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La Edad Media desde la Modernidad

Observando la modernidad desde la Edad Media

JOSÉ ENRIQUE RUIZ-DOMÈNEC

Institució Alfons el Magnànim, Valencia

183 págs.

1.200 ptas.

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Partiendo de la cita de Jacobo Burckhardt (1882) que definía la Edad Media como «la juventud del mundo moderno, en la que echó sus raíces todo lo que hace la vida vivible», el profesor José Enrique Ruiz-Domènec, catedrático de la Universidad Autónoma de Barcelona, diseca en diez ensayos otros tantos elementos fasciculares componentes de aquella realidad en desarrollo.

El primero constituye más bien una imagen íntegra, total, de dicho proceso resumible como transformación secularizada de la sociedad medieval y la conciencia de sí misma en una vivencia terrena, laica. Desde sus móviles económicos, tal como los analizara ya en nuestro tiempo Roberto Sabatino López, hasta el descubrimiento del yo protagonizado por Abelardo y Eloísa en el siglo XII : un giro positivo en la propia filosofía escolástica que alcanza la distinción entre pensamiento divino (sagrado) y pensamiento humano.

Los siguientes análisis son harto diferentes entre sí: desde un repaso –contrapunto, dice el autor– a la historiografía sobre el concepto «Renacimiento» en los últimos cincuenta años, hasta La significación del agua como metáfora social, en la Edad Media.

En cuanto a lo primero, quedan incorporados a la imagen renacentista de Burckhardt, exclusivamente «cultural», los citados elementos económicos y sociales y la crítica como «unscientific anachronism» de la concepción del Renacimiento como línea divisoria entre lo medieval y lo moderno. Tras la contraposición Michelet-Burckhardt y las versiones de los titulares del «New Historicism», Ruiz-Domènec regresa al autor suizo y se instala en su noción de «proceso acelerado», actualizado en nuestro siglo por Walter Benjamin, quien lo aplica además a la Historia entera «como obra de arte». Para concluir con la noción de «fase transicional», en la que germinan la mayoría de los fenómenos de la modernidad, objetivo esencial del volumen. Pero matizada en la apoyatura por Stephen Toulmin de un «Renacimiento diferido» (Re-renaissance Deferred) cuyos valores son susceptibles de actualización como neutralizadores de la famosa diagnosis (o sentencia) de Francis Fukuyama: The End of History.

Signo inequívoco de modernidad es para el autor la transición Del dinero al capital, que sirve de título al tercero de los ensayos comentados. Se trata, en efecto, de la legitimación (justificación intelectual) de «la mundanización del dinero», fenómeno manifestado en Europa a partir del último tercio del siglo XIV, –además de entre otras evidencias– en la reafirmación del poder familiar, la empresa, la firma, tempranamente renacida en Italia, el lujo y el gusto por lo superfluo y el bienestar, características todas recogidas por Le Goff en el «tempo del mercante», contrapuesto al tiempo no solamente de Dios, sino al exclusivo del monje.

La ciudad, objeto de estudio y de «elogio» en el siguiente trabajo, es el ámbito, inherente, inseparable, del ejercicio del capital. En buena proporción, éste puede considerarse causa eficiente de aquélla, aunque también sería defendible la relación contraria. Escenario adecuado de la vida familiar, de la práctica comercial, de la educación social, constituye todo «un estado de ánimo» […] un modo de pensar y sentir» –una mentalidad, diríamos–, al que vienen a enriquecer el sentimiento de la libertad y la conciencia dinámica del poder.

La mencionada educación –la cultura, el saber– es fruto urbano, pero también semilla de ciudades y su concreción deriva, como el tiempo laico, de un precedente religioso, clerical: las scholae monásticas y catedralicias. Su institución ofrece Dudas al autor que se sustantivizan en un nuevo tratamiento de breves páginas: ¿Por qué la ciencia histórica estuvo ausente de los primitivos planes de estudios universitarios? ¿Por qué la tardanza en la consideración del yo, del individuo, la persona, en el quehacer universitario? ¿Por qué el desdén o la ausencia de una curiositas hacia todo lo que no fuese materia sacra, hacia «el libro de la naturaleza», hacia la creación humana: «ni la Historia, ni la subjetividad, ni la novela»?

La respuesta ofrecida vuelve a ser la tardanza en la «humanización» (temática) de los saberes, la contención por parte de la Iglesia de una «profanación» o profanización de los objetos del pensamiento y el estudio. Respuesta que personalmente estimamos cierta, pero insuficiente o en todo caso, discutible, aunque suscribamos con el autor la constatación por Huizinga de que «pocas ciencias tienen menos que agradecer a la Universidad Medieval como la Historia». Estimamos quizá demasiado rotunda la conclusión. Apreciación que ha llevado a nuestro colega a concluir que «el perfil y la grandeza de la Universidad como una sólida institución del saber no nos debe hacer olvidar para nada que esta memorable institución dañó el porvenir de la cultura europea».

