencia y que incluso tiene su nombre: la reificación. Me explico con la cobardía del ejemplo, que diría Pessoa. Se dan un conjunto de prácticas que convencionalmente calificamos como deporte y que incluyen actividades tan heterogéneas como el ajedrez, el boxeo, las carreras de coches y el alpinismo. Con facilidad, a alguien se le puede ocurrir que, puesto que tenemos una palabra común, habrá que pensar que hay también «una esencia» común a todas esas prácticas que, por ejemplo, permitiría establecer una «teoría general» del deporte. Otros casos, más discutidos y de más hondura, son las emociones o la cultura: ¿Hay lugar para una teoría de las emociones que abarque el miedo, el amor, la vergüenza o la ira? ¿Tiene sentido una teoría de la evolución cultural que ataña a «unidades culturales», a valores, creencias o ideas? No sin razones, algunos sostienen que, en casos como éstos, mejor no dejarse enviciar por las palabras, que la existencia de una palabra no asegura la existencia de «una cosa», de propiedades comunes relevantes y que es mejor limitarse a buscar explicaciones para cada caso. Por supuesto, las cosas no siempre están claras –mejor dicho, están claras muy pocas veces, cuando nos encontramos con clases naturales: las partículas elementales y poco más–, pero, desde luego, lo que sí parece seguro es que hay veces que no procede empacharnos de palabras. Por ejemplo, a propósito del terrorismo. Parece difícil que podamos reconocer en ETA, Al Qaeda, las FARC, el IRA, el terrorismo checheno, Hamas o los diversos terrorismos de Estado las suficientes características comunes como para que a la hora del análisis podamos ir muy alláIncluso delimitando la exploración no resulta sencillo obtener una definición satisfactoria: Ernesto Garzón, «El terrorismo político no institucional: un intento de definición», Claves de Razón Práctica , núm. 118, diciembre de 2001, págs. 4-11.. Sobre todo si la lista sigue engordando: terrorismo doméstico, terrorismo verbal, terrorismo psicológicoEl propio Glucksmann califica el atentado que acabó con la vida del presidente de Chechenia y de unas treinta personas más como «un acto de resistencia antiterrorista». Véase André Glucksmann, «Los verdugos también mueren», El País, 11 de mayo de 2004, pág. 6..

Entiéndase. No es que no quepa utilizar una misma palabra para designar a grupos o prácticas tan diversas, pero a sabiendas de que nos manejamos más cerca del lenguaje de cada día y del periodismo que de la investigación cabal. Porque de otro modo pasa lo que pasa, como por ejemplo, a Glucksmann, quien, preso de la magia de las palabras, nos viene a decir que como hay una cosa que es el terrorismo tiene que haber una teoría general de la cosa, del terrorismo. Y así, como otros llegan a los genes, él llega, ahí es nada, al nihilismo, «una diversidad polimorfa no menos implacable [que el adversario absoluto y único propio de la guerra fría»]. Aquí paz y después gloria.

Sigamos con la magia de las palabras. Hay otro uso mágico particularmente tramposo que también forma parte del repertorio de Glucksmann: la metáfora. Por supuesto, siempre cabe iluminar una idea con una comparación. Pero cuando el procedimiento se estira más allá de unas líneas, empieza el truco, que tiene dos momentos: primero, se establece una analogía superficial entre lo que nos ocupa y otro escenario y, a continuación, después de deambular argumentalmente por el escenario escogido, con rigor o al buen tuntún, se vuelve con las moralejas extraídas a la realidad inicial para sostener, tan pancho, que lo que vale para lo uno vale para lo otro. Es una estrategia frecuente en las medicinas «alternativas»: el cuerpo humano es como una balanza, «por tanto» hay que buscar el «equilibrio» entre tal y tal.

Glucksmann también tiene su propia metáfora (no muy imaginativa, todo sea dicho) y, a lo largo de no pocas páginas, hace avanzar su argumentación con la comparación entre Estados Unidos y «el vaquero»: «en Solo ante el peligro , Gary Cooper, sheriff sin tropas, asumiendo el silencio de las leyes, pretende salvar a la colectividad a pesar de ella misma. Juega de manera personal. Igual que Estados Unidos, que se tomó el asunto de Irak de manera personal. El que me quiera, que me siga, y si nadie me quiere…». Al final, por supuesto, el agua llega a su molino: «[el vaquero] se ve igualmente enfrentado a la necesidad de actuar fuera de las leyes para que la ley llegue». Y a los pusilánimes, ni agua: «No dar la razón a ninguno de los dos campos, ni a Bush ni a Sadam, manifiesta pereza de espíritu, facilidad de conciencia y sequedad de corazón». Sobre los términos de la elección, Glucksmann no tiene dudas: «no se trata de escoger entre multipolaridad o hegemonía, sino entre nihilismo y civilización». Como a estas alturas el lector puede tener alguna duda, conviene aclarar que el filósofo y Bush se sitúan del lado de la civilización.

