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Miradas

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Nuestra mirada es un constructo cultural formado por huellas de otras miradas. Uno ve, en parte, lo que espera ver, lo que ha sido inducido a ver: cada vez es más difícil inventarse la mirada, deconstruirla de las imágenes que la conforman, devolverle aquella limpidez de la que se hacía eco García Márquez en el frontispicio de Cien años de soledad: «el mundo era tan reciente que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo».

Una vez le preguntaron a H. P. Lovecraft, uno de los grandes autores de la literatura de terror, cómo había conseguido reflejar tan cabalmente en uno de sus relatos la atmósfera de cierto barrio de París, cuando era notorio que nunca había estado allí. La respuesta del recluso de Providence fue aplastante: with Poe, in a dream. El viejo Edgar Allan fue su lazarillo espiritual: no necesitó más para ver lo que precisaba su imaginación. Nuestra mirada está hecha no sólo de imágenes, sino de sueños: la literatura y el cine la han alimentado convenientemente. París, por ejemplo. Hace unos días, mientras cruzaba el Pont des Arts durante una heladora, grisácea y, en definitiva, perfecta mañana de otoño, no pude evitar fijarme en una muchacha menuda que permanecía ominosamente inclinada sobre el pretil, su vista fija en las aguas, allá abajo. Inmediatamente recordé que Rayuela, la novela de Cortázar, empieza con una evocación de la Maga precisamente en ese mismo lugar. Y que en La caída de Camus, la más dostoievskiana de sus novelas, el recuerdo del grito de una mujer que se arroja desde un puente del Sena, y a la que deja ahogarse, persigue para siempre al atormentado Jean-Baptiste Clamence. Primero vi todo eso, por ese orden, y sólo luego pude fijarme en la muchacha: la de mi historia estaba simplemente mirando el río. Cuando pasé tras ella me di cuenta de que a su lado había un envoltorio de hamburguesa y una cámara compacta de fotos. Nada más que reseñar.

Precisamente en París –estos días extrañamente despoblado de turistas norteamericanos–, cuyos museos albergan durante todo este otoño magníficas exposiciones ( Morandi en el de Art Moderne, Dubuffet en el Pompidou, Rafael en el Luxemburgo, París-Barcelona: de Gaudí a Miró en el Grand Palais), puede visitarse también una muestra sobre una cierta manera de mirar. La exposición, sencilla y sin pretensiones, se llama Kannibals et vahinés: Imagerie des mers du sud y es, a su manera modesta, una buena lección acerca de la transmisión de la ideología del colonialismo.

Durante más de dos siglos, desde que el británico Wallis pusiera los pies en las playas de Tahití (1767) y se publicaran las primeras crónicas y relatos de viaje, se ha ido construyendo nuestro imaginario acerca de lo que de un modo muy general llamamos «los mares del Sur». Los viajeros ilustrados que los exploraron –Louis Antoine de Bougainville, James Cook– también adoptaron una mirada anterior: sus islas tenían el estatuto filosófico propio del mito del buen salvaje y por ello no buscaron en ellas más que lo que querían encontrar. Por eso sus crónicas desprenden ese aire de déjà lu que percibieron sus contemporáneos más cultivados. Bougainville, el más explícito –y el más impregnado de los mitos de la aura aetas de Ovidio y del tempus aureum de Horacio– no se recata a la hora de anunciar que ha llegado al Jardín del Edén: «recorrimos una llanura de césped, cubierta de hermosos árboles frutales y cortada por riachuelos que mantienen un delicioso frescor sin ninguno de los inconvenientes de la humedad […]. Encontramos grupos de hombres y mujeres a la sombra de vergeles; todos nos saludaban con amistad; los que encontrábamos en los caminos se hacían a un lado para dejarnos pasar; por doquier veíamos reinar la hospitalidad, el descanso, una dulce alegría y todas las apariencias de la felicidad». La legendaria tríada que también fascina a los ecologistas más simples –paz, abundancia y justicia en un ámbito que el progreso aún no ha destruido: el comunismo primitivo– gobiernan el paraíso terrenal.

