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Mitos del darwinismo

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En la mañana del 24 de noviembre de 1859, hi­zo su primera aparición Sobre el origen de las especies de Charles Darwin, y el mundo cambió para siempre. Una época de fe quedó sumida en una profunda duda religiosa, y creyentes de toda laya se levantaron para lanzar un anatema sobre el impío tratado de Darwin, desencadenando una nueva batalla en la secular guerra entre ciencia y religión. Pero, mientras los reaccionarios bramaban, la comunidad científica se dispuso a aceptar muy pronto la selección natural, y el redescubrimiento de la obra de Gregor Mendel en 1900 (que supuso la fundación de la genética moderna) ratificó el triunfo de Darwin al proporcionar la pieza que faltaba en su rompecabezas: una comprensión científica del funcionamiento de la herencia.

Desgraciadamente, todo lo dicho en el párrafo anterior es un sinsentido, exceptuada la fecha de publicación del Origen (e incluso este dato es erróneo en la recientemente reimpresa edición variorum de Morse Peckham, que defiende que vio la luz el 26 de noviembre). Sin embargo, afirmaciones como las que acabo de hacer resumen la opinión popular de Darwin y su gran libro; variacio­nes sobre ellas aparecen regularmente en los medios de comunicación, aun en el caso de aquellos que deberían estar mejor informados. Tomemos, por ejemplo, el choque mítico entre ciencia y religión. La «crisis de fe» victoriana fue anterior en varios años al Origen; Tennyson se encontró extendiendo unas «manos agarrotadas de fe» cuando hacía frente a la «naturaleza roja de dientes y garras» en 1850, casi una década antes de que saliera a la luz la obra de Darwin. Cuando la Naturaleza se expresó en In Memoriam de Tennyson, en vez de demostrar la existencia y beneficencia del creador, manifestó una total indiferencia por las especies, los «tipos» de seres vivos: «“¿Tan solícita con el tipo?”, mas no. / Desde escarpados riscos y piedras de cantera / grita, “Mil tipos ya se fueron: / a mí nada me importa, iráse todo”».

Fueron los restos fosilizados de especies desaparecidas, enterradas en los riscos (hasta que las canteras, las minas, la construcción de vías férreas y la apertura de canales durante la Re­volución Industrial los sacó a la superficie) los que hicieron que personas como Tennyson dudaran de que «Dios era realmente amor». Se trataba de dudas que él, y muchos de sus contemporáneos, habían albergado al menos desde la década de 1830, cuando las teorías geológicas de Char­les Lyell les permitieron asomarse a la aterradora inmensidad del tiempo. Una Tierra antigua no era intrínsecamente perturbadora, pero los testimonios fósiles dejaban claro que, durante la mayor parte de su dilatada historia, la Tierra no había estado habitada por personas. Si, como se afirmaba en la Biblia, este planeta había sido creado como una morada para la humanidad, ¿por qué había tardado tanto su creador en acoger a sus inquilinos? Y si Dios era un diseñador tan extraordinario, ¿por qué se había ya extinguido casi todo lo que había diseñado?

Darwin no sólo fracasó a la hora de hacer añicos una verdad universal, sino que la aparición del Origen fue saludada con auténtico entusiasmo por algunas personas en el seno de la Iglesia. Cuando el reverendo Charles Kingsley (famoso por su libro The Water Babies)escribió a Darwin para agradecerle la copia del Origen que le había regalado, señaló que, aunque aún no había tenido tiempo para leerlo, ya había «aprendido a ver poco a poco que creer que había creado formas primitivas capaces de desarrollarse por sí solas supone una concepción de la Deidad igual de noble» que «creer que Él había necesitado un acto de intervención nuevo para completar las lagunas que él mismo había introducido». La historia natural era un popular pasatiempo para los clérigos rurales (el ministerio eclesiástico era, de hecho, la carrera que Darwin había tenido en mente hasta que surgió la oportunidad del Beagle) y las personas como Kingsley, que dedicaba su tiempo libre a recoger algas y mariposas, se hallaban más capacitadas para percibir la fuerza de los argumentos de Darwin. Parecía que Darwin había hecho para los escarabajos y las palomas lo que Newton había hecho para los planetas: sustituir una deidad activa manualmente (que parecía estar introduciendo permanentemente pequeños ajustes en la imperfecta maquinaria que había concebido) por una elevada concepción de un artífice divino que había idea­do leyes naturales en un equilibrio tan delicado que habrían de seguir funcionando eternamente.