Carácter polémico –aunque constructivo– posee también la Problemática de la cultura popular, formulada en siete sugestivos puntos:

1) La delimitación positiva de aquélla frente a «la otra» cultura, la docta, sabia u oficial. Una vez constatada la escasez de las fuentes acerca del sujeto mayor de la Historia, comparadas con las del pueblo y la naturaleza de éstas: leyendas, creencias, supersticiones, modos de vida…
2) El antagonismo entre una y otra cultura en su mutua discusión acerca de la propiedad de dichas fuentes. 3) El establecimiento de su dicotomía, bien secular o eclesiástica o bien religiosa «sabia» y religioso-popular. 4) El distinto concepto de iletrado en la Edad Media y el de analfabeto en nuestro tiempo…, etc.

Temas que nos resistimos a denominar «menores», pero sí más específicos o «puntuales» en comparación con los ya examinados, son los tres siguientes, de los que, por su interés, consideramos conveniente dar cuenta, en igualdad con los anteriores.

Es el primero El valor de la fiesta enla Edad Media: práctica ésta necesaria para «quebrar las fronteras de lo cotidiano» en una sociedad y un modo de vida caracterizados por la inalterabilidad dominante.

El torneo, fiesta caballeresca, posee el incentivo de recrear al estamento aristocrático, preparar a sus varones para la guerra y distraer al pueblo. Otras manifestaciones lúdicas aproximan el mito a la realidad, o lo que es más importante, la risa a la libertad. (Y es particularmente aguda la valoración que de la risa contienen las páginas 128 a 131.)

«Metáfora» es palabra y concepto (metafórico en sí mismo) particularmente caro a Ruiz-Domènec.

Emplea la primera, como vimos, en el título de estos breves ensayos: La significación del agua como metáfora social, en cuanto símbolo de cercana sinonimia con la voz fertilidad y la de ésta con la de riqueza. Ambas con transparente valor intrínseco de fuerza, poder, energía, incluidas las facultades «punitivas» de su uso (diluvio, pantano, inundación), etc.

(Por lo que hace a la interpretación historiográfica de la metáfora, nos permitiríamos señalar al autor los trabajos reunidos por Daniel S. Milo junto con Alain Boureau en el colectivo Alter Histoire. Essais d'Histoire expérimentale (Les Belles Lettres, París, 1991): cinco ensayos sobre dicho uso a los que cabe añadir algunas páginas del primero de dichos autores en su libro Trahir le temps (Histoire), id., especialmente págs. 150-152.)

En cuanto al viaje medieval y sus modos, es también un ligero, aunque agudo, apunte en el que se describen: a) La peregrinación, claro anticipo del viaje definitivo que el fiel espera realizar y para el que se prepara con los sacros medios de la indulgencia y la perdonanza (lo sobrenatural, la gracia, el milagro), conseguidos, eso sí, mediante el sacrificio y la devoción. b) La errancia, verdadero modus vivendi que hace del viaje toda una profesión, personificable, por ejemplo, en la figura de Marco Polo, y acerca de la cual estimamos que ha quedado al margen el tipo del vagabundo, el giróvago, así como el del pícaro, si bien éste aparecido en España (o en su literatura) en el siglo XVI. c) El paseo, asimilable al tránsito del viajero propiamente dicho, para quien la naturaleza significa «una acción estética», cuya contemplación y asimilación puede llegar a convertirse en «transfiguración del mundo interior».

Al margen de esta catalogación de los modos del viaje medieval, ¡cuánto hubiera interesado al autor el trabajo del recientemente fallecido profesor Antonio Antelo Iglesias, «Estado de las cuestiones sobre algunos viajes y relatos de viajes por la Península Ibérica en el siglo XV. Caballeros y burgueses» (Temas medievales, Buenos Aires, 7, 1997, 147-168). Al margen, decimos, de esta invocación está el fenómeno del descubrimiento no sólo de «lo otro», sino «del otro», cuya controvertida herencia en la Edad Moderna es el objeto de las ya pocas páginas que sirven casi de colofón al heteróclito y unívoco volumen.

La modernidad es el punto de arribada en que confluyen los diversos procesos de medieval origen y consistencia cuyo itinerario hemos tenido el placer de seguir. A la inversa del título del libro, el medievalista se siente bien servido con este análisis, en muchos aspectos desvelador del verdadero sentido de algunos de estos elementos contemplados desde la modernidad.

Y una observación curiosa, meramente objetiva, sin intencionalidad encubierta alguna: entre los ¿centenares? de citas bibliográficas consignadas (alemanas, inglesas, francesas, alguna italiana) sólo las de un único autor español han sido utilizadas: las del doctor José Enrique Ruiz-Domènec.

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Ficha técnica

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