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Michel Houellebecq: El mapa y el territorio

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En principio, este libro (trad. de Jaime Zulaika, Barcelona, Anagrama, 2011) pretende integrarse dentro de la corriente que lleva a la creación de nuevos caminos para la narrativa en el siglo XXI. Hay un interés casi morboso en los círculos literarios por la creación de una nueva narrativa, la cual, por razones que a mi modo de ver están más cerca de la voluntad o la magia que de la exigencia literaria, viene obligada a definirse ante los que se presumen retos de un tiempo nuevo. La relación siglo XXI-revolución tecnológica parece exigirlo imperativa e intempestivamente, aunque la propia evolución de la narrativa no muestre aún otros signos de cambio que no sean las probaturas que nos remiten a una tan ingenua como desfavorable comparación (cuando no al pseudoplagio) con la eclosión de las vanguardias en el primer tercio del siglo xx. El caso es que la voracidad de novedades de los media, el precipitado mandato de ruptura antepuesto a la propia autoexigencia del arte y el afán por ponerse al frente de la pretendida revolución, se parecen más a la ciega carrera de un pollo descabezado que a la dinámica evolutiva de la creación artística.

 
Michel Houellebecq es un escritor que se encuentra situado entre la cotizada figura del provocador, tan celebrada por la burguesía francesa que periódicamente gusta de disfrutar con el escalofrío de la transgresión, y el creador que intenta avanzar esforzadamente por el territorio del tiempo nuevo. El mapa y el territorio es su última novela, con la que ha obtenido el prestigioso Premio Goncourt en su última edición, y la crítica nacional francesa se ha prosternado ante ella.
 
El mapa y el territorio se divide en tres partes. En la primera de ellas se nos cuentan momentos de la infancia, adolescencia y juventud de Jed Martin, un artista plástico que comienza de modo casi casual con la fotografía. Es un tipo aislado al que su padre ayuda en parte a establecerse, un perplejo sin mucho empuje que más parece deber al azar que a sí mismo sus cualidades artísticas. Conoceremos a sus dos primeros y únicos amores: una joven estudiante que se paga sus estudios prostituyéndose y una misteriosa y fascinadora rusa dedicada a las relaciones públicas de la empresa Michelin. Precisamente la dedicación de Jed a fotografiar por secciones mapas Michelin lo convertirá en un artista prometedor, que emprende una aventura empresarial con el patrocinio de Michelin Francia y le proporciona con largueza un medio de subsistencia. En la segunda parte, Jed se ha consagrado como pintor gracias a una serie de composiciones que tienen por tema el mundo de los oficios, cuadros que representan momentos del trabajo de los hombres en la sociedad contemporánea que llevan títulos tales como Ferdinand Desroches, carnicero caballar o Claude Vorhilon, gerente de un bar-estanco, el dedicado a su propio padre (El arquitecto Jean Pierre Martin abandonando la dirección de su empresa) y el que culmina su fama: Bill Gates y Steve Jobs conversando sobre el futuro de la informática. Sus cuadros adquieren un valor fabuloso en el mercado del arte. El único que se le resiste y que señala el fin de esta etapa es Damien Hirst y Jeff Koons repartiéndose el mercado del arte. No es casualidad que se agote su creatividad en la representación de semejante par de embaucadores. En esta parte se produce el encuentro entre Jed Martin y Michel Houllebecq propiciado por otro escritor, Frédéric Beigbeder, escritor y amigo de Houellebecq en la vida real, en el curso del cual Martin manifiesta al desdoblado autor del libro su ferviente deseo de hacerle un retrato. 
 
En la tercera y última parte se produce un cambio. Aparece como caído del cielo un personaje, Jesselin, comisario de policía que investiga la muerte de Michel Houllebecq en su casa de campo, troceado en cientos de pedazos esparcidos por el suelo de la vivienda. El relato se convierte entonces en una especie de intriga policíaca a la francesa de la que no se saca nada en limpio hasta que aparece Jed y comenta que el retrato de Houellebecq que estaba en el salón ha desaparecido, lo cual hace que el comisario dé por resuelto el caso, aunque no así el lector, por más que se arreste a un cirujano y a un bruto (también caídos del cielo) como autores del horrendo crimen. Después, el padre de Jed desaparece porque ha decidido ir a morir en Zúrich en el seno de una asociación para una muerte digna y Jed se retira a la casa de sus abuelos, la restaura por una millonada y con el dinero que le queda se dedica a la creación de imágenes con sofisticados aparatos de vídeo.
 
