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Menos utopía y más libertad

MENOS UTOPÍA Y MÁS LIBERTAD

Juan Antonio Rivera

Tusquets, Barcelona

418 pp.

20 €

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El título es la propuesta del autor. Frente a los excesos igualitarios destaca los resultados indeseados que producen, pues «la igualdad, por deseable que sea, no sale gratis, y lo que se pierde al profundizar en ella puede acabar teniendo más valor que cuanto se está conquistando». La demasía igualitaria que no considera ninguno de los costes en que incurre, la contrapone a otra vía, más suave, y sin contraindicaciones, para lograr fines similares, esto es, «un liberalismo igualitario y fraternalista» que pone en primer lugar libertades individuales iguales para todos en el terreno jurídico y político y lo acompaña con una fraternidad con las víctimas de la adversidad que traerá aparejada mayor igualdad económica. Para conseguirlo estima legítimo sacrificar a la corrección de azares infaustos una porción prudencial de nuestras libertades individuales.

Juan Antonio Rivera hace una confesión de su trayectoria personal iniciada como «progre» de manual hasta dejar de ser estéticamente correcto, éticamente correcto y políticamente correcto, a través de un camino en que reconoce la guía de Fernando Savater. La toma de posición no deja paso a la apología del resultado obtenido sino a un análisis cuidado en el que las referencias ocupan cuarenta y cuatro páginas. El libro se define en negativo: «No es un manual de teoría política en que se haya pretendido la imparcialidad y dar a cada opción política un espacio igual a las restantes», y en positivo: «Es una defensa del liberalismo». Sin embargo, prescinde de apología y retórica, evita descalificar otras opciones y explica razonadamente, acumulando enfoques y argumentos.

Así, en la primera parte, «La teoría política con espesantes», el capítulo inicial («De la sociedad cerrada a la sociedad abierta») comienza combinando el enfoque evolutivo, la sociobiología y la teoría de los juegos para ilustrar el modo en que la cálida moral tribal, con su relación cara a cara, debe dejar paso a la sociedad abstracta. Las tres perspectivas cuentan con un ángulo diferente, pero la realidad estudiada es la misma y las conclusiones son mutuamente consistentes. Para completar el panorama, precisa las pautas de actuación cuando se toman decisiones colectivas. En la elección pública se tienen en cuenta las preferencias propias, pero también lo que se considera que pueden ser las ajenas, de manera que al votar se tiene un comportamiento estratégico, pues se prioriza la eficacia del voto por encima de la opción deseada en primer lugar; se sopesa, además, lo que es bueno para uno y lo que es deseable para los demás. En la decisión privada, por el contrario, se usan recursos propios para destino propio y el resultado se busca sin considerar demasiado el impacto en terceros. Cuando se trata de bienes públicos y del papel del Estado como productor y como protector, la democracia es, a través del mercado, la vía para aportar bienes colectivos.

El recordatorio de las diferencias en el enfoque de la libertad es pertinente. La libertad entre los modernos consiste en ceder la representación en el espacio público y reservar un ámbito de plena intimidad protegido de injerencias indeseadas en el plano privado. En los antiguos, siguiendo a Benjamin Constant, tenía otra textura, consistente en el ejercicio del autogobierno.

Mercado y solidaridad responden a realidades sociales diferentes. Cuando se está en la producción directa, esencialmente para el autoconsumo, el otro es el enemigo acechante, la palabra hombre se reserva a la tribu. En el mercado, el doux commerce suaviza las costumbres, la producción sirve a desconocidos y no es la solidaridad, sino el beneficio, el que incita a servir a los demás colmando sus carencias y satisfaciendo sus preferencias. La explicación de que el mercado surge de relaciones espontáneas a través de un proceso evolutivo se hace acumulando enfoques en los que hallan cabida la teoría de la programación de Daniel Hillis o el mecanismo social de descubrimiento expuesto por Hayek y Kirzner.

