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Montaigne ha muerto: ¿viva Edwards?

LA MUERTE DE MONTAIGNE

Jorge Edwards

Tusquets, Barcelona

289 pp.

18 €

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Tengo por evidente que los responsables de la cubierta de este libro de Jorge Edwards la diseñaron a propósito para que no se venda: otro criterio es difícil de entender. En ella luce la torre pétrea donde ermitañeaba Montaigne, y gracias al Photoshop podemos ver su vera efigie en una ventana del principal. Pero además, también por obra y gracia del Photoshop, en la ventana del piso superior (¡aún hay clases!), avizoramos el distinguido rostro de don Edwards. Añádase a ello que la contraportada habla «de la turbulenta llegada al trono francés de Enrique III de Navarra» –siendo público y notorio que el bearnés era Enrique IV–, y entre cubierta y contracubierta se cargaron el producto. Irreversiblemente. (A pesar de que en la página web de la editorial hayan corregido el desaguisado con los números romanos de la regia investidura.) Pero todo ello sería peccata minuta si el navío del libro resistiese los embates de la mala fortuna, y el autor pudiera decir, como Felipe II de su Invencible, que no mandó su obra a luchar contra los elementos. No es el caso.

Debo confesar que mi relación con los escritos de Edwards es de larga e infructuosa data. Sorprendido del predicamento que tiene, casi no me he perdido un solo libro suyo, de los que solo pude acabar tres: Persona non grata, leído por motivos que no tenían que ver con la literatura; El origen del mundo, que me pareció un texto logrado; y este de ahora, por el imperativo ético-categórico de leer íntegros los libros que reseño. Los demás del corpus de su obra los abandoné al cabo de unas cincuenta páginas, a excepción de Adiós, poeta, que ni siquiera empecé, porque a mi desengaño con Edwards se unía la alergia que me produce Neruda.

Así las cosas, La muerte de Montaigne no la empecé a leer bajo los mejores augurios, y ello fue confirmándose conforme avanzaba en la lectura, porque nunca acabé de entender por qué se había escrito este libro. Tampoco entendí si es novela, biografía novelada, ensayo, o qué, pareciéndome que es más bien qué. Es decir, un intento por trascender géneros por medio de una exhaustiva aproximación a unos determinados sucesos de la vida de Montaigne y, según parece, de las experiencias vitales de Edwards. Hasta tal punto que a veces se produce una ósmosis claramente deseada por Edwards y en el curso de las cuales a veces nos habla como si fuese Montaigne. Solo que, claro, el don Miguel francés nos habría platicado de muy otra manera que su sedicente reencarnación chilena.

El marco temporal son los agitados años que van de la noche de San Bartolomé a la entronización del bearnés como rey de Francia después de la constatación incontestable de que «París bien vale una misa» (hasta dos, y de pontifical en la Trinité, s’il vous plaît!) El marco anecdótico es el encuentro de Montaigne con Marie de Gournay, a quien más que le dobla la edad y es una ferviente admiradora del ensayista, en cuya obra invertirá toda su vida, literalmente. Y, por cierto, que el caballero chileno se regodea considerando que esa relación fue algo más que platónica: quisiera convertirla en una especie de Elegía de Marienbad de signo contrario, pero menos mal que es prudente y reconoce que todo lo que hablaría a favor de la hipótesis es que a él se le ha ocurrido que bien pudiera ser. Ay…

El libro entero es tan reiterativo que, tarde o temprano, termina por estragar: no todo el mundo tiene la endiablada habilidad de un Thomas Bernhard para escribir aburrido de una manera fascinante. Y eso no es malo; lo malo es que el autor intente disculparse amparándose en la sombra del propio e indefenso Montaigne: «Dicho lo anterior, puedo concluir que el maestro nos autoriza y nos autorizará siempre a la digresión». Alguien le tendría que explicar a Edwards que la digresión no es lo mismo que la reiteración sin que nada lo justifique, ni siquiera como recurso estilístico.

A ello se añaden los momentos de comicidad involuntaria: «notaba en su bajo vientre una erección fuerte». ¿Y dónde si no? ¿Debería haberla sentido en el codo? O la coquetería con unos conocimientos a todas luces copiados de una enciclopedia, con pelos y señales, pero presentados con esta introducción: «Si no recuerdo mal». ¿A quién quiere engañar con ese recurso archirretórico? O las observaciones de pretendido connaisseur, que en el restaurante de la estación de Burdeos come una ensalada mixta «acompañada de un vino entre regular y malo», para afirmar dieciocho líneas después que «beber de cuando en cuando un vino de la región [era una] de las cosas mejores que podían suceder en este mundo», lo que solo autoriza la conclusión de que entiende de vinos lo mismo que entendía Neruda, es decir, nada, según documentó donoso Jorge Amado en sus memorias, Navegação de Cabotagem. O, en fin, una frase tan infumable como aquella que además repite un par de veces: la de que «Marie de Gournay escribió una novela, probablemente mediocre, un poco indigesta», donde el «probablemente» indica que no la leyó, y entonces el «un poco indigesta» es un juicio apriorístico inválido desde el vamos.

Pero lo de veras imperdonable es un golpe bajo en la página 286, a solo tres de concluir su libro: «Si cometo errores, pido disculpas de antemano. Ya conozco a algunas de las personas que detectarán errores en mi libro y se sobarán las manos de alegría. Contribuyo, por lo tanto, y sin el menor problema, a su alegría». Ay…

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Ficha técnica

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