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Materiales para una modernidad

La sombra del mundo

ANDRÉS SÁNCHEZ ROBAYNA

Pre-Textos, Valencia, 268 págs.

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Poeta, ensayista, traductor, hispanista, Andrés Sánchez Robayna es una personalidad notable en el panorama literario contemporáneo. Muchos lectores ya conocíamos parte de su obra crítica a través de dos libros anteriores, La luz negra (1985) y Silva gongorina(1993). Este nuevo título viene a reforzar la apuesta por un ensayismo creativo, a la vez analítico y reflexivo. Estas nuevas lecturas abordan textos diversos, poéticos (San Juan de la Cruz, Leopardi, Stevens, Tomlinson, Paz, Haroldo de Campos, Aleixandre, Tomás Morales, García Cabrera, Valente), narrativos (Sarduy, Juan Goytisolo), así como la obra plástica de artistas como José Jorge Oramas, RàfolsCasamada, Vicente Rojo, Brossa, Hernández Pijuán, Salvo y José Manuel Broto. Imágenes y palabras que se alían en una vehemente defensa de una cierta modernidad. En primer lugar, quisiera indicar la posible ubicación de La sombra del mundo en la estela o inercia de tres libros fundamentales: Las palabras de la tribu (1971) de Valente, Disidencias (1977) de Juan Goytisolo y Radicalidades (1978) de Pere Gimferrer. Tres libros en los que se diseña, desde el ámbito de una triunfante heterodoxia, una visión corregida de la modernidad literaria en castellano. Tres libros endeudados, huelga señalar, con la labor reflexiva de Octavio Paz. Quienes quieren y pueden verlo, saben ya que este hispanismo corrector, tan elegantemente distanciado de las malezas académicas, no es un margen sino un centro de fecundas irradiaciones. Sánchez Robayna se instala en ese espacio y emite su dictamen amargo contra el gregarismo miope de cierta historiografía peninsular, que se afana en fijar vanas categorías generacionales en lugar de definir las claves reales de nuestra modernidad literaria, necesariamente abierta a Europa y Latinoamérica. Para ello no duda en apostar por una «modernidad postmallarmeana» caracterizada por «fragmentación, metalenguaje, fenomenología textual» (pág. 80). Cierta hegemonía actual de corte neotradicionalista, estaría, según el poeta canario, amenazando este horizonte moderno de materialismo artístico, subversión antiburguesa y exaltación de la palabra, que Mallarmé habría ayudado a levantar y que tuvo su mejor continuidad en las vanguardias, el surrealismo y las tendencias neobarrocas de las últimas décadas. De ahí la necesidad de defender un modelo de poesía para el presente: «Si la función de la poesía es, en nuestras sociedades, y desde Baudelaire, muy otra de la que tuvo en lo antiguo […] su sentido fue interpretado por Mallarmé como, ante todo, una restitución del espíritu órfico, centrado en una radical, irrenunciable "purificación" de las palabras» (pág. 88). O sea, dar un sentido más puro «aux mots de la tribu». Y este radicalismo purificador se descubre en nuestro mejor pasado literario: los polos de la mística y el disfraz, «esencialidad versus proliferación, despojamiento y Barroco» (pág. 78). La solución mística le conduce a San Juan de la Cruz y su «aniquilación del sentido» (pág. 25), le interna en los «silencios» y las «fracturas» (pág. 32) de ciertos versos de Leopardi, le adentra en la «dicción negativa» de los últimos poemas de Aleixandre que arriban «al lenguaje que es, en fin, silencio» (pág. 123), y en «la crítica radical del lenguaje» de un Valente que entiende la poesía como «desposesión radical de la palabra» (pág. 154). Por otro lado, la solución barroca le inclina hacia «la fiesta misma del lenguaje» (pág. 51) y «la palabra profusión» (pág. 57) de las prosas de Sarduy, hacia «la alquimia fonética y semántica» (pág. 82) de los versos de Haroldo de Campos, hacia la multiplicidad fragmentaria de Paisajes después de la batalla de Juan Goytisolo, definida como «composición en mosaico» (pág. 170). Pese a su aparente oposición, estas dos soluciones se integrarían en la certeza pionera de la modernidad mallarmeana. En palabras de Paz: «La poesía como máscara de la nada […] a través del poeta, que ya no es sino una transparencia, habla el lenguaje» (Los hijos del limo, 1974, pág. 114). Sánchez Robayna recuerda el verso de Stevens, «Poetry is the subject of the poem», y con ello insiste en esta condición autoincidente del mejor arte moderno. También la gran pintura no dice más que su materialidad innegociable: «la pintura no tiene más tema que la propia pintura» (pág. 214), «pintura que […] se dice a sí misma» (pág. 227), «el poema objeto de Brossa no significa otra cosa que su sola paradoja material» (pág. 232). Los siete últimos ensayos dedicados a la pintura refuerzan la correspondencia entre el «lenguaje en su materialidad misma» (pág. 77) y la «fiscalidad del mundo» (pág. 156). Originalmente concebidos como prefacios a catálogos, su alejamiento de las imágenes resulta emocionante en su capacidad de evocación de materiales, atmósferas, texturas y colores. Son auténticos y hermosos poemas, similares a las glosas que Valente hiciera a creaciones de T¯apies o las fotografías de Jean Chevalier. La pintura de Oramas le sirve, además, para reencontrarse con su propia condición insular –«la historia del paisaje insular es también la historia del lenguaje insular» (pág. 217)–. Lo insular es así entendido como un momento o lugar de la imaginación: «El sentido o destino de lo insular como una forma concreta de realización de la cultura, esto es, como forma poética, como un modo de conocimiento, y como una raíz espiritual» (pág. 193). También Goytisolo y Valente se han reconstruido, como escritores, desde el locus de la imaginación que levantan los desiertos almerienses. También Gimferrer en otra orilla mediterránea. Extraña periferia, radical y disidente, volcada a las materias, amante de los verbos y las cosas, de qué incierto centro, de qué infausta tribu palabrera… No es de extrañar que la latitud africana de la escritura de Sánchez Robayna encontrase fácil respuesta en los yambos tropicales de un Wallace Stevens sublimado en la Florida, muchos de los cuales ya tradujo en 1980. Su condición insular le facilita el acto de la «transculturación» (pág. 74) que tan repetidamente invoca, muy especialmente como puente entre Europa y América, simbólicamente encarnado en los poemas de Air Born/Hijos del aire, escritos a cuatro manos y dos idiomas entre Paz y Tomlinson, y que se analizan en el ensayo Una casa diurna. Sus excelentes versiones y reflexiones sobre versos de Haroldo de Campos son otra viva muestra de ello.