Esa visión edénica de una naturaleza lujuriante y una sociedad sin contradicciones pronto es enmendada por colonos y otros agentes de la civilización, especialmente a medida que surgen los conflictos entre las potencias concurrentes. La felicidad solipsista que algunos –como los desertores amotinados del Bounty (1787)– quieren encontrar en la isla no es más que un espejismo. Dos elementos surgen muy pronto en las crónicas que van a embridar el imaginario occidental. La primera es la vahiné, la muchacha polinésica de piel casi blanca y comportamiento sexualmente libre –una especie de Calipso que encandilará a los viajeros y cuya imagen más kitsch se perpetuará hasta el moderno turismo de masas por medio de la foto de estudio en technicolor, el bikini, la guirnalda de flores y el pareo– es la cara «amable». La otra es la del caníbal, ese salvaje de aspecto amenazador y color desagradable que se identifica con los nativos de Melanesia. El ideal de belleza del colono es el mismo que el del naturalista Buffon: cuanto más oscura es la piel del hombre, tanto más feo es. Ese nuevo Calibán –el anagrama shakespeariano de caníbal– es, como el monstruo de La tempestad, un retrato del colonizado. Habría podido decir, como su antecesor dramático: «Me habéis enseñado a hablar, y el provecho que me ha reportado es saber cómo maldecir». Pero a diferencia de aquel, al final no se queda en la isla mientras los otros personajes regresan a sus civilizadas metrópolis. Al caníbal –kanak, canaco: la voz está recogida en el diccionario de la RAE– se le extermina, como a los aborígenes australianos. Algún cronista, por cierto, se pregunta cómo es posible que ese ser degenerado «que ya no se parece al hombre» haya sido capaz de imaginar, fabricar y manejar un arma tan perfecta como el boomerang.

Ese temible salvaje que come carne humana satisface la necesidad victoriana de demonios. Por eso se le exhibe en las grandes exposiciones internacionales del siglo XIX: sus escarificaciones y tatuajes (Lombroso dirá que son signos de patología), su fealdad, su desnudez permiten mostrar el camino felizmente recorrido por la Humanidad y es prueba de la urgente necesidad de civilizar.

Con la pareja indisociable de jóvenes voluptuosas y horrendos antropófagos se fue edificando nuestra imagen de las islas lejanas. Pierre Loti (que crea el estereotipo de la amante tahitiana abandonada) o el propio Gauguin tienen su parte en la construcción de nuestra mirada «exótica». Como también la tienen Stevenson y Melville, o Flaherty y Murnau, dos grandes cineastas influidos por el expresionismo. El modo en que la cultura popular, moviéndose entre los polos opuestos y tangentes de la fascinación y la repulsión, recoge todo ese caudal informativo y lo elabora, es una de las más interesantes sugerencias de esta pequeña exposición. Desde los primeros atlas ilustrados hasta los anuncios de refrescos sobre fondo de palmeras y grupos de vahinés agita las caderas al ritmo del ukelele de Elvis Presley, las imágenes del racismo y la colonización se han apoderado de nuestro imaginario.

La mirada de los otros se enseñorea de la nuestra. Conviene tenerlo en cuenta, por ejemplo, cuando hablemos del «choque de civilizaciones». Que tengan felices fiestas.

REFERENCIAS
Exposición Kannibals et vahinés: Imagerie des mers du sud. En el Musée National des Arts d´Afrique et d´Oceanie. 293, Av. Daumesnil. Hasta el 18 de febrero de 2002.
Ovidio: Metamorfosis. Libro I, 89-112.
Horacio: Épodos, XVI.
Shakespeare, W.: La tempestad. Traducción de Luis Astrana Marín. Miradas Ilustración con motivo «tahitiano» para cubierta de libro (1956).

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Ficha técnica

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