Una precisión necesaria, sobre todo cuando no se está para las pejigueras del Derecho internacional, las sutilezas de «los defensores de la mítica ley internacional», el derecho cosmopolita o «los auspicios de la ONU revisitada y corregida por san Habermas». Los matices de las intervenciones, que son muchosVéanse Allen Buchanan, «The Internal Legitimacy of Humanitarian Intervention», en Journal of Political Philosophy , vol. 7, núm. 1 (1999), págs. 71-87, y los distintos trabajos incluidos en «Responding to Terror. Just War Doctrine and the Military Response to Terrorism», recogidos en Journal of Political Philosophy , vol. 11, núm. 2 (2003)., le importan bien poco: «Cuando un régimen somete a su población al suplicio, las sociedades felices tienen el deber de intervenir […], mediante las armas si es necesario. En lugar de liarse en cuentas minuciosas acerca de la posesión de un arsenal de devastación potencial o real, en proyecto, en programa, o en funcionamiento, el gobierno de los Estados Unidos habría conseguido más audiencia invocando la causa de los derechos humanos y del deber de intervenir». El lector habrá reparado en que aquí el terrorismo ha desaparecido. Pero a él la ecuación entre falta de democracia, violación de los derechos y terrorismo no parece merecerle mayores dudas. ¡Ah!, y el nihilismo, que me olvidaba.

El ensayo de Glucksmann tiene la claridad de la simplicidad y de la falta de matices, la propia de las exclamaciones, que, por cierto, como es común en los panfletos, no faltan: «¡Ya basta de funcionarios y de empleados de lo positivo que ocultan las torpezas y enmascaran las ignominias bajo pretexto de no perder la esperanza en la ONU!». Las únicas dudas tienen que ver con el vagabundear argumental, con sus idas y venidas, algunas de ellas propias de alguien que no se achica ante el principio de contradicción. Para quien tenga una vaga idea de qué va el liberalismo, no dejarán de producirle estremecimiento sus ocasionales defensas del orden jurídico: «¿En que consiste gobernarse según unos principios? Consiste en apropiarse de la Ilustración y marchar en cabeza. El vaquero es una primera manera, euroamericana, de fundar el orden por medio de la ley y la ley sobre una libertad individual que hace frente al caos». No está de más advertir que hay otras dudas que quizá hay que atribuir a la traducción, que casi desmerece la calidad del ensayo.

LA ILUSTRACIÓN INCONSECUENTE

Ante productos como Occidente contra Occidente, libros modestos y de perfil más dubitativo, como La fractura imaginaria , de George Corm, resultan incluso balsámicos. Cautelas y prudencias que no le impiden marcar la raya frente a autores del palo de Glucksmann, en quien Corm parece estar pensando cuando nos dice que «el neoliberalismo triunfante y los nuevos filósofos lo utilizan [a Popper] en ocasiones de un modo totalmente desviado, fuera de todo contexto y pertinencia, para denunciar aquellos atentados a la libertad que no corresponden a la idea que se tiene de los intereses geoestratégicos de Occidente. Una idea forjada por unas "élites intelectuales" que han hecho carrera en el contexto de la victoria sobre la URSS y el comunismo, y cuyo narcisismo exacerbado se explica porque primero se dejaron llevar por la ideología marxista». La explicación no está del todo clara, pero sí está claro a quién está explicando. Vale decir que tampoco está muy claro qué pinta Popper en todo esto, ni si se le puede atribuir sin sonrojo «el perpetuo cuestionamiento de las premisas de la razón y de la ciencia».

