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Novelas con matemáticas

El teorema del loro. Novela para aprender matemáticas

DENIS GUEDJ

Anagrama, Barcelona, 542 págs.

El tío Petros y la conjeturade Goldbach

APOSTOLOUS DOXIADIS

Ediciones B, Barcelona, 168 págs.

Trad. de María Eugenia Ciochini

Damunt les espatlles dels gigants

JOSEP PLA I CARRERA

Edicions de la Magrana, Barcelona, 284 págs.

La hipótesis del continuo (Una historia de la Transición)

JESÚS MIGUEL ALONSO CHÁVARRI

Huerga y Fierro Editores, Madrid, 224 págs.

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«La novela es un género comprensivo y libre, que todo cabe en ella, con tal que sea historia fingida. Sin embargo, como toda buena novela tiene algo de poesía, siempre intervienen, y siempre procuran los novelistas que intervengan en sus obras, lo extraordinario, lo ideal, lo raro y lo peregrino.» La cita de don Juan Valera, elegante como suya, es una de las infinitas disponibles sobre la novela, género que en los últimos tiempos sale por al menos una crisis al año y ha sufrido otras tantas muertes.

De esa libertad se viene haciendo uso por lo menos desde Cervantes, pero aquí nos limitamos a algunas muestras de un subgénero bastante de moda. El éxito de El mundo de Sofía, de Jostein Gaardner, parece tener que ver con libros como El diablo de los números, de Hans Magnus Enzensberger, En busca de Klingsor, de Jorge Volpi, y otros en los que ideas científicas, acompañadas de un modo u otro por personajes, aparecen en primer plano. El libro de Volpi es una novela que ha ganado un premio importante y tenido éxito como tal, mientras que la obra del alemán es un cuento (o una serie de ellos) didáctico para adolescentes o, según algún amigo malvado, para sus padres.

Y los libros que comentamos son, o quieren aparentar ser, novelas, si bien la primera está escrita con una finalidad, enunciada en el subtítulo, coincidente con la del libro de Enzensberger. Al hacerlo no han seguido la recomendación de su ilustre –pero un tanto olvidado– colega Thackeray, para quien «la moral y las costumbres nos parecen los mejores temas para el novelista; y por lo tanto preferimos las novelas que no tratan de álgebra, de religión, de economía política ni de ninguna otra ciencia abstracta». Claro que el lector puede preguntarse en qué medida son auténticas novelas. No es fácil encontrar matemáticas o matemáticos en una novela, incluso en alguna que, como esa obra maestra que es Bouvard et Pécuchet, intenta pasar revista a todas las ciencias…

Denis Guedj posee una formación de matemático e historiador de la ciencia y de esta novela, que no es la primera, best-seller en Francia, se han vendido bien varias ediciones de la versión castellana. Un anciano librero de viejo parisino, inválido, recibe en un montón de cajas, enviadas desde Manaos, una soberbia biblioteca matemática, con los grandes clásicos en primeras ediciones. Se la envía un amigo a quien no ha visto desde hace decenios; además, le hace llegar un mensaje diciendo que ha conseguido resolver dos de los grandes problemas matemáticos pendientes, nada menos que la hipótesis de Goldbach y el último teorema de Fermat. Si añadimos a la dependienta de la librería, sus hijos –dos gemelos y otro adoptado y sordo, en clasificación borgiana–, un loro y algo más, tenemos una historia donde se superponen una trama policíaca aceptable bastante bien llevada y la exposición de buena parte de la matemática y su historia, en las que ha de sumergirse el librero para clasificar la biblioteca.

Esta es la disculpa para una narración suelta, mezclando la resentación de los conceptos con la biografía de los descubridores y aspectos históricos más generales. Aunque el libro es largo –quizá demasiado– no hay espacio para profundizar, ni se intenta. El autor se detiene a principios del siglo XIX con Abel y Galois, aunque se dice algo de Cantor y Gödel, y de la demostración de Wiles del último teorema de Fermat. Guedj domina el oficio y así lo muestran algunas observaciones generales (pág. 89) o lo que dice sobre las revoluciones en matemáticas (pág. 318). Podía afinar más y no dar por buena la leyenda, que todo el mundo considera apócrifa, de Pascal redescubriendo él solito la geometría a los trece años, pero son licencias aceptables en el género. Escribe con habilidad, el libro no se le va de las manos y se lee bien.

