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El Portugal de los descubrimientos

Pedro y Paula

HELDER MACEDO

Tusquets, Barcelona, 240 págs.

Trad. de Mario Merino

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La reciente traducción de Pedro y Paula, de Helder Macedo, acrecienta sensiblemente el número de extraordinarios novelistas portugueses que los españoles venimos descubriendo año tras año. Publica Tusquets, en la acertada versión de Mario Merlino, uno de los tres relatos principales del narrador que es también poeta e historiador de la literatura. Las otras dos novelas son Partes de África (1991) y Vícios e virtudes (2000). Entre la una y la otra, y entre dos milenios también, apareció Pedro e Paula (1998).

Permítanseme unas pocas observaciones generales acerca del arte de este fabulador audaz y deslumbrante escritor.

La audacia de Helder Macedo es constante y va de mano con la nueva libertad que los novelistas de hoy andan buscando y encontrando. Siempre he pensado que no hay grandes artistas pusilánimes, ni valiosos pensadores apocados. Pueden ser tímidos en su conducta cotidiana, desde luego, pero no en cuanto creadores. Acaso el poeta menor, tan difícil de definir, sea un poeta temeroso. Las novelas también se hacen con palabras; y en su disposición la audacia de Macedo está perfectamente controlada. El sentimiento se modera siempre, evitando toda efusión o profusión. Pero la inteligencia no. Es tal la prioridad de la que ésta disfruta que tiene que privar la lucidez del enunciado; pero, por supuesto, no sin dejar de sorprender y sobre todo de volver sobre lo dicho no ya cuando se ha dicho, sino en el momento de decirlo. Es una escritura que se corrige o se completa a sí misma sobre la marcha. Los adjetivos han sido inexorables, termina la frase, pero he aquí que se introduce un añadido, un estrambote, un afterthought, al acecho de la ambigüedad escondida. La cuestión no es solamente no simplificar. Lo más difícil es no mentir, a todos los niveles.

Las grandes novelas son ficciones que no mienten, porque no nos engañan. Las de Macedo fingen también y su veracidad se debe a que su tema más obsesivo es el engaño que viven los hombres, las mentiras que cuentan y se cuentan, el desconocimiento mutuo que envuelve sus relaciones y sus vidas. Los embustes y las estafas en que se basa la trayectoria del protagonista de Pedro y Paula, ¿quieren decir que él se engaña todo el rato a sí mismo? Tómese en consideración que las dos primeras novelas de Macedo, principalmente, tienen siempre presente el espacio del antiguo imperio colonial portugués. Partes de África desenmascara la farsa de ese imperio, es más, de todo imperialismo y su supuesta cultura. Hasta aquí Edward Said estaría de acuerdo. Pero Macedo profundiza como novelista en la hipocresía. Un gobernador cruel en Mozambique recita a Virgilio en latín. ¿Es absurdo? No, es la contradicción en que se basa nuestra civilización, de la que África es emblema. La metrópoli y la colonia tienen en común las mismas farsas, las mismas injusticias y buena parte de las mismas crueldades. No digamos que los buenos los tenemos en casa y los perversos están, por ejemplo, en África o el cercano Oriente. Toda historia esconde su anverso, toda virtud su vicio, todo amor su irrealidad imaginada, todo saber su ignorancia, toda democracia su simulacro.