Kingsley no fue el único que encontró un gran número de cosas atractivas en la obra de Darwin. En diciembre de 1866, Mary Boole (esposa del matemático George Boole) escribió para preguntar al autor del Origen en qué posición se situaba en cuestiones religiosas. (Su carta y la respuesta de Darwin, junto con meticulosos detalles biográficos y notas explicativas, forman parte del volumen 14 de The Correspondence of Charles Darwin). Ella reconocía que «la Ciencia debe tomar su camino y la Teología el suyo, y se encontrarán cuando y donde y como a Dios le plazca», asegurando a Darwin que él «no era en ningún sentido responsable de ello, en caso de que el momento del encuentro hubiera de quedar aún muy lejos». Sin embargo, ella le preguntaba con delicadeza por sus puntos de vista, señalando que aunque la selección natural pudiera no encajar con «ningún esquema concreto de la doctrina teológica», parecía «muy compatible» con la fe que ella profesaba, según la cual «Dios es un Ser personal e Infinitamente bueno». Boole era una mujer educada que mostró un vivo interés por lo que era entonces el campo muy novedoso de la psicología infantil; le dijo a Darwin que, lejos de minar sus creencias, «sus libros me han proporcionado una clave que me guiará en la aplicación de esa fe» a problemas psicológicos.

Darwin respondió con amabilidad, afirmando modestamente que «Mi opinión no es más valiosa que la de cualquier otro hombre que haya reflexionado sobre estos temas», pero «siempre me ha parecido más satisfactorio observar la inmensa cantidad de dolor y sufrimiento en este mundo como el resultado inevitable de la secuencia natural de acontecimientos, esto es, las leyes generales, más que como consecuencia de la intervención directa de Dios». Al igual que la mayoría de los padres victorianos, Darwin había visto morir a varios de sus hijos en la niñez, incluida su adorada hija Annie en 1851. No fue el único que sintió que estas tragedias resultaban más fáciles de comprender si eran consecuencia de «leyes generales» en vez de ser los productos de las intenciones personales y aparentemente homicidas de Dios.

En 1863, cuando el botánico Joseph Hooker, un íntimo amigo de Darwin, le escribió para compartir la horrible noticia de que «acabo de enterrar a mi querida hijita» Maria Elizabeth, de seis años, confesaba que «pasará mucho tiempo antes de que deje de oír su voz en mis oídos, o de sentir su manita metiéndose en la mía, junto a la chimenea y en el jardín; dondequiera que voy, allí está ella». Darwin contextó: «Entiendo muy bien tus palabras: “dondequiera que voy, allí está ella”». El único consuelo que podía ofrecer era que «no ha sufrido mucho […] Con la pobre Annie, esto fue para nosotros el único gran consuelo». Pocos años antes había escrito, en términos sorprendentemente parecidos, en el Origen que «podemos consolarnos con la plena creencia de que la guerra de la naturaleza no es constante, que no se siente miedo, que la muerte es generalmente rápida y que los vigorosos, los sanos y los felices sobreviven y se multiplican». Las leyes de la naturaleza podrían resultar indiferentes a las personas pero, a la larga, «a partir de la guerra de la naturaleza, del hambre y la muerte», pudieron producir «el objeto más elevado que somos capaces de concebir, esto es, la producción de animales superiores».

Muchos pensaron, por supuesto, que el consuelo remoto de un progreso evolutivo era un pobre sustituto de un Dios personal y amoroso, y muchos condenaron la evolución, pero la idea de que Darwin suscitó un abierto enfrentamiento entre ciencia y religión es sencillamente absurda. Darwin hizo más que simplemente evitar ofender a las sensibilidades religiosas: se apartó de su camino para dejar que sus lectores supusieran que las leyes de la naturaleza tenían un origen divino cuando, en la segunda edición del libro, corrigió la última frase del Origen. En un principio decía: «Existe grandeza en esta visión de la vida, con sus diversos poderes habiendo sido insuflados a pocas formas o únicamente una», pero cuando apareció la segunda edición (sólo un mes después de la primera), las conclusiones reza­ban ahora: «insuflados por el Creador a […]». Es plausible ver a Darwin como una de esas personas que ayudaron a sus compatriotas victorianos a resolver sus crisis de fe, contribuyendo a crear una sociedad cuyos ciudadanos pudieran mantener cada vez más opiniones religiosas heterodoxas, libres del temor de las acusaciones de herejía o de ser tildados de infieles. La condena pública había sido aún habitual una generación antes, pero en 1866 Mary Boole era claramente consciente de que preguntar por los puntos de vista religiosos de Darwin podría ser percibido como una invasión de su privacidad. En una carta de 1860 a Asa Gray, un naturalista de Harvard, Darwin concluyó que «siento en lo más hondo que todo el tema es demasiado profundo para el intelecto humano. Un perro podría especular igualmente sobre la mente de Newton. Dejemos que cada hombre espere y crea lo que pueda». La idea de que la fe de cada uno era privada hizo posible una sociedad cada vez más secularizada, liberada de los conflictos religiosos que habían dividido a Inglaterra en otros tiempos. Thomas Huxley, un amigo de Darwin, acuñó el término «agnóstico» en 1869 para describir este nuevo concepto de un «escéptico honrado», alguien cuya lucha privada para tener esperanza y creer lo que pudiera había dejado ya de suponer una amenaza para la estabilidad de la sociedad.
 

