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César Aira, o el novelista sofista

LAS NOCHES DE FLORES

CÉSAR AIRA

Mondadori, Barcelona

140 págs.

14,50 €

EL BAUTISMO

CÉSAR AIRA

Mondadori, Barcelona

169 PP.

7,50 €

UNA NOVELA CHINA

CÉSAR AIRA

Mondadori, Barcelona

174 pp.

14,50 €

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Ya no se puede decir, como tanto se ha repetido, que César Aira es «uno de los secretos mejor guardados de la literatura argentina». Aira nunca fue un secreto, aunque quien aireó ese eslogan, que ha servido de credencial para prestigiar en España al autor argentino, seguramente pretendía un efecto de bumerán: que las obras publicadas aquí remitieran a la extensa obra editada en Argentina. Lo cierto es que, a partir de Ema, la cautiva (Mondadori, 1997), el primero de sus títulos aparecido en España, se han venido rescatando, sobre todo bajo el sello de Mondadori, otros títulos a un ritmo constante, a veces tres libros por año, en general apreciados con una recepción crítica agradecida y benevolente. Por el momento hay once novelas de César Aira a disposición del lector editadas en España, más un número variable de obras importadas de ediciones argentinas que emergen ocasionalmente en las librerías. César Aira es un autor de bibliografía tan extensa que ni él mismo recuerda los argumentos de algunas de sus obras.

Pero su amnesia se explica, sin duda, por su industriosa prolijidad. Es sabido que Aira escribe mucho; produce, al parecer, dos novelas por año. Se trata, ciertamente, de breves novelas de alrededor de cien páginas, cuya característica común es un principio prometedor, un ecuador desfalleciente, como si el propio autor, a la mitad, se desinteresara de su ejecución, y un cierre en general precipitado que poco tiene que ver con el planteamiento inicial. Sin embargo, son novelas muy distintas, que parecen escritas, más que por una misma pluma, por una factoría de escritores consensuados por el acuerdo de un estilo neutro, pero no obstante juguetón, brillante en ocasiones y en pugna con los convencionalismos narrativos, a los que sin embargo termina por someterse, acaso por comodidad o por la imperiosa necesidad de volver a empezar, por la urgencia de escribir otra novela. «La imperfección –ha dicho Aira en una entrevista (Clarín, julio-agosto, 2004)– es lo que alimenta a la acción para seguir avanzando». Y un poco más adelante: «Con el arte se puede ser libre y la libertad tiene sus aporías, sus paradojas. Por ejemplo, para ser verdaderamente libre, uno debe tener libertad también para ser esclavo. Traducido al trabajo del escritor: para ser verdaderamente libre tengo que ser libre hasta de escribir mal y escribir libros malos».

Pero, ¿son malos los libros de César Aira? A diferencia de la posición habitual del escritor, defensor de la pertinencia de su obra, Aira no tiene reparos en calificarse de «fraude» y en sembrar la especie de que su lugar literario es marginal y que él es, en definitiva, un «impostor». Aunque no conviene creer demasiado en las declaraciones de autopromoción de los autores, en el caso de Aira, poco dado a aparecer en público y conceder entrevistas, estas autoanulaciones conforman, bien escuchadas, una poética muy acorde con el desconcierto que provocan sus novelas. ¿Y a qué llamamos desconcierto? Tomadas aisladamente, cada novela de Aira es un mero ejercicio de diletante, pero apreciadas en conjunto se imponen como una acción cuyo objeto es probar que la novela, en cuanto arte de persuasión, ya alcanzó su máximo esplendor en el siglo XIX, y desde entonces está congelada, al haberse instaurado, al mismo tiempo, la figura del novelista profesional. «Es que ser profesional de la literatura –ha escrito Aira– fue un estado momentáneo y precario, que sólo pudo funcionar en determinado momento histórico; yo diría que sólo pudo funcionar como promesa, en el proceso de constituirse; cuando cristalizó, ya fue hora de buscar otra cosa». Y esa cosa, continúa Aira, tomó forma y operatividad con la vanguardia, que supone «hacer pie en un campo ya autónomo y validado socialmente, e inventar en él nuevas prácticas que devuelvan al arte la facilidad de factura que tuvo en sus orígenes», de modo que el escritor queda así liberado «de toda esa miseria psicológica que hemos llamado talento, estilo, misión, trabajo y demás torturas. Ya no necesitará ser un maldito, ni sufrir, ni esclavizarse a una labor que la sociedad aprecia cada vez menos».

Las citas son largas, aunque espero que provechosas, y en todo caso se traen con la pretensión de que sirvan, no sólo de soporte para la reflexión, sino de marco donde poder insertar la peculiar obra de César Aira, cuyas «novelitas», según su propia definición, proponen la extenuación de la novela mediante una eficacia momentánea que coopera fervientemente, con la contribución masiva de obras, en mantener el género en un régimen más artesanal que artístico que no requiere de excesivos méritos para su elaboración.