Como puede apreciarse, la débil línea argumental busca ser una simple apoyatura para encadenar una serie de escenas y consideraciones sobre la vida moderna, que es donde el autor pone el acento. El narrador, una tercera persona, es un fashion victim y, para acentuar tal condición, un name dropper incapaz de mencionar un objeto, sea el que fuere, sin añadir la marca que lo firma. Esta es una decisión deliberada del autor, como puede comprobarse por la abrumadora relación de marcas de todo tipo que inundan la novela, efecto expresivo por el cual se supone que da a entender que vivimos en un mundo sojuzgado por la mercadotecnia, lo cual puede que sea una actitud crítica, pero cuya eficiencia se diluye en su propia redundancia. 
 
Ya desde la estructura, Houellebecq está atacando sin disimulo las formas tradicionales de la novela. No busca una concatenación lógica, lineal o cronológica de acontecimientos, sino que estos se suceden a conveniencia del autor, en la confianza de que las diversas secuencias se relacionen entre sí intrínsecamente. Tampoco respeta la ley de la proporcionalidad, dedicando a cada secuencia la extensión que le apetece y no la importancia que merece respecto de las demás. En otras palabras: prescinde de las justificaciones clásicas para obrar a su antojo. La línea que une las diversas anécdotas y digresiones es la propia voluntad del autor, no la de la novela, pues el autor, en su afán de romper moldes, se pone por delante del libro y el lector debe aceptarlo o retirarse, lo cual plantea un problema: si la pretensión de tal anarquía estructural es la de abrir el relato, paradójicamente impide al lector respirar por su cuenta: solo cabe houellebecquear.
 
Houellebecq es el personaje más importante del libro después de Jed Martin. Si esto es una muestra de egolatría o una estrategia literaria, habrá de decidirlo el lector. Lo que está fuera de duda es que se trata de un acto deliberado de exhibicionismo. He dicho antes que la voluntad del autor se pone por delante de la voluntad de la novela: una novela tiene sus propias reglas y su propia vida, y el resultado final es siempre el de llegar a desprenderse del autor para proseguir su camino con vida propia, lejos de aquel; porque una vez fijado el campo narrativo, el autor ha de atenerse a las exigencias de la novela que él mismo ha creado. El autor crea un artefacto narrativo que acabará por independizarse y que solo respirará cuando los lectores abran el libro y lean. De hecho, cuando un autor da fin a una novela ya está pensando en la siguiente. Houellebecq, más ocupado en sí mismo que en su novela, no permite a esta esa vida propia, sino que la liga a la suya, de ahí que el libro esté tan pegado no solo a la figura del autor y al tiempo del autor, sino a los símbolos cotidianos de la vida del autor. En principio, no tiene por qué ser negativa esta actitud, pero lo que es evidente es su temporalidad. En unos años, las referencias de todo orden que inundan la novela habrán pasado al olvido, es decir, habrán dejado de ser expresivas. Entonces es cuando la novela se la juega de verdad, porque solo si contiene sustancia imperecedera merecerá ser rescatada del tiempo que le corresponde. 
 
«También nosotros somos productos –dice el Houellebecq coprotagonista del libro–, productos culturales. Nosotros también llegaremos a la obsolescencia. El funcionamiento del mecanismo es idéntico, con la salvedad de que no existe, en general, mejora técnica o funcional evidente; solo subsiste la exigencia de novedad en estado puro». En el caso del autor, esta exigencia de novedad se convierte en una especie de obsesión por ser más moderno que nadie y su ruptura con la novela tradicional tiene más que ver con ello que con el descubrimiento de nuevos campos narrativos. Que Houellebecq ni sabe ni está dotado para hacer una novela tradicional es evidente, de manera que su elección es irrumpir escandalosamente en el circo mediático en vez de transformar el género en una opción expresiva diferente. Houellebecq no elige la transformación ni la transgresión porque ambas, aunque de modo bien distinto, exigen tener en cuenta la tradición. Por todo ello, El mapa y el territorio se convierte en un artefacto explosivo que deja de tener consistencia una vez que ha cumplido su misión, que es estallar. 
 
