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Parva Larva

Monstruario

JULIÁN RÍOS

Seix Barral, Barcelona, 1999

220 págs.

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Llegó a mis manos hace unos veinte años, no recuerdo ya quién me la envió, una copia parcial del mecanuscrito de Larva. Felipe Boso y yo estábamos preparando por entonces EinSchiff aus Wasser (Un barco de agua), la antología integral de literatura española contemporánea que nos había encargado un editor alemán y que acabaría convirtiéndose en el disparo de salida para la exitosa carrera de esa literatura en los pagos teutónicos. La lectura de aquellas páginas nos indujo a reclutar para la tripulación de nuestro barco ese fragmento de Larva, a pesar de que el libro aún no estaba concluido y a pesar de que su autor casi no tenía obra propia publicada: tan sólo Solo a dos voces, un volumen de conversaciones con Octavio Paz, y Teatro designos/Transparencias, una antología del futuro premio Nobel mexicano, amén de seis capítulos de Larva en diversas revistas. Me acuerdo, eso sí, de que al aparecer nuestro libro en Alemania, Juan Goytisolo elogió la apuesta de futuro que habíamos hecho por la obra de Julián Ríos.

Cuento esto con tanto pormenor por lo que se verá, y para que nadie crea que estoy prejuiciado en contra de dicha obra. Antes al contrario, pero…

El exceso de ingenio verbal conduce al manierismo y al ineluctable hastío, para no hablar de la autocaricatura. Bien está que se quiera quijotrizar y enSanchar el idioma, pero si la muerte de Dulcinea es un nuevo pretexto para otro juego de palabras («aquel árbol contra el que se estrelló Anne allá en la Selva, Negra como su suerte», pág. 76), te empiezas ya a atragantar: y sabido es que si comes caviar todos los días, al final termina por producirte náuseas. Con perdón. Este Monstruario, que por serlo no tiene ni pies ni cabeza, de modo que al menos es congruente con su título, narractivamente es una pura desilusión. Parecería haber sido escrito nada más que pour epater le burgalés y para encajar en algún lugar del mismo (del libro, no del burgalés), no importa dónde, todo un capítulo de hermenéutica joyciana, a medio camino entre el onanismo mental y el narcisismo más exhibicionista. Y también parece haber sido escrito para demostrar lo bien que su autor conoce el callejero y la topografía tabernaria de Berlín; una experiencia extraterritorial esta en la que J. Mallorquí, con sus novelas del Coyote y sus conocimientos exhaustivos de la geografía de California, le lleva años-luz de ventaja a cualquier autor de la Península. Lo más curioso es que a Julián Ríos, con esa percepción casi sonoctambúlica que posee para encontrar las interrelaciones más ocultas y parir los calembures más inesperados del idioma, y no sólo del español, se le haya escapado que el café Einstein (pág. 92) no se llama así sino que su correcto nombre es uno de los más simpáticos juegos de palabras del idioma alemán: Café EinStein (el café Una-Piedra, una auténtica pedrada en ojo de boticario).

Lloviendo sobre mojado, Ríos extrema tanto y tan polilingüemente la demostración de ingenio, que el lector se contagia y termina por preguntarse cómo es que un castizo «pagaría a toca teja en dólares» (pág. 56) no salió de sus manos convertido en «pagaría a toca Texas en dólares». Y aunque me temo que en este caso pudiera ser que los tipógrafos le hayan jugado una mala pasada al original, casi me atrevo a decir que «Helarte por helarte… –que se ve que es lo mío–» (pág. 65) se convierte en un bumerán autocrítico.

Alguna vez leí, a propósito de Rostand, que en una de sus obras más perfectas faltaba ese soplo de humanidad eterna que circula por los versos de Cyrano de Bergerac, Releyendo Oscar Wilde descubrí que su valor perdurable no es el ingenio (y lo tuvo como para derrocharlo si así lo quería, y casi siempre lo quiso); no, sino su conocimiento íntimo del dolor, ese dolor que aflora en su Balada de la cárcel de Reading y además le duele al propio lector. Y Rayuela, uno de los más egregios ejemplos de lo que puede lograr un escritor homo ludens, si se quedó pirograbada en la memoria colectiva de toda una generación no fue por lo lúdico de su estructura sino gracias al dolor de La Maga y al soplo de humanidad eterna que circula por sus páginas. Así las cosas, al acabar de leer Monstruario, este último libro de Julián Ríos, pregunto escuetamente: ¿Y? (ese «¿y?» que no es otra cosa que una traducción minimalista rioplatense del anglosajón «why?»).

Me detengo para concluir en una frase de la pág. 179: «La mayor censura está hoy día en el comercialismo a ultranza, que no sólo no deja nacer y crecer, por ejemplo, las novelas que aseguran la renovación y perpetuación del género, sino que además las sustituye por sus cucos sucedáneos y las hace pasar por literatura». Omito por piedad la referencia en la siguiente página a los novelones por entregas de Fernández y González (creo que citados, nada más, para justificar su extrapolación a nuestros días), y ya sé que se trata de una cita de Bouvard et Pecuchet, pero va de suyo que Julián Ríos también la hace suya. Después de lo cual sólo queda otra pregunta: ¿No será entonces el mero hecho de la publicación de Monstruario una piedra contra el propio tejado?

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Ficha técnica

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