Rivera no se complace en lo obtenido y revisa los aspectos indeseados, como la actividad de peticionarios de subvenciones y ayudas (en la jerga de la public choice, «buscadores de rentas», esto es, de ingresos no ganados, sino recibidos del Estado) y el derroche de recursos que se genera en el proceso para obtenerlas. Lo compara con el beneficio obtenido satisfaciendo necesidades ajenas y aprovecha para señalar algunas correcciones posibles, como el papel del Estado en la provisión de un metamercado de instituciones que abaraten los costes de transacción, y la realización de una actividad redistributiva que aporta cohesión social, pero que comporta riesgos de ser absorbida por conductas oportunistas.

Rivera es un filósofo. Se mueve con comodidad en el ámbito de la economía o la sociobiología, donde hace incursiones que le sirven de fundamento a otros desarrollos, pero la parte de su obra que más resalta es la de su especialidad, que se inicia con el tratamiento de la dimensión ética en que se mezclan preferencias y metapreferencias y donde la explicación de la caída del altruismo en grupos grandes es especialmente apreciable, como cuando postula el respeto como reciprocidad, siempre exigible, necesitado de amparo político-jurídico y que, siguiendo a Mosterín, más que hacer cosas por el otro, consiste en abstenerse de hacer ciertas cosas contra el otro. En la vida social las normas son un conocimiento común tácito, un saber no consciente ni explícito, pero efectivo. Nos alejamos de la cálida moral tribal y en el camino se ajustan cuentas con el imperativo categórico y la moral kantiana. El aire se hace más ligero, pero sigue siendo respirable. Más allá de la familia y los próximos, todavía tiene vigencia plena la moral del respeto.

Las reminiscencias de la sociedad cerrada son difíciles de erradicar, tanto más cuanto que son ideas de las que no hay consciencia y que se manifiestan en miles de acciones. Las normas son más legítimas si son tácitas, sin que sea preciso conocerlas y discutirlas. Precisamente cuando se discuten se cae en la cuenta de que son prescindibles o sustituibles. Como son subproductos colectivos, no es de esperar que sean muy consistentes entre sí y vulnerables a la «bondad» de las intenciones, que con facilidad llevan al totalitarismo, sinónimo de poder absoluto más anhelo acuciante de realizar un proyecto colectivo. El pluralismo de valores que postula Rawls para facilitar el logro de una unanimidad racional no es fácil de conseguir ni garantiza esa unanimidad que persigue. Sin embargo, cree posible una concepción del bien común que vaya más allá de la visión nomocrática (basada en normas) sin caer en la pretensión teleocrática (orientada a fines) que habría que imponer a toda la comunidad.

La primera parte del libro vuelve a recoger una apreciación que figura en la introducción: «El precio que hay que pagar por tener algo más de bien común es siempre tener algo menos de libertades individuales». Hay un aspecto en que esto es así, el puramente económico en forma de impuestos que financian una redistribución bien gestionada. Por lo demás, cualquier planteamiento que exija ceder en la libertad a cambio de cualquier otra cosa comporta también la renuncia a los medios para defender cualquier otra, no sólo la propia libertad, sino la misma seguridad.

En la segunda parte se defiende, con Popper, la sociedad abierta y se repasan los límites a la justicia distributiva, un ámbito en el que coincide con Rawls. La tercera parte repasa otras visiones, la primera el republicanismo, señalando la masificación de la sociedad como uno de sus enemigos principales, pero no el único. La mano invisible de la economía que ajusta preferencias y ofertas es más bien artrítica en la política, donde la intensidad de las preferencias es muy difícil de aprehender: el ganador se lleva todo, no hay a quién reclamar y hay otras deficiencias de las que la menor no es la cesión de atribuciones estatales a agencias independientes. La segunda y tercera son el multiculturalismo y el nacionalismo. El primero sugiere derechos diferenciados en función del grupo y limita la libertad individual sin que, per se, tenga un valor moral. Frente a este enfoque, duda de que la diversidad cultural sea buena por sí misma y combate que se dé más dignidad moral a la existencia de ciertas entidades o rasgos culturales que a los individuos que las mantienen con vida.

Sobre el nacionalismo y la lengua añade recordatorios pertinentes. La lengua es, antes que otra cosa, un bien de capital, una herramienta de comunicación ante todo, que, como bien de capital cultural, tiende a quedar sujeta a las externalidades de red. Menciona el descrédito entre los etnolingüistas y psicólogos del lenguaje de la hipótesis de SapirWhorf que la presentan como un modo de ver el mundo. Es el nacionalismo el que inventa la nación y no al revés, el que propugna el proteccionismo cultural y genera la dicotomía nosotros-ellos, que se sitúa en las antípodas del planteamiento ilustrado de una naturaleza humana común.

Cuando se ha hecho una elección racional hay motivos que explican el rechazo de lo postergado. Rivera enjuicia más ofertas que aparecen en la panoplia del pensamiento social. La anarquía, el anarcocapitalismo, el anarcocomunitarismo y el libertarianismo se repasan partiendo de considerar el orden social como bien público. El autor muestra en cada caso el respeto que postula como base de un orden social amplio, y que también tiene con el lector con el que dialoga circunstancialmente, recordándole que sabe que está ahí, agradeciéndole sus avances en la lectura y recogiendo algunas preguntas –por si acaso no hubo suficiente atención o perspicacia– y contestándolas.

Antes de concluir dedica un capítulo a los descubrimientos, el derecho de propiedad sobre ellos, la función del mercado como facilitador de su aparición y la apropiación de los rendimientos que producen. Es el capítulo más homogéneo y más vinculado a la escuela «austríaca» en su última fase, desde Rothbard a Kirzner. Aunque comparte buena parte de sus postulados, manifiesta, también aquí, una clara percepción de la fragilidad de cualquier concepción social cuando se acerca a situaciones extremas. Los economistas avezados rara vez hacen que sus gráficos comiencen en los ejes de referencia, pues en esas zonas el vínculo entre variables y resultados da lugar a situaciones extrañas y paradójicas. Con esa delicadeza, incluso un buen enfoque, al llevarlo a sus últimas consecuencias, tiene un rendimiento menor.

El libro acaba con algunas apreciaciones explicadas y una recomendación. Las primeras: la libertad es lo primero, la razón es importante pero limitada y las buenas intenciones no siempre llevan al resultado apetecido. La economía es la respuesta al fracaso del altruismo cuando crece el grupo. La prioridad de la libertad se articula lexicográficamente en relación con la igualdad, esto es, con el mismo criterio con el que un diccionario no da entrada a una nueva letra hasta que se han agotado todas las opciones posibles con las que la preceden. La segunda es que la izquierda, para tener porvenir, ha de ser, antes que izquierda, otra cosa: partidaria inequívoca de las libertades individuales, y abandonar de una vez por todas veleidades nacionalistas, multiculturalistas o incluso republicanas (en la medida en que el republicanismo que tome como referencia sea tan enfáticamente igualitario que desdeñe el precio que, en términos de libertades perdidas, hay que pagar siempre por algo más de igualdad ganada).

Aun con 418 páginas bien aprovechadas quedan cosas en el tintero. Los argumentos pueden completarse considerando las disfunciones de políticas redistributivas basadas en buenas intenciones. El problema del oportunismo, la irresponsabilidad y la negligencia, el intercambio de prestaciones sociales por votos y, en definitiva, la conducta insolidaria, tanto de los opulentos para con los desfavorecidos como la contraria, cuando los beneficiarios de las prestaciones las toman como derecho absoluto sin obligarse a usarlas con eficiencia para salir de la situación de dependencia. La redistribución y la solidaridad son compatibles con la libertad si dejan de ser herramientas para el medro personal. En caso contrario, se produce el trade-off entre ambas, tal como constata Rivera, corroe su solidaridad y le da una presencia deslustrada y sin atractivo. La libertad y la solidaridad, como ocurre con el mercado y la competencia, con la democracia y los valores cívicos, son difíciles de obtener y están siempre en riesgo. El conocimiento de los efectos de los abusos hechos en su nombre, del atractivo de las ganancias obtenidas con su deterioro y de la retórica que las cuestiona en beneficio de intereses individuales es útil para su óptima preservación. Menos utopía y más libertad es una agradable aportación en esta línea.

 

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