Es enorme la consistencia que preside esta apuesta de modernidad. Un rigor, no obstante, generador de fortísimas tensiones. En primer lugar, cabe cuestionar la legitimidad de aislar una ruptura como momento de iniciación de la modernidad. El pensamiento que privilegia la ruptura –las revoluciones de Kant y Kuhn, la coupure épistomologique de Caguillem, tomada por Althusser, y sus términos asociados (crise, mutation, décalage…), los relevos de episteme en Foucault– está contaminado, velis nolis, de una dialéctica soberbiamente hegeliana. Aquí el contagio parece proceder de la pasión dialéctica de Octavio Paz, cuyo libro Los hijos del limo simplificó gravemente el origen de la poesía moderna sobre la base de la polaridad analogía/ironía. Un cuento muy hermoso, sí, pero un cuento. En el cual Mallarmé, por cierto, oficiaba de último gran caballero librando sordas batallas contra la nada. La elección de Mallarmé, el poeta más nombrado por Sánchez Robayna, es asimismo problemática. Ives Bonnefoy lo consideraba como «un des fondateurs de notre modernité» («La clef de la dernière cassette», Poésies, 1992, pág. VII), pero conviene corregir: fue el cofundador de una modernidad. Hay muchas otras, algunas con origen en Baudelaire y que no pasan necesariamente por el sonámbulo de Tournon. Otras, las seguras, con origen en Galileo o Hobbes, Jefferson o Kant. Mallarmé fue, como recordaba Blanchot en 1943, un poeta proyectivo, que anunciaba insistentemente «un más allá incomprensible, más allá que representa la gran obra secreta de la que sólo nos ha dejado la ausencia» (Falsos pasos, 1977, pág. 118). Y con ausencias o silencios poca modernidad cabe construir. Así lo supo ver Habermas en su brillante libro El discurso filosófico de la modernidad (1985). El pretendido «destino órfico» que Sánchez Robayna invoca, no deja de ser otra ausencia misteriosa, una manifestación más del «superfundamentalismo» ahistórico del Ser que concluye en lo que Habermas denominaba «pensamiento negado» (pág. 133). Por mucho que Paz insistiera en la importancia de la tradición ocultista en el estallido del romanticismo y la modernidad, suscribo las palabras de Paul de Man referidas a Mallarmé: «Si tuviese que resumir su empresa completa, diría que es el nostálgico pero categórico rechazo de la tentación de lo oculto» (Critical Writings 1953-1978, 1989, pág. 29). Y