Y es que el sentido común que en muchas páginas destila el ensayo de Corm queda seriamente desmejorado cuando levanta el vuelo y acude a los grandes nombres para sazonar sus argumentos. Sus elogios a Kant, como sus críticas a Hegel, pero también a Weber y a Durkheim, no parecen cumplir otra función que la de un peaje obligado al medio ensayístico francés, donde algo no funciona si pasan tres páginas sin que se mencione a algún clásico. Sus digresiones con la historia del pensamiento, que ocupan no pocas páginas, añaden poco a las tesis que le interesa defender, a saber: que las descripciones simplificadoras del tipo Occidente frente a Oriente confunden más que aclaran porque las tramas históricas están bastante enredadas y todas las raíces germinan en todas partes; que en las bambalinas de la «laicidad engañosa» occidental hay mucha religión y que es un mito la contraposición entre «la racionalidad de Occidente frente a la irracionalidad del resto»; que hay que mantener el espíritu de la Ilustración y que en el islam hay que deslindar el trigo de la paja, las corrientes racionalistas y las fundamentalistas.

Como se ve, no faltan en Corm buen criterio ni gusto por el matiz. Tal como están los tiempos no está de más repetir la trivialidad campanuda de que las cosas son complicadas, que la biografía de la humanidad, incluida la ideológica, es mestiza, y que en todas partes cuecen habas. Tampoco está de más recordar que las explicaciones simplificadoras sirven de poco, sobre todo las que apelan a las ideas a la hora de dar cuenta de los procesos históricos. De las primeras nos recuerda unas cuantas: además de las fatigadas a cuenta del choque de civilizaciones, las que convencionalmente y no sin exageración se atribuyen a Max Weber, que relacionan el protestantismo con el capitalismo o aquellas otras que hace unos años acudieron a los valores asiáticos para dar cuenta de los milagros económicos del Japón y de los tigres asiáticos. Tiene razón Corm al reclamar un poco de condiciones materiales: después de tantos años de abusar de la infraestructura, parece que ahora se nos ha ido la mano del lado de la superestructura, hemos acabado por pensar «que las religiones estructuran las sociedades» y nos olvidamos de cosas como la revolución industrial. Bien es verdad que en ese quehacer ayudan bien poco faenas de aliño como las páginas en que Corm se entretiene en la globalización, que no van más allá del tópico abastecido por las páginas de opinión de los periódicos.

Un buen sentido que, aplicado a sí mismo, le evitaría incurrir en esas maneras, también muy propias de cierto ensayismo francés, que llevan a transitar por la historia de las ideas con alegres saltos mortales a través de los siglos. Sucede cuando afirma que los análisis contemporáneos, muchos de ellos repletos de matices, están marcados por el trazo entre religiones «semitas» y pueblos «arios», o cuando sostiene, más anecdóticamente, que «siguiendo una trayectoria inconsciente, totalmente inspirada en la teología cristiana y en el mito de la encarnación de Dios, el Holocausto se "transustancia" en la creación del Estado de Israel, el Estado de los judíos». Quizá tampoco esté de más esta vez recordar también en esta ocasión que cada cosa en su sitio y en su contexto. En nuestro caso: no está mal reconocer genealogías y, si uno se pone en ello, y le da por la sofisticación innecesaria y pseudoprecisa, hasta puede reescribirlas como «memes» (o genes de pensamiento), pero cuando una «idea» pasa de lo sagrado a lo profano no es una broma: es otra idea. De otro modo se acaba queriendo encontrar la teoría atómica en Demócrito, quien, por supuesto, no hubiese entendido nada si alguien le empieza a hablar de masa, carga o Teoría política spin. El buen juicio que lleva a Corm a criticar «los análisis dominantes del islam, ya sean académicos o mediáticos, del último medio siglo [que] sólo se han fijado en los movimientos fundamentalistas islámicos aislados de todo contexto geopolítico», aplicado consecuentemente lo invitaría a ser más prudente en sus generalizaciones sobre «el pensamiento occidental».

El uso arbitrario del análisis contextual no es la única tensión –contradicción quizá es palabra excesiva– de Corm. Hay otra, más importante, que también complica el avance argumental de La fractura imaginaria y que hace que el ejemplo citado del Holocausto no venga a trasmano. No tiene que ver con la explicación de los procesos sino con la discusión de las ideas. Más exactamente, con la aplicación inconsecuente de las exigencias analíticas. Pues si, por una parte, reivindica ––de la mano de su particular Popper– la Ilustración y la racionalidad, y con ese instrumental intenta diseccionar el «pensamiento occidental» para mostrar que hay menos razón de la que se envanece ese impreciso sujeto, que por ahí andan algo más que ocasionales brotes religiosos y de irracionalidad, por otra, cuando vuelve la mirada hacia el islam, nos reclama generosidad en el trato intelectual de aquellos estudiosos musulmanes que han trabajado sobre el Corán o en los dichos del Profeta «desde un punto de vista racionalista moderno», que han «vuelto al sentido original que tenían en vida del Profeta las palabras y los conceptos empleados en el libro sagrado», y que han realizado «un llamamiento a actualizar la interpretación del texto coránico, a que no se fosilice o sea prisionero de exégesis encorsetadas».