Es oportuno así que sintamos hasta qué punto respiramos en la actualidad una contaminación no ya material sino moral, una general porosidad transigente y una blandura acomodaticia que no perdonan ni al lector corriente ni sobre todo al intelectual de hoy. Estas palabras últimas son mías, pero creo que con ellas respondo a ese gran cruce de experiencias que encontramos en las obras de Macedo. En Pedro y Paula las pasiones amorosas y las políticas se confunden a través de una misma ambigüedad. Y es que toda pasión alcanza la fuerza que el ámbito en su derredor admite o sustenta, es decir ante todo, la circunstancia histórica. Los personajes de Macedo viven intensamente su tiempo, así como su tiempo les condiciona. Es más, ellos llegan a ser metáforas de su tiempo. Digamos que en la novela se barajan tres cartas principales: la realidad personal del autor-narrador, la ficción de los personajes o de la trama, y la realidad de la circunstancia histórica. Digo autor-narrador porque en estas tres novelas, y en ninguna más que en Vícios e virtudes, Macedo es una presencia tangible y audible, que escribe desde Londres, sentado delante de su mesa de Londres, donde de hecho reside y es catedrático, y juega de esta manera con aquellos lectores para los cuales no es un secreto la biografía del autor de carne y hueso.

Es primordial este juego tan serio, tan característico de las mejores novelas actuales, que combina lo vivido con lo imaginado, la experiencia supuestamente real del autor con la ficción supuestamente inventada de la novela. Al parecer la intervención del autor «real» garantiza la veracidad y la credibilidad de la ficción. ¿O es más bien que se extiende así el territorio de lo ficcional?

Un gran crítico francés denominó l’effet de réel lo que consigue Flaubert cuando describe, digamos, una porcelana situada sobre un piano. Este objeto no tiene más sentido que el de decir en nombre de las demás cosas: «somos la realidad». Pues bien, el autor «real» parece funcionar dentro de la novela como una porcelana. Pero cuidado, es probablemente un ser medio autoinventado en la vida misma, y además se está ficcionalizando, se está modelando, se está configurando, se está escribiendo, se está convirtiendo en palabras. Y nos encontramos con el efecto contrario, con un mundo sin porcelanas culpables.

Ocurre además que es fácil que el narrador de tal suerte sea un parlanchín que comenta en cualquier momento lo que sucede y se asegura de que el lector no se instala en ningún esquema simplista, no cree incluso que lo que se narra sucedió de veras o que es más interesante que lo que hubiera podido suceder. El imperio de la ficción no tiene límites, la imaginación o la invención que la nutre lo abarca todo; y lo imprescindible entonces pasa a ser la voluntad –claro que hace siglos la manifestó Platón-de distinguirla del fingimiento y la mentira. La nueva libertad del novelista, también ambigua, conduce al reto de la veracidad significativa. Es decir, en el fondo, de la responsabilidad.

Claro que la ficción da cabida, cuando conviene, a lo inventado por otros, a una intertextualidad no necesariamente explícita pero que sí supone la historia de la literatura y del pensamiento. Macedo no pretende ser inculto, ni imaginar o pensar en absoluta soledad. En Vícios e virtudes aparecen nada menos que Plotino, Camoens, el Orfeo y Eurídice de Gluck, y muchos, muchos aludidos más. La protagonista, Juana, interpretada no sólo por el narrador conforme va escribiendo sino por otro personaje que es novelista también, queda referida desde un principio a Juana de Austria, hermana de Felipe II y madre de don Sebastián, muerto en Alcazarquivir y héroe del mito mesianista portugués, tan objetable en resumidas cuentas como el concepto mismo de identidad nacional. Son tres, pues, las Juanas que entran en el juego de espejos. La riqueza de contenidos en esta novela es considerable y a ella corresponde muy afortunadamente una notable variedad de registros, que van desde la sátira despiadada (de por ejemplo el acto de presentación de un libro en Lisboa) al lirismo contenido de la expresión amorosa.

En Pedro y Paula aparece un personaje atractivo del que Macedo dice que le distinguen cuatro cualidades, «inteligencia, gracia, elegancia, seducción». ¿Es concebible que una novela las posea también? Me dirán que no se entiende lo que es una escritura literaria elegante. No sé bien, pero yo diría que se cifra en una lucidez y una concisión que no aburren, que no decepcionan, sino al revés, que insinúan y fascinan. Como quiera que ello sea, los lectores felices reconocerán que estas cuatro virtudes –sin sus vicios– la escritura de Macedo las ofrece a manos llenas.

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