Además de las tres novelas objeto de esta recensión, el autor de esta nota ha leído una docena de obras narrativas de Aira, sin lograr establecer entre ellas un nexo común, fuera de la repetición en la portada del mismo nombre. Y no se trata de que sus temas sean variados, que su mundo imaginario integre una heterogeneidad dúctil e imprevisible: la odisea indígena de la pampa (Ema, la cautiva ), la recreación delirante de una anécdota de la infancia (Cómo me hice monja ), la épica travesía por los Andes del dibujante Rugendas (Un episodio en la vida del pintor viajero ), la invasión cotidiana de gentes pretéritas y muertas (Los fantasmas), la revelación de la realidad como una lección nunca del todo aceptada (La serpiente), el poder «real» de un ilusionista que se resiste a modificar las leyes del mundo físico (El mago), o, para acabar, los juegos de palabras, los chistes, las sorpresas triviales de una representación circense (Los dos payasos ). Estos temas son el punto de partida, pero pronto se desvían y encallan en digresiones y cavilaciones no precisamente pertinentes, aunque inteligentes, jugosas y un punto atrabiliarias, que se imponen al desarrollo argumental, como si éste fuera un lastre que hay que ir soltando. Se podría afirmar que la voluntad de Aira, al instaurarse él mismo como factoría, como fabricante de obras, intenta disminuir, paradójicamente, la potencia artística de la novela, y tal vez recuperar la energía de la fábula, esa «facilidad de factura que tuvo en sus orígenes», al tiempo que se muestra muy poco fiel a las leyes de la fabulación.

Pero, a la vez, siempre es posible encontrar alguna obra suya que desmienta cualquier concepción literaria. Cada novela de Aira se propone impedir que se paralice la libre decisión de escribir, la libertad de una escritura que se inventa en cada libro, es decir, la posibilidad de escribir bien o mal, y poder así contradecir cualquier afirmación, pues lo que importa es no dejar de escribir, no dejar nunca de producir. Una novela china, fechada en 1984, es un ejemplo de obra extravagante, cuyo valor radica en el carácter con que se ejecuta una historia que imita, con un estilo que disfraza magníficamente sus procedimientos, lo que podría haber sido una obra creada por un autor chino. Aira se enmascara, en efecto, de autor chino, y no hay razón para pensar que esta fábula erótica e intemporal, que recoge con verdadera maestría la sensibilidad oriental, con su aprecio por el color y los paisajes de acuarela, se aviene de maravilla con lo que podría haber sido una novela china «verdadera», perteneciente y tal vez olvidada de la tradición literaria china. Por otro lado, El bautismo, escrita en 1987, confronta dos tormentas, con veinte años de diferencia, en las que un cura rural se enfrenta, en la primera, con un recién nacido, hijo de campesinos, a punto de morir, y después con éste, vivo y crecido pese a los malos augurios, «con la tersura infantil todavía en las mejillas», pero a quien «la vida brutal y monótona le haría estúpida la cara». Novela melancólica y fuertemente impregnada de fatalismo, se desprende de ella una suerte de reconversión sobre el absurdo de criar hijos en condiciones de pobreza. Las noches de Flores, por el momento la última novelita de César Aira, datada en 2003, aborda la crisis argentina mediante una fábula que comienza con la descripción de una pareja de ancianos, obligada a emplearse de repartidores de pizzas, para luego derivar a una fantasmagoría carnavalesca donde se desvela que todos, incluidos los dos ancianos, no son lo que aparentan, sino que pertenecen a una cofradía de delincuentes cómplices del secuestro y asesinato de un niño. La inmersión en recientes conflictos de supervivencia laboral, rarísima en su obra, ya que siempre elude por la vía de la imaginación cualquier marco realista, muestra aquí la colisión de una escritura que, incluso cuando intenta someterse a los vaivenes de la actualidad, no evita ser obediente a esa libertad antes mencionada, que aquí se disfraza de azar: «En general se desconfía del azar por su cualidad de imprevisible; lo que no se tiene en cuenta es que el azar, por su funcionamiento mismo, no falla nunca». Del mismo modo, tampoco le falla a Aira su método de escribir sin regirse por ninguna regla, aunque ese procedimiento le lleve a desviarse del argumento social y embarrancar alegremente en lo imprevisible. Las noches de Flores resulta, así, una novela que cabe calificar de simpática, pero que es una mala novela; la intermediación del azar es útil para las sorpresas, pero no para escribir buenas novelas.

Acaso lo más instructivo que se puede extraer de la obra de César Aira, contemplada en su conjunto, es la creación de un clima literario que es un pacto de insumisión con el lector. Nunca podremos adivinar qué novela puede escribir, y es muy probable que, como sucede con cada nueva novela suya, ésta no aporte nada nuevo, aunque sí, tal vez, alguna frescura y cierta airosa fecundidad de la inteligencia, muy semejante a la que propusieron los sofistas. Aira representa el triunfo literario de la sofística. Un procedimiento que no instituye el amor a la verdad, pero que tiene la apariencia de lo verdadero. Su obra, profusamente abonada de reflexión sobre el arte de narrar, es un campo floreciente de ideas donde se puede escoger, aquí o allí, cualquier fragmento, tanto para la apología de su obra como para su refutación. Valgan, para terminar, estas líneas entresacadas de El bautismo, que expresan singularmente la sensación más perenne que produce en el lector la frecuentación de la obra de César Aira: «El viento, afuera, insistía. Era una lección para la gente que hablaba. No variaba sus argumentos, no mostraba interés en convencer a nadie de nada. Y no se manifestaba en vano. Su presencia era su acción, y cuando dejaba de actuar desaparecía».

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Ficha técnica

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