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Verdades paralelas

MICHEL SERVET (1511-1553): HÉRÉSIE ET PLURALISME DU XVI AU XXI SIÈCLE

Valentine Zuber (ed.)

Honoré Champion, París

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Si hay un término de moda que define la ideología contemporánea, éste es sin duda «pluralismo». En tiempos de globalización y multiculturalidad, la conciencia de que son muchas las verdades paralelas que conviven al mismo tiempo se manifiesta cada vez más en la obra de los intelectuales, pero también en la sociedad en su conjunto, en la economía, en el lenguaje periodístico e incluso a nivel personal. Los crecientes intentos de promover el respeto y el diálogo entre culturas contrastan vivamente con la intolerancia de épocas pasadas y en particular con la persecución de la «herejía», un concepto que presuponía la existencia de lo verdadero y lo falso o, dicho de otro modo, de una verdad única (axioma o dogma) asediada y atacada por múltiples enemigos (errores).

En este sentido, la implacable persecución de que fue objeto a lo largo de su vida el teólogo y científico español Miguel Servet representa el contramodelo máximo de las aspiraciones contemporáneas, siendo éste uno de los motivos que justifican la atención creciente que viene dedicándoseleRecientemente la Universidad de Zaragoza ha culminado la publicación de sus obras completas, editadas por Ángel Alcalá. Véase la recensión de Ciriaco Morón Arroyo, «Las obras de Miguel Servet», Revista de Libros, núm. 131 (noviembre de 2007), pp. 46-47 . Evidentemente, el principal interés de la figura de Servet no radica en su temeraria forma de huir, sin dejar al mismo tiempo de provocar a las autoridades, que fueron acosándolo hasta acabar con él de forma espectacular. Su extensa, ambiciosa y original obra merece bastantes más estudios que los abundantes ya publicados, pues todavía es mucho más lo que queda por decir que lo dicho hasta ahora. No obstante, cuando seguimos el rastro de sus huellas escapando por pies de una a otra ciudad europea (Zaragoza, Toulouse, Basilea, Estrasburgo, Lyon, etc.), o cuando somos conscientes del ensañamiento con que se le acechó, no podemos por menos que sentirnos sobrecogidos, así como internamente involucrados en la defensa de los principios más elementales relativos a la dignidad del ser humano, que sistemáticamente le fueron negados.

Nada más significativo a este respecto que recordar cómo, mientras que en un primer momento se le juzgó in absentia (por la Inquisición zaragozana), antes de ser atrapado y definitivamente sacrificado (por el Consistorio de Ginebra, dirigido por Calvino), había sido quemado in effigie, esto es, en forma de estatua (por la Inquisición de Vienne). Pero lo llamativo del caso desde nuestra perspectiva actual es que, para dar más carácter de verosimilitud a dicha ejecución simbólica, tal y como solía hacerse antes de quemar a los condenados de carne y hueso, su efigie fue previamente ahorcada un momento, con el fin de embotarle la «sensibilidad». Resulta no sólo doloroso, sino, en este caso, tristemente irónico contrastar tal delicadeza con la extrema crueldad con que finalmente acabó siendo ajusticiado en la realidad: a fuego lento, y sin atender a sus últimos ruegos.

Tres décadas antes de que esto suce diera, su admirado Erasmo de Rotterdam había escrito: «Definimos demasiadas cosas que sin peligro de salvación podrían ser dejadas en ignorancia o en duda. ¿Es que no es posible tener amistad con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo sin ser capaz de explicar filosófi- camente la distinción entre ellos, y entre la generación del Hijo y la procesión del Espíritu Santo? […]. No te vas a condenar si no sabes si el Espíritu que procede del Padre y del Hijo tiene uno o dos orígenes; pero no vas a escaparte de la condenación si no cultivas los frutos del Espíritu que son caridad, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, mansedumbre, piedad, fe, modestia, continencia y castidad […]. Definamos lo menos posible y en muchos asuntos dejemos a cada uno libre para seguir su propio juicio».