Después de atender a sus ajustadas críticas al racionalismo que de matute trafica con ideas religiosas, cuesta entender la confianza de Corm en los quehaceres de los islamistas «racionalistas». Da la impresión de que esos intelectuales andan en lo mismo en que está instalado el pseudorracionalismo que, con justicia, critica: a saber, tratar de casar lo incasable. A buen seguro, no le faltan razones para afirmar que «nada, pues, más lejos de la realidad histórica del mundo musulmán que la imagen que se tiene hoy del islam como un hecho social global en el que lo religioso gobierna a los hombres y las instituciones de un modo exclusivo», pero, desde luego, no es de recibo y no le sirve como argumento para respaldar ese juicio, y más en general, para defender la idea del islam como una religión laica, que él utiliza: «En el islam, el problema gira en torno al alcance de la autoridad de la revelación coránica, así como a la dimensión y plasticidad de las exégesis relativas a las tradiciones que se forjaron en los primeros siglos posteriores a la revelación coránica. Este es el problema fundamental que agita periódicamente el pensamiento teológico y político de las sociedades musulmanas». Y es que, si se trata de explorar fundamentos, no hay modo de servir a la vez a la razón y a la fe. El viejo argumento sigue funcionando: si la fe busca asegurarse en la razón, deja de ser fe. Cuando se apuesta por la fe, al final sólo queda lo de Pascal y Kierkegaard, el credo quia absurdum. Eso vale para el islam como valió para el cristianismo, incluida, por cierto, la teología de la liberación: su defensa de causas justas se encallaba intelectualmente cuando pretendía afirmarla en la Biblia, como si no bastaran las razones de justicia, como si la calidad de éstas necesitara un aval ulterior, como si el hecho de que cierto día se descubrieran unos manuscritos mostrando que Jesucristo predicaba algo distinto de lo que se pensaba, debilitase los argumentos para combatir el mal o para cambiar el mundo.

Entiéndase, estamos hablando de ideas, de discusión de ideas. Seguramente, hay razones prudenciales para alegrarse y acoger con la mejor disposición tales trabajos teológicos: introducen gérmenes de racionalidad, contribuyen a corregir fundamentalismos y entibian fogosidades. Bienvenidas sean esas tareas. Pero si no estamos en el territorio del cálculo político o en la práctica de la filología o la teología, interesadas en aclarar el sentido fetén de los textos sagrados, sino en el de la discusión de ideas, esos trabajos resultan irrelevantes. El problema, en este terreno, no es que tengan razón tales escuelas jurídicas cuando sostienen que las masacres nada tienen que ver con la yihad , cosa que quizá sea verdad, sino el que no den otro sustento a sus tesis que la fidelidad a textos sagrados, que el ejemplo del Profeta. Una cosa son los cálculos políticos y otra las razones epistémicas. Complacerse de la existencia de grupos y gobiernos islamistas moderados, y hasta darles vidilla, no exige abandonar los criterios de justificación de las creencias.

A decir verdad, parece haber en la actitud de Corm con el islam una suerte de paternalismo que, en lugar de tomarse en serio las ideas y de discutirlas, de mostrar sus problemas, con la misma mirada limpia y desprejuiciada que dedica al «pensamiento Occidental», opta por «entenderlas», con un trato no muy diferente, por cierto, del que con frecuencia se otorga a los ideólogos del nacionalismo –que no debemos confundir con las naciones– y que, en el fondo, se ampara en un poco respetuoso supuesto de «irresponsabilidad», en una descalificación inaugural, como si no fueran capaces, por principio, de justificar sus puntos de vista y sólo funcionaran reactivamente ante lo que pueden entender como actitudes poco «comprensivas», como «provocaciones». Corm yerra con ese proceder: en la discusión de ideas, en el trato con los que escriben –que no son aquellos en nombre de quienes se escribe, conviene no olvidarlo–, no caben la estrategia de la explicación («X sostiene A porque defiende sus intereses, porque ha estado oprimido, etc.») o de la comprensión («X tiene sus razones [no discutibles] para sostener A»). El mayor acto de respeto con los extraños es tratarlos como uno más y valorar sus ideas como las nuestras, en serio, con la misma seriedad que Corm dedica a las «ideas de Occidente». Una cosa, de ley, es defender el derecho de las gentes a defender sus ideas y otra prohibirnos criticar sus ideas.