The Correspondence, junto con la edición variorum del Origen (que se publicó inicialmente en 1959 y ha sido ahora reeditada por la University of Pennsylvania Press tras una larga ausencia), destruye también el mito del impacto instantáneo de Darwin, ya que revela que el Origen era aún una obra en curso mucho tiempo después de su primera aparición. Darwin alumbró seis ediciones a lo largo de su vida y, como demostró Peckham hace casi cincuenta años, estuvo introduciendo constantemente pequeños retoques en el texto, añadiendo y corrigiendo, revisando y repensando y, sobre todo, respondiendo a las críticas. (Resulta revelador que la frase de Darwin sobre el consuelo que nos brinda el pensamiento de que la muerte es rápida, mientras que los «felices sobreviven y se multiplican», aparece inmutable en todas las ediciones.) Cuando la prestigiosa revista científica Nature comentó la sexta edición del Origen en 1872, el autor de la recensión alabó la «verdadera humildad» de Darwin al reconocer sus errores, señalando que había resultado necesario reducir el cuerpo de letra en la nueva edición para dejar espacio para los añadidos. El libro no sólo había crecido, sino que de las casi cuatro mil frases de la primera edición, Darwin había reescrito tres mil; a pesar de ello, y de manera algo sorprendente, la mayoría de las ediciones modernas del Origen se valen del texto original de 1859, ignorando así el gran número de correcciones de Darwin. Desde antiguo ha existido una percepción de que las «correcciones» de Darwin eran principalmente errores, basándose en el argumento de que, como Darwin carecía de una teoría verosímil de la herencia, respondía a las críticas basándose cada vez con más fuerza en un concepto desfasado que ahora sabemos que es erróneo, a saber, la «herencia de las características adquiridas» de Jean-Baptiste Lamarck. Esto se traducía en la idea entonces ampliamente acep­tada de que los rasgos adquiridos durante la vida de un organismo podían transmitirse a su descendencia (de modo que, por ejemplo, los hijos de un herrero hereda­rían sus fuertes múscu­los de los brazos). Sólo con que –suspiran algunos modernos comentaristas– Darwin hubiera sabido de los famosos experimentos con guisantes de Gregor Mendel, que se publicaron en 1866, habría podido añadir la genética moderna a las posteriores ediciones del Origen, en vez de todas esas tonterías lamarckianas.

Aquí nos topamos con otro mito sobre Darwin. A menudo se afirma que poseía una copia del famoso ensayo de Mendel sobre los guisantes (Versuche über Pflanzenhybriden), pero que las páginas no llegaron nunca a ser cortadas. No es cierto; se ha conservado la biblioteca de Darwin y no contiene este ensayo o, hasta donde ha podido demostrarse, nunca lo contuvo. Sí que tenía un par de libros que mencionaban a Mendel, pero ninguno de sus autores comprendió la importancia del trabajo de Mendel y queda claro a partir de la ausencia de comentarios al margen en estos libros que a Darwin le sucedió otro tanto. Es improbable, asimismo, que hubiera podido aprehender la importancia del Versuche, aun en el caso de que hubiera recibido una copia.

A pesar de la enorme relevancia histórica de la obra de Mendel, se trataba de cultivo de plantas, no de genética del siglo XX; habría sido necesario muchísimo trabajo (y un buen número de moscas de la fruta) para transformar las ideas de Mendel en la genética moderna. Como consecuencia, el redescubrimiento de la obra de Mendel, lejos de consolidar el triunfo de Darwin, provocó inicialmente su caída, ya que muchos percibieron que la ciencia en ciernes del «mendelismo» era una alternativa satisfactoria a la aparentemente pasada de moda selección natural darwiniana; en 1903, un botánico alemán escribió: «Nos encontramos ahora junto al lecho de muerte del darwinismo, y disponiéndonos a enviar a los amigos del paciente un poco de dinero para garantizar un entierro de los restos decente».