Dicha declaración de tolerancia enlaza con el principal propósito de este interesante, y a ratos apasionante, libro, que retoma con acierto la inseparable relación entre la obra y el talante de Miguel Servet, además de representar un consumado ejemplo de lo que se conoce como historia de larga duración. El mérito y el atractivo de la obra son aún mayores al concentrarse en la vida y la obra de un individuo sin que ello suponga perder de vista la clave panorámica que da sentido al conjunto: una reflexión sobre la libertad de pensamiento desde el siglo XVI hasta nuestros días. En realidad, el libro recoge las intervenciones presentadas al coloquio celebrado en París en 2003 con motivo del 450 aniversario de la ejecución en la hoguera de Servet. Como queda claro en la introducción, no es ésta la primera vez que se conmemora tan lamentable suceso: en 1903, coincidiendo con el 350 aniversario, un grupo de librepensadores planteó en Ginebra la conveniencia de reparar el martirio del aragonés con un monumento erigido en su memoria. A este monumento le siguieron en Francia otros tres más en muy poco tiempo, lo que reflejaba la necesidad de expiación y encuentro entre distintas ideologías en un momento de incipiente secularización. Cincuenta años después, en el cuarto centenario de la muerte de Servet, volvió a celebrarse en Ginebra otro congreso internacional, en este caso sobre la tolerancia. Tras la experiencia de las dos guerras mundiales, la defensa de la libertad de conciencia y la ansiedad por favorecer un clima de ecumenismo y respeto interconfesional era vivida de forma mucho más acuciante y, aunque el congreso no resultó demasiado eficaz en el plano políticoreligioso, al menos sí supuso una importante renovación de los estudios sobre el eterno tema de la tolerancia (destacando los excelentes trabajos sobre Servet y Castellion escritos por el gran pionero de la historia religiosa europea del siglo XVI, Ronald H. Bainton).

En pleno siglo XXI, ante este nuevo aniversario, podemos preguntarnos: ¿por qué precisamente Servet, entre tantos condenados a muerte por herejía, continúa erigiéndose todavía hoy como figura emblemática que obliga a revisitar (¡y revisar!) la historia de las persecuciones religiosas, e incita a replantear una vez más las bases de nuestra civilización? La respuesta no es fácil, dada la enorme riqueza de la personalidad y la obra del aragonés; no obstante, el enigma va revelándose con acierto y sutileza a medida que avanzamos en la lectura del libro. Dividido en cuatro partes, la primera ofrece una revisión de algunos de los temas más polémicos en torno a Servet, entre ellos la interpretación de los diferentes procesos judiciales que le fueron in coa dos antes de acabar sus días en la Ginebra de Calvino (como afirmó Bainton con fina ironía: «Miguel Servet tiene el singular privilegio de haber sido quemado en efigie por los católicos y en persona por los protestantes»). Si normalmente se considera que tales procesos fueron tres (como ha quedado anteriormente apuntado, dos eclesiásticos, abiertos por la Inquisición de Zaragoza y de Vienne, y uno seglar, por el consistorio de Ginebra), la mirada perspicaz y sutil de Marianne Carbonnier-Burkhard propone añadir un cuarto, auténtico «avatar» del tercero: el proceso moral e historiográfico sufrido por Calvino o, dicho de otro modo, el juicio que la historia ha hecho y continuará haciendo de su infortunada decisión. Menos polémicos, pero largamente discutidos, otros aspectos oscuros de la vida de Servet, como su estancia en París o su contribución al «descubrimiento» de la circulación de la sangre, se iluminan desde nuevos presupuestos y pesquisas.

La segunda parte nos lleva directamente al personaje (su psicología, sus ideales, sus fuentes de inspiración, su método, sus aspiraciones). Nada mejor para adentrarse en Servet que el extraordinario capítulo de Rolande-Michelle Bénin sobre los problemas que le ha planteado la traducción de su obra, en la que se conjugan la teología y la medicina con la poesía, la lógica y un intenso fervor religioso, sin que sea posible separar disciplinas diferentes, como tendemos a hacer hoy en día. Al igual que para la mayoría de sus contemporáneos, para Servet todas las ciencias eran trascendentes y servían como medios para acercarse a la divinidad y sus secretos. Sólo desde esa perspectiva es posible entender, por ejemplo, cómo su célebre descripción de la circulación pulmonar de la sangre no ocupa sino dos páginas entre las setecientas treinta y cuatro de su Christianismi Restitutio, ya que lo importante para Servet era la idea de que el alma humana, esa «chispa del espíritu de Dios», residía en la sangre, y que, al moverse, animaba el cuerpo de la misma manera que ella misma era animada por Dios. Como uno de los sabios más notables de su tiempo –el médico Sinforiano Champier, con quien Servet contrajo amistad en Lyon– había afirmado en una expresión difícil de olvidar: sanguis est peregrinus («la sangre es viajera»), lo que suponía una auténtica revolución aplicada a la concepción del alma defendida por Servet.