SOBRE CAUSAS Y SOLUCIONES

Mientras el ensayo de Corm se ocupa de las ideas, de la crítica a la contraposión entre el Occidente racional y el Oriente místico y religioso, Glucksmann anda encelado en una muy parisina trifulca de intelectuales, en un tono general de «ya lo decía yo», bastante acorde por lo demás con alguien que en las páginas que no desaprovecha en especulaciones políticas, nos recuerda que él con los ministros cada día a mesa y mantel. En todo caso, en ninguno de los dos ensayos, al margen de la abracadabrante conjetura sobre el nihilismo de Glucksmann, hay un intento reconocible de abordar la explicación de terrorismo islamista. No es seguro que debamos reprochárselo. Ya he expresado algunas razones para dudar acerca de la posibilidad de obtener «teorías» sobre el «fenómeno terrorista».

Teorías, por supuesto, no faltan. Las que hay, en lo esencial, oscilan entre las conjeturas «materialistas», que apelan a la opresión y a la pobreza o, más exactamente, al «rencor global», generados por esas circunstancias, entre las que se incluiría el problema de Palestina, y las conjeturas «idealistas», que destacan la presencia en el islam, además de una explícita vocación de regir la vida colectiva, de inspirar la política y de convertirse en fuente del derecho, de tesis religiosas poco ambiguas que apuntarían a favor de la violencia, materiales más que suficientes, según tales conjeturas, para que quienes quieren regresar a los tiempos dorados en los que regía la ley coránica encuentren munición ideológicaUna breve pero interesante recopilación de esas distintas perspectivas se puede encontrar en los trabajos incluidos en «Terror Global. Del 11-S al 11-M», La Vanguardia. Dossier, 10 (2004).. En principio, cada una de esas «teorías» aboga por una solución distinta al «problema del terrorismo».

La polémica ha alcanzado un elevado grado de sofisticación y, desde luego, está más allá de mi competencia terciar en ella. Pero espero no resultar impertinente al recordar algunas cuestiones de principio que quizá ayuden a despejar algunas formulaciones nada inhabituales y que también aparecen aquí y allá en los ensayos comentados, bien es verdad que con desigual presencia. La primera: entre las acciones y los textos escritos median las suficientes premisas e instancias como para que prácticamente se puedan realizar atrocidades en nombre de cualquier idea y con cualquier texto como inspiración, incluidas las guías telefónicas. Se han asesinado personas en nombre del cristianismo y del budismo, de las luces y de las sombras, del anarquismo y del comunismo, ahora bien, esa circunstancia no impide reconocer que hay ideas que ofrecen más resistencias que otras a su uso bárbaro. Mientras muchos comunistas –por cierto, el grupo más numeroso de las víctimas de Stalin, si los números importan– pudieron criticar la dictadura de la Unión Soviética sin abandonar sus ideas, no se ve, salvo exégesis delirantes, cómo alguien puede buscar argumentos a favor de la tolerancia en Mein Kampf. Ceteris paribus, las ideas que no aceptan exponerse a la crítica racional, como muchas religiones, están peor pertrechadas para evitar las prácticas contrarias a los principios democráticos. Segundo: el más elemental suceso es el resultado ––se explica como resultado– de una interminable conjunción de causas. Juan se mató no sólo porque resbaló, sino también porque cayó por la escalera, porque su cráneo se quebró, porque la ley de la gravitación «operó» y por bastantes cosas más. Cada una de las causas es una condición necesaria de su muerte y todas ellas conjuntamente conforman una condición suficiente. A la hora de dar cuenta de la muerte de Juan, la decisión de destacar una u otra causa responde a las exigencias del contexto explicativo, sin que se puedan reconocer unas como «esencialmente» más fundamentales que otras. Si eso pasa con sucesos elementales, no hace falta decir lo que ocurre con el terrorismo, de tan complicada identificación. Tercero: es falso que para detener un mal no exista otro remedio que «intervenir sobre sus causas». Aunque, en ocasiones, en especial cuando se trata de evitar la reproducción de la patología, y cuando es posible, hay que actuar sobre las causas, no siempre sucede de ese modo: cuando se cura el cáncer de un fumador, cuando se reparan los males de una sequía o de un terremoto, no se interviene sobre las causas que desencadenaron los males. Cuarto: el hecho de que no exista «el terrorismo» sino «los terrorismos», aunque invita a no ignorar las diferencias, que muy razonablemente pueden sugerir la aplicación de estrategias diferentes, no quiere decir que no podamos adoptar las mismas estrategias para combatirlo. El que no exista una teoría general del terrorismo no quiere decir que no quepa combatir del mismo modo las diferentes prácticas terroristas. Uno se puede haber roto un brazo de mil maneras diferentes, pero sólo hay una de curárselo.