La traducción es correcta. Hay algún galicismo como «vino rojo» por «tinto» y se traduce «Les Puces» por «Pulgas» y no por «El Rastro», que es lo que es. Eso sí, mucho nos tememos que el Raphael de la página 284 es el pintor Rafael Sanzio y no ese personaje inverosímil que persigue a mi generación desde el bachillerato. Y se habla (pág. 449) de «un cardenal de Cusa», como si la ciudad los produjera en serie.

El tío Petros describe los esfuerzos de un joven griego por descubrir lo que hay detrás de la extraña vida de su tío, anciano solterón jubilado, que vive en una casa de las afueras, cuida su jardín y de vez en cuando juega (muy bien) al ajedrez. Tras haber mostrado en su juventud un talento matemático excepcional, llega a catedrático de la Universidad de Múnich y trata de igual a igual a los grandes de la teoría de números: Hardy, Littlewood, Ramanujan. Pero no ha publicado nada desde su tesis doctoral y el lector descubrirá poco a poco cómo sus intentos fallidos de demostrar la conjetura de Goldbach –todo entero positivo par puede escribirse como suma de dos números primos– han cambiado su vida llevándole al aislamiento del mundo matemático y del mundo en general.

El punto de vista es el del sobrino, pero a veces se cambia a la primera persona del tío. El joven va, de la infancia a la universidad, atando cabos a medida que hace hablar a su tío, y mientras tanto estudia en una universidad americana pasando de matemáticas a económicas, con vuelta atrás, en función de lo que va averiguando del tío. Al final, éste, a quien la narración al sobrino de sus intentos empuja a intentar de nuevo la demostración… Dejémoslo así, sin desvelar el final.

Se nos advierte que el autor ha estudiado matemáticas, y lo parece: conoce las matemáticas y los teoremas, lo que se dice es verosímil, las fechas y lugares encajan –Turing estudiaba en Cambridge en 1933–, pero también el oficio. Así se manifiesta en algún diálogo (págs. 32-33), o cuando se dice que el tío «no podía haber consagrado su vida a batallar con un gran problema […] sin descubrir en el proceso algún resultado intermedio de algún valor». Algunas exageraciones pueden atribuirse a las «exigencias del guión», que se decía en nuestra juventud, como cuando se dice que había descubierto la regla de distribución de los números primos a partir de una tabla antes de ir a la universidad.

Hay alguna errata: el Congreso de Matemáticas –ciencia, no plural de género– de 1910 es en realidad el Congreso de Matemáticos –plural genérico y no masculino– de 1900; Gödel no era vienés, sino moravo (de Brno). Se dice que Wiles demostró la conjetura de TaniyamaShimura, de la que se deduce el teorema de Fermat; en realidad demostró un caso particular (el llamado semisimple), que es suficiente. La versión general de la conjetura se ha demostrado después.

Queda la cuestión fundamental: el drama del matemático que tras haber preguntado por los grandes problemas sin resolver de la matemática –la respuesta, apócrifa pero plausible, de Hardy es que son tres: la conjetura de Riemann, la de Goldbach y el teorema de Fermat–, dedica su vida a intentar inútilmente resolver el segundo. El autor traza un panorama desolador, pero no gratuito, que va de las muertes en plena juventud de Abel, Galois y Ramanujan a la triste vejez –intentos de suicidio incluidos– de Hardy y Gödel, hasta llegar al suicidio consumado de Turing. Son páginas dignas, que no caen en la banalización televisiva y vienen bien como antídoto de la idea hoy en boga del matemático creador como alguien, joven o no, que lleva un teeshirt de colorines, da saltos y hace gracietas. Pero sólo se roza el meollo del asunto, y el lector interesado hará bien en leer la Apología de un matemático, de Hardy, o algunos textos clásicos de Poincaré.

Un matemático creador, uno de los que se conviene en calificar de «genio», es el protagonista del tercer libro, si bien no se insiste sólo en ese aspecto, sino también en los personales y políticos. El personaje es Evaristo Galois (1811-1832), muerto en un duelo a los veinte años después de una vida turbulenta llena de desdichas: suicidio del padre (un alcalde partidario de Napoleón), acosado por el párroco; perseguido en el instituto, expulsado de la Escuela Normal, suspendido en el examen de ingreso a la Escuela Politécnica, presenta a la Academia de Ciencias algunos trabajos que se pierden o son rechazados; revolucionario ardiente (y algo irreflexivo), es procesado y luego encarcelado algún tiempo; una única, poco clara y fracasada historia amorosa le lleva a un duelo («muero por una infame coqueta»). Sus trabajos sobre la resolución de las ecuaciones algebraicas, en los que aparecen ya algunas de las nociones básicas de lo que será la teoría de grupos, le asegurarán un lugar en lo más alto de la historia de la matemática.

