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Una crónica generacional

Momentos decisivos

FÉLIX DE AZÚA

Anagrama, Barcelona, 364 págs.

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A mediados de los años sesenta andaban por las aulas universitarias los miembros de la segunda promoción de postguerra, a la que se viene llamando generación del 68 en recuerdo de una fecha emblemática que causó convulsiones en Francia y Estados Unidos. En España no sucedió nada relevante en ese año, pero por entonces se había extendido un descontento entre ese grupo de jóvenes que abarcaba a la vez una dimensión política y otra estética, pues la rebeldía contra la dictadura se compaginaba con la búsqueda de unas formas artísticas rupturistas. De éstas daba suficiente testimonio, en 1970, la antología Nueve novísimos, uno de cuyos privilegiados integrantes era el todavía veintiañero Félix de Azúa. Es el mismo Azúa que ahora recupera la memoria de aquella época y la plasma en Momentos decisivos. Así, esta amplia y ambiciosa narración es varias cosas, pero, sobre todas ellas, contiene una crónica generacional.

Este dato, creo, permite entender el porqué de una historia, la cual, en el caso contrario, podría tenerse por una amalgama un tanto confusa de testimonio, especulación artística y manifiesto existencial. Estos tres elementos aparecen casi independientes, pero ese nexo rememorativo los vincula y la índole autobiográfica del relato les otorga un sentido. Desde este sentido particular y concreto hasta alcanzar un valor universal –todo futuro depende de algunos «momentos decisivos»– sólo hay un paso, que también lo da Azúa.

El testimonio surge de una línea anecdótica bastante clara que refiere peripecias entre lo público y lo privado de unos estudiantes de la facultad de derecho barcelonesa. Esa historia central vertebra múltiples materiales: agitación política, modos de vida de la burguesía de siempre y de la favorecida por el Régimen, variadas formas del misticismo nacionalista, desasosiegos adolescentes, impulsos amorosos… A estos elementos sociopolíticos se añaden disquisiciones estéticas referidas a las artes plásticas, en especial a la pintura, centradas en la renuncia a una expresión convencional y en la proclamación de un arte nuevo cuya meca se sitúa en el nihilismo de la vanguardia neoyorkina.

Azúa utiliza numerosos datos del momento, pues, lo mismo que ya ha hecho en alguna otra novela suya, tiene mucho interés en concretar en detalle el contexto histórico, aunque éste desempeña un papel instrumental. Aparecen datos característicos de tales fechas –lo mismo el auge del estructuralismo o el prestigio de la revista Tel Quel que la revolución minifaldera de Mary Quant– y desfilan personas reales, unas con su propio nombre y tal vez otras bajo alguna veladura. Me parece que, incluso, parte del libro está concebido como una novela en clave, con alusiones privadas que, a mi entender, son gracias particulares perturbadoras de la independencia de la historia. De ello resulta una estampa de época animada y múltiple, pues la obra, sin pretender una dimensión coral, sí tiene un alcance colectivo.

Dicho marco histórico rezuma frustración. La novela surge como respuesta a una carta enviada tiempos después por uno de los protagonistas de entonces, uno de los jóvenes que prefirió escapar de aquel ambiente en busca de un medio más auténtico y que ahora anda por el mundo como próspero galerista de arte. Hasta el presunto triunfo, pues, entraña una derrota. Los cambios en germen de los años sesenta no han producido ningún resultado positivo, o, al menos, así podemos entender la novela, aunque ésta no lo explicite. Con ello Azúa da una visión pesimista de su generación y alude, sin decirlo, a una mediocridad presente.

Este juicio es la consecuencia de una mirada muy crítica. Un humorismo de situaciones, pero también verbal, pone en evidencia los equívocos y sinsentidos, el predominio de lo falso e inauténtico, de esa etapa postrera del franquismo. Hay una burla antiburguesa vitriólica sintetizada en el triunfo del cinismo como valor social. Y una denuncia clara de la derecha más reaccionaria. A la vez que un distanciamiento de la verborrea y el confucionismo de la izquierda. Y, sobre todo, una ausencia completa de héroes positivos. Esa Cataluña de los sesenta es un país de farsa: jóvenes disparatados o falsarios, agitadores febriles, conspiradores de opereta… Así, no es de extrañar la incapacidad colectiva para cualquier transformación, lo cual da pie a una tesis histórica errónea o sesgada: el cambio político posterior no fue consecuencia de la lucha política, sino «de la sutil vida doméstica, de la rutina de todos los días que erosiona continentes enteros sin avisar».

Este retrato del artista y de su tiempo se construye un tanto a la manera de escenas independientes, hilvanadas por la relación entre los personajes, por la voluntad testimonial y por un gusto especulativo patente cada poco. Pero no toda la materia narrada tiene el mismo interés ni acierto. En contrapeso de especulaciones culturales pegadizas y de notas costumbristas rutinarias, hay un diálogo desenfadado y vivaz, y situaciones muy felices, que suelen coincidir con un enfoque burlesco que alcanza a veces un resultado redondo. Así ocurre cuando se pone en juego el registro esperpéntico para abordar las relaciones entre padres e hijos, relatar un atentado terrorista o contar otras no pocas anécdotas ingeniosas.

En conjunto, sin embargo, la novela resulta desigual. Es de esas obras que, sin dejar de tener interés en ningún momento, descuella en forma muy especial por la fortuna de algunas de sus secuencias. Por estos pasajes, que tienen algo de sucesos aleatorios, merece la pena leer la unidad mayor en la que se insertan. Esa unidad, la novela entera, avanza hacia un monólogo dramático que, al igual que el lamento final de Pleberio en La Celestina, eleva la tragicomedia a la categoría de fábula moral. En este monólogo del padre de uno de los muchachos cobran sentido las unidades menores concebidas como escenas sueltas o apólogos animados que nutren una parábola de tiempos recientes ácida y también, a trozos, bastante divertida.

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