Dos de los capítulos más clarifi – cadores son los de Bernard Roussel e Irena Backus, quienes nos presentan a Servet como humanista por excelencia, entusiasmado con el ideal de la identificación entre las naturalezas humana y divina, aparentemente tan distantes entre sí. Pese a lo abstrusas que, en principio, puedan parecernos sus disquisi – ciones sobre la Trinidad o la inmanencia, el objetivo de Servet, como buen humanista, no era otro que acercar Dios al hombre, y viceversa; de ahí que, aun admitiendo la existencia de tres personas divinas (Padre, Hijo y Espíritu Santo) en tanto que diferentes manifestaciones y no esencias (definir a Servet como antitrinitario no deja de ser una simplificación), su empeño fuera demostrar en la medida de sus fuerzas y su erudición que la encarnación de Cristo no implicaba una degradación de la divinidad, sino una exaltación de lo humano. Pero precisamente el hecho de que el Dios de Servet fuera plenamente accesible y que sus acciones se explicaran con una terminología médica (Espíritu Santo como alma/sangre; Verbo encarnado como esperma divino, etc.) se consideró extremadamente chocante por los teólogos de su época, tanto del lado católico como del protestante.

De su final en la hoguera (quemado con crueldad deliberada durante más de media hora, utilizando para ello leña verde, y sin serle concedida su petición de ser degollado para no desesperarse en el último momento), poco puede añadirse a estas alturas. Pero ¿qué decir de las secuelas de su obra y del modo en que murió? La tercera parte del libro (que incluye la primera traducción al francés de un expresivo panfleto basiliense publicado nada más producirse la ejecución de Servet en la Ginebra de Calvino) se centra principalmente en la influencia que las ideas de Servet tuvieron ya en su época en grupos como anabaptistas, socinianos o remonstrantes, pero sobre todo en las consecuencias del escándalo de su muerte durante siglos, empezando por la obra de Castellion a favor de la libertad de conciencia que provocó la defensa autojustificativa de Calvino, y continuando con el inspirado recorrido de la editora Valentine Zuber por la vida y la obra del ya citado historiador estadounidense Roland H. Bainton como ejemplo de congruencia personal e intelectual. La célebre frase de Sebastian Castellion («Matar a un hombre no es defender una doctrina: es matar a un hombre»), un auténtico manifesto del derecho a la libertad de conciencia, iba a inaugurar un debate sobre la tolerancia que todavía continúa vigente hoy.

Resulta muy interesante, por tanto, seguir el hilo de esta historia desde el punto de vista de la recuperación o gestión de la memoria, asunto delicado donde los haya, al que se dedica la cuarta parte del libro, quizá la más apasionada y candente, y por eso mismo, la menos imparcial y muy de si gual. Si algo queda claro al lector es que el ideal consistente en releer y rees cri bir la historia con la intención de construir una memoria común que supere las versiones enfrentadas, continúa siendo una utopía en nuestros días. A pesar de los intentos de rehabilitación de los perseguidos, de las peticiones de perdón (como las expresadas por el papa Juan Pablo II en el jubileo del año 2000 que, sin embargo, no condujeron a ninguna revisión judicial o condena retroactiva de los «errores» del pasado); a pesar de los crecientes intentos de diálogo interconfesional, o de la imponente declaración de los derechos del hombre, es mucho lo que queda por hacer. Todavía no se han analizado con detalle algunos de los episodios más do – lorosos, ni se ha revisado en profundidad la actitud de la Iglesia católica o de ciertos líderes protestantes considerados cuasisagrados. Es cierto que las intolerancias de hoy en día tienen poco que ver en principio con la gran corriente de intolerancia religiosa generalizada que condujo a Servet a la hoguera, pero si algo logra este valiente y notable libro es hacernos reflexionar sobre nuestras propias intransigencias.

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