La historia de cómo se transformaron los respectivos legados de Mendel y Darwin para crear la moderna y sintética teoría de la evolución es larga y compleja. Lo cierto es que la síntesis no quedó completada hasta mediados de la década de 1940, cuando los naturalistas y los biólogos de laboratorio se dieron cuenta finalmente de cómo podía lograrse que funcionaran conjuntamente sus diferentes estilos de ciencia. Un ejemplo de la brecha entre el mundo de Darwin y el de la moderna evolución es el de los famosos pinzones de las islas Galápagos. Un mito darwiniano que viene de antiguo lo describe llegando a las Galápagos, echando una ojea­da a estos torpes pajarillos y gritando: «¡Eureka! ¡Evolución!». En realidad, no sólo no consiguió comprender la importancia de estas aves, sino que ni siquiera llegó a darse cuenta de que eran pinzones; ni se molestó en identificar sus especímenes con la información crucial sobre la isla de que procedían. Estos pinzones, sin embargo, son uno de los organismos clave de la evolución; estudios recientes sobre los «pinzones de Darwin» han demostrado que la selección natural está operando delante de nuestros propios ojos, dividiendo lenta pero certeramente una especie en dos, divergiendo cada una de ellas para llenar un nicho ecológico diferente. ¿Cómo pudo pasársele esto por alto a Darwin? Fundamentalmente porque no se convirtieron en los pinzones de Darwin hasta 1947, cuando el ornitólogo británico David Lack publicó un libro con ese título; fue la finalización de la síntesis evolutiva la que permitió que científicos como Lack vieran cómo podía utilizarse una versión matemática de la genética para analizar el modo en que la selección natural transformaba una población. Sin una serie de herramientas y técnicas modernas que difícilmente podría haber comprendido, Darwin no habría entendido probablemente a «sus» pinzones, el mendelismo o la teoría evolutiva.

Los volúmenes más recientes de la correspondencia de Darwin arrojan nueva luz sobre la compleja cuestión de la recepción del Origen y las respuestas de Darwin a sus críticos; junto con el libro de Peckham, nos permiten ver a Darwin en su propio contexto histórico. No existen pruebas, por ejemplo, de que el Origen se volviera más lamarckiano en posteriores ediciones: a Darwin le habían convencido algunos aspectos de la teoría de Lamarck desde el principio, y conservó esta creencia, en gran medida inalterada. Ni él ni muchos de sus colegas percibieron un conflicto entre selección natural y algunas de las ­ideas de Lamarck. El contraste entre «buen» darwinismo y «mal» lamarckismo resulta ser un mito más, un producto en gran medida de los debates del siglo xx sobre la relación entre selección natural y genética.

La historia que nos cuentan los libros objeto de esta recensión es más sutil, compleja y, a la larga, mucho más interesante que las inventadas por los fabricantes de mitos. Darwin mantuvo un diálogo con sus diversos lectores –de clérigos a naturalistas– hasta el final de su vida. Estas conversaciones se desarrollaron en cartas, por supuesto, pero también en las ediciones publicadas del Origen, según Darwin fue reflexionando y reescribiéndolo, en respuesta a sus lectores. Las cartas también nos dicen muchas cosas sobre las actitudes y la sociedad victorianas, y nos sirven como un útil recordatorio de que ni la historia de Darwin ni la del Origen concluyen en 1859, demostrando por qué la futura publicación de toda la correspondencia de Darwin va a resultar de tanta utilidad. Teniendo en cuenta el inmenso valor de las notas al pie, la bibliografía, el índice y los apéndices de la Correspondence, es una pena que la University of Pennsylvania Press no haya vuelto a componer el libro de Morse Peck­ham, aprovechando la ocasión para ­incluir un aparato editorial actualizado. El amplio aparato que acompaña a la correspondencia publicada, junto con el portal de internet asociado (www.darwinproject.ac.uk), que incluye ahora el texto de muchas de las cartas anteriores, nos proporciona una idea casi tan rica de los lectores de Darwin como del hombre mismo, permitiéndonos entender cómo persuadía y por qué a veces fracasó; por qué algunos notaron que sus fes religiosa y científica quedaban puestas en entredicho, mientras que otros las vieron reafirmadas.

 

Traducción de Luis Gago

© The Times Literary Supplement
www.the-tls.co.uk

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