El exhibicionismo adquiere a veces tintes obscenos y, como ejemplo, vaya este texto, protagonizado por el Houellebecq personaje: «¡Amar, reír y cantar! –entonó de nuevo antes de beber de un trago un vaso de vino chileno– ¡Coña de mier! ¡Taberno! ¡Taberno! –añadió con convicción. Hacía ya tiempo que el ilustre escritor había contraído esta manía de emplear palabras raras, a veces en desuso o francamente impropias, cuando no neologismos infantiles al estilo del capitán Haddock. Los escasos amigos que le quedaban, como sus editores, le perdonaban esta flaqueza, al igual que se perdona prácticamente todo a un viejo decadente fatigado». 
 
De hecho, el lector acabará por advertir que está mucho más trabajado el personaje Houellebecq que el propio Jed Martin. Martin está visto desde fuera como un artista del que solo se cuenta la anécdota, pero no el conflicto. No hay conflicto dramático en él, sino el simple relato de una carrera de creador visto desde fuera. ¿Acaso para no hacer sombra al autor? La visión de Jed Martin y su obra es una mera crónica, no una indagación en el sentido del personaje y su arte. Jed es solo el conductor de la obra, el que acompaña al lector como una especie de artista vaporoso, el que lo conduce con buen oficio, el oficio de un maître de un restaurante chic. Su idea del artista se resume en estas palabras: «Ser artista, en su opinión, era ante todo ser alguien sometido. Sometido a mensajes misteriosos, imprevisibles, que a falta de algo mejor y en ausencia de toda creencia religiosa había que calificar de intuiciones; mensajes que no por ello ordenaban de manera menos imperiosa, categórica, sin dejarte la menor posibilidad de escabullirte, a no ser que perdieras toda noción de integridad y de respeto por ti mismo. Esos mensajes podían entrañar la destrucción de una obra, y hasta un conjunto entero de obras, para emprender una nueva dirección o incluso a veces sin un rumbo en absoluto, sin disponer de ningún proyecto, de la menor esperanza de continuación. En este sentido, y solo en este sentido, la condición de artista podía calificarse de difícil. En este sentido también, y solo en él, se diferenciaba de esas profesiones u oficios a los que rendiría homenaje en la segunda parte de su carrera, la que le granjearía un renombre mundial».
 
Quien está sometido a Houellebecq es Jed Martin, de cuya fulgurante carrera conocemos únicamente por encima sus éxitos, mas no la sustancia ni el sustento de estos. El conjunto de la novela, o lo que sea, se manifiesta como una sucesión de escenas desparramadas sin trascendencia alguna; escenas, reflexiones, juegos, piruetas: en definitiva, temas arrojados a puñados sobre un lector que se presume tan ingenuo como los indios que, a pie de playa, aún maravillados por su llegada, cambiaban a los conquistadores españoles oro por bisutería.
 
Y, sin embargo, es justo reconocer que Houellebecq posee una escritura que, cuando decide explotarla, muestra una expresividad realmente subyugante. Valgan como ejemplos el pasaje referente a Geneviève (pp. 49 y ss.); la descripción del ambiente del cóctel en el palacete de Jean Pierre Pernaut (pp. 209 y ss.), donde ofrece una vena satírica divertida y cáustica que hace pensar que otro gallo cantaría si confiase más en su mirada alrededor que en su mirada alrededor de sí mismo; la incisiva y seductora descripción del restaurante de la pareja gay; o los elaborados golpes de humor corrosivo como el que sigue: «Al informarse en Internet había averiguado que Dignitas (era el nombre de la agrupación eutanásica) había sido denunciada por una asociación ecologista local. En absoluto a causa de sus actividades; por el contrario, los ecologistas en cuestión se alegraban de la existencia de Dignitas, hasta se declaraban totalmente solidarios con su lucha; pero la cantidad de ceniza y de osamentas humanas que vertían a las aguas del lago era a su juicio excesiva, y tenía el inconveniente de favorecer una especie de carpa brasileña, recientemente llegada a Europa, en detrimento de la trucha roja y, más en general, de los peces autóctonos».
 
Pienso que si decidiera dejar de mirarse el ombligo y perdiera la obsesión de ser más moderno y provocador que nadie, Houellebecq podría convertirse en ese maestro de las letras francesas que sin duda desea ser.
 

El mapa y el territorio, de Michel Houellebecq, ha sido publicada por Anagrama.

 

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