La vida de Galois se entrecruza con la de un catedrático de matemáticas de la Universidad de Barcelona, al que se encarga la lección inaugural del próximo curso académico, buen pretexto para flash-backs en los que vemos su paso por el colegio de los jesuitas y la universidad, con especial atención a la Capuchinada –encierro de estudiantes e intelectuales en el convento de los capuchinos de Sarriá en 1966–, momento culminante de la lucha del movimiento estudiantil en Barcelona, a lo que sigue una especie de decepción que le hace volcarse en la docencia. El cruce de pasado y presente tiene lugar de la manera previsible: el dibujo, las construcciones con regla y compás; en una palabra, la teoría de Galois.

El autor es un matemático dedicado a la lógica y la teoría de conjuntos, y a su historia, y no novelista de profesión. Tal vez ello se manifieste en algunas transiciones demasiado bruscas o en la insistencia en terminar varios capítulos con invocaciones, a veces un poco elementales, en forma de monólogo interior, pero la construcción general se sostiene perfectamente y el recurso de la conversación para contar lo que hace Galois funciona correctamente. Se da una de las posibles versiones sobre los motivos y circunstancias del duelo, la de fabricar un asesinato que achacan a la policía y al rey; de todos modos, parece que el asunto sigue sin dilucidarse.

En el último libro las matemáticas tienen un papel muy distinto de los vistos hasta ahora. Si en el primero son una ciencia cuya historia quiere contarse y en los dos siguientes un arquetipo de la creación humana (como la pintura o la escultura), aquí, más que de actor principal o de decorado, hacen de adorno en un rincón. El libro responde más al subtítulo que al título y lo que presenta es, sobre los hilvanes de una trama vagamente policíaca, un cuadro costumbrista madrileño de lo que fue la Transición vista por algunos jóvenes estudiantes –ex seminaristas, ex comunistas, quizá las dos cosas a la vez– desde los últimos sesenta hasta el golpe de estado del 23-F; por cierto que la manifestación que llenó Madrid y que tanto nos emocionó a muchos no tuvo lugar «al día siguiente» (pág. 171), que todavía no estaba el horno para bollos, sino el 27. Ambientes previsibles, con el piso compartido, los bares de cañas y de jazz, los calabozos de la Puerta del Sol, institutos y colegios de monjas, y algunos cachorros de extrema derecha haciendo de antagonistas. Aparecen objetos, como los vaqueros de decomiso, que casi piden una erudita nota a pie de página.

Las matemáticas surgen aquí y allá porque alguno de los protagonistas ha estudiado esa carrera, y otros saben algo. Sale un «profesor de pronunciada cojera desde su participación en la gran guerra (sic) con la división azul (sic)», trasunto de don Pedro Abellanas. La hipótesis del continuo del título surge en discusiones de copas y sirve para acabar la novela «rodeado de estrellas infinitas, aunque un infinito literario y paradójico, no un infinito numerable o continuo, que son los distintos grados de infinitud, como alienta la hipótesis de Cantor». No es final de Il Gattopardo, lo que seguramente no se pretendía. Parece además que el autor tiene una idea confusa de los infinitos, aunque otros párrafos muestran que no.

No faltan descuidos como los anteriores, los títulos de obras van en minúsculas (y no en cursivas), se pone acento a palabras latinas (siguiendo quizá el magisterio de algún diario de la capital) y lo que se dice de Cántor (sic) y Russel (sic) es mejorable no sólo en la ortografía. Pero la lectura es agradable y hasta tiene cierto interés arqueológico.

Sí que encontramos en estos libros «lo extraordinario, lo ideal, lo raro y lo peregrino», en combinaciones muy diversas que a veces no resultan mal. Hay amenidad, divulgación de buena ley, y aun algo más. Pero quienes quieran leer una versión de ciencias de Doktor Faustus o La muerte de Virgilio deben seguir aguardando, quizá sin muchas esperanzas.

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