Pido disculpas al lector por el inventario de lugares comunes. Pero es que ante ensayos tan sueltos no puede uno por menos que acordarse de lo que algunos darían en llamar «rancio positivismo» a ver si nos ayuda a aterrizar en el sentido común, tal vez menesteroso pero siempre firme. En este caso, por lo menos, nos queda el consuelo de que nos aproxima a la conclusión de uno de los clásicos consolidados sobre estos asuntos, ya con veinte años a sus espaldas y ahora reeditado: Una historia del terrorismo , de Walter LaqueurWalter Laqueur, Una historia del terrorismo , Barcelona, Paidós, 2003.. Formulada con su misma modesta provisionalidad, la de alguien que sabe que sí, que las cosas son complicadas: a la vista de la diversidad de los procesos implicados, acaso lo mejor es abandonar un rótulo que abarca cosas demasiado heterogéneas.

Con todo, con sus dudas y ambigüedades, y para utilizar el dilema que tanto le gusta a Glucksmann, el ensayo de Corm resulta más «civilizado» que la «bárbara» soflama del filósofo francés. Éste, paradoja sobre paradoja, en nombre del liberalismo parece dispuesto a hacer mangas y capirotes con acaso la mayor conquista civilizatoria de la Ilustración: el derechoPor cierto, que apenas nada dice Glucksmann del otro frente del «liberalismo», de fronteras adentro. Un silencio que, si nos ponemos estupendamente parisinos y echamos mano de las filosofías de la sospecha, no deja de ser elocuente. Y aquí, desde luego, hay reflexiones que no podrían desatender (o sí) trabajos menos torpes que los maniqueos «pacifistas» que maneja. Por ejemplo, Jeremy Waldron, «Security and Liberty: The Image of Balance», en Journal of Political Philosophy , vol. 11, núm. 2 (2003), págs. 191-210, y Ronald Dworkin, «Terror & the Attack on Civil Liberties», en The New York Review of Books , vol. 50, núm. 17 (2003), págs. 37-41.. Para ser justos, hay que decir que tampoco parece tomarse muy en serio su propio dilema. En realidad, parece que su dilema sea entre «nosotros y los otros», a cualquier precio. Y eso se aleja bastante de cualquier idea de civilización. Se entienda por «civilización» lo que se entienda, seguro que incluye la presencia de principios morales, muchas veces cristalizados en forma de derechos, que actúan como restricciones que limitan el conjunto de las «soluciones» aceptables. Por eso mismo, si de lo que se trata es de defender la libertad, entonces no vale cualquier cosa. No nos interesa una solución a cualquier precio, que es precisamente un axioma de la estrategia terrorista, sino una solución justa, al menos elementalmente justa.

Y llegados a este punto quizá sea cosa de aclarar que si no nos interesa cualquier solución, sino una solución justa, no es, en contra de un tópico bastante extendido, porque «si la solución no es justa, no es solución». Es sencillamente falsa la creencia de que si las soluciones a los problemas no son correctas en algún sentido normativo, los problemas no desaparecen, no acaban por rebrotar, por ejemplo. Esa mirada hidráulico-homeopática de los problemas es un resto de teleología incrustado en la Ilustración que escapa al rastreo de Corm: presumir que el curso de la historia tiene una dirección y una estación de llegada, el triunfo de la razón y de la justicia, y que ponerle trabas es ponerle puertas al campo. Desgraciadamente, las cosas no son así. La solución final de los nazis era una «solución» al «problema» judío y Fujimori «solucionó» sin mirar en los procedimientos el terrorismo de Sendero Luminoso. También en el País Vasco, si se accede a las exigencias de ETA, se acaba el terrorismo. O con un estado policial. Pero esas soluciones no nos parecen aceptables no porque no sean soluciones, sino porque no vale cualquier solución, porque fundamentalmente nos interesan, para ponernos en el léxico tremebundo de Glucksmann, las soluciones «civilizadas». Curiosamente, ninguna de las que propone.

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