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La importancia de llamarse Ernst

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De Saint-Pol-Roux (1861-1940), uno de los poetas más venerados por los surrealistas franceses (Breton le dedicó en 1923 su libro Clair de terre), se decía que cada noche, antes de irse a dormir, colocaba en la puerta de su casa un letrero que advertía: «El poeta está trabajando».

El sueño, junto con la revolución, son las dos grandes obsesiones de los surrealistas. Y el psicoanálisis y la política fueron sólo dos herramientas que utilizaron libremente para llevar a cabo una profunda investigación cuyo fin era cambiar la vida (en el sentido que anhelaba Rimbaud) como paso previo para cambiar el mundo (como expresaba Marx en las Tesis sobre Feuerbach). Sueño y revolución es precisamente el subtítulo de la retrospectiva de Max Ernst organizada por el Moderna Museet de Estocolmo (hasta el 11 de enero) y el Louisiana Museum danés (primavera de 2009), en la que se enfatizan esos dos aspectos en la vida y la trayectoria de uno de los más influyentes artistas de la primera mitad del siglo XX.

Max Ernst (1891-1976) goza en nuestros días de un especial predicamento entre los jóvenes: poeta, dibujante, grabador, pintor, escultor, su multifacética producción y su permanente investigación con nuevas técnicas (collage, frottage, grattage, calcomanía, dripping u oscilación) con que explorar las complejas realidades latentes en el «continente oscuro» del inconsciente, lo hacen particularmente atractivo para una generación cuya educación sentimental y cultural debe mucho a los juegos de ordenador, a la publicidad y a la literatura fantástica. El alcance de esa influencia puede rastrearse también entre nosotros: la muestra antológica que le dedica (hasta marzo de 2009) el Museo Picasso de Málaga y la reciente publicación por parte de Atalanta de sus Tres novelas en imágenes (La mujer 100 cabezas, de 1929; Sueño de una niña que quiso entrar en el Carmelo, de 1930, y Una semana de bondad, de 1934) permiten comprobar la vigencia de la obra del que Giulio Carlo Argan consideraba «el más surrealista de los surrealistas».

Nacido en Brühl, cerca de Colonia (y hoy sede de un museo consagrado a su hijo más ilustre), Ernst se convierte en artista tras abandonar los estudios de filosofía y psiquiatría. Admirador de los expresionistas, el encuentro con Arp y la experiencia tremenda de la guerra fueron definitivos para la fundación (junto con Arp y Baargeld) del grupo Dadá de Colonia, no tan radicalmente politizado como el proespartaquista de Berlín. Ernst utiliza la técnica del collage practicada funcionalmente por los cubistas –y por su admirado Paul Klee– de modo diferente: «no es la cola la que hace el collage», diría más tarde para intentar explicar esa profunda interacción de tradición, onirismo y automatismo psíquico que va a caracterizar su obra primera (a veces en forma de obra colectiva, auténtico antecedente de los cadavres esquis surrealistas). De la evolución de aquellos primitivos collages y de la incorporación de nuevas técnicas surgirán las «novelas gráficas» posteriores.

Tzara, Breton y Éluard le abren en 1921 las puertas del París de la vanguardia. Son los años del Elefante de las Célebes, de la pintura más o menos metafísica inspirada por Chirico y del ménage à trois con Gala y Éluard. En 1924, cuando se publica el primer manifiesto del surrealismo, Loplop –el hombre-pájaro alter ego del artista– ya se ha convertido en una figura clave del movimiento y, de hecho, en el primer pintor que forma parte de su núcleo dirigente, encargado de repartir bendiciones y anatemas y diseñar su línea «política» (lo que no será óbice para que Breton le amoneste cuando acepte colaborar junto con Miró en los bocetos para los ballets de Diaghilev), tal como se reflejaba en el premonitorio lienzo Au rendez-vous des amis (en el que, por cierto, no figura Tzara). De esos años de apogeo y agitación data una pieza tan significativa como La Virgen María corrige al Niño Jesús en presencia de tres testigos (1926). Los testigos son, significativamente, Breton, Éluard y el propio Ernst.
 

Mas allá de la pintura, que es el subtítulo elegido por el Museo Picasso de Málaga para la exposición dedicada a Ernst, ilustra perfectamente el territorio que el artista siempre deseó explorar a partir de esa obsesiva búsqueda de nuevos procedimientos o técnicas que recorre toda su obra europea y americana. En el collage, el encuentro artificial (en el sentido que le daba Lautréamont) de dos realidades extrañas, hacía saltar esa «chispa de poesía» de una nueva realidad visual (y un nuevo significado) que ya no era la suma de las imágenes anteriores. El frottage, que utilizó abundantemente a partir de 1925, le permitía incorporar diferentes texturas frotando materiales diferentes (madera, textiles, tramas) sobre el soporte pictórico o gráfico: las líneas y los dibujos abrían un nuevo continente en el que adentrarse mediante el automatismo y la deriva psíquica. El grattage (raspado), que aprendió de Miró (1927), y la calcomanía (inventada por Óscar Domínguez), utilizados profusamente en su obra de los años treinta y cuarenta, proporcionaban fondos y estructuras de naturaleza inquietante, presencias sin definición en la que lo mineral, lo orgánico y lo líquido se mezclaban moldeando paisajes fantásticos o criaturas insólitas y temibles: un mundo, en palabras posteriores de su amigo Paul Éluard, «donde consentimos todo, donde nada es incomprensible». La oscilación –dejar chorrear la pintura a partir de un orificio practicado en la lata que la contiene– incorporaba la participación plena del cuerpo en el proceso de creación pictórica, algo que comenzó a practicar (con el visto bueno de su esposa Peggy Guggenheim y sus amigos Chagall y Duchamp) a comienzos de su estancia en Estados Unidos, y en lo que se inspiró el dripping de Pollock y los (entonces) emergentes expresionistas abstractos. Por último, las esculturas de la época de Sedona (en Arizona, donde vivió algunos años con su última mujer, Dorothea Tanning, con la que se había casado en una doble ceremonia en la que Man Ray esposó a Juliet Browner), inspiradas en el arte de los indígenas de la zona y para las que incorporó, transformados en bronce, elementos de consumo cotidiano, son un claro antecedente del pop de finales de los cincuenta y de la década siguiente.

En 1954, ya de vuelta a Europa, Ernst recibe el Gran Premio de la Bienal de Venecia, lo que le supone el anatema definitivo de Breton y la expulsión del movimiento del que fue fundador. No pareció importarle demasiado: a esas alturas de su vida, con el «movimiento» hecho trizas, ya sabía que ni la revolución ni el sueño podían inscribirse en un programa, ni siquiera en uno surrealista. Toda su obra sigue gritándonoslo.

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Ficha técnica

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El periodista que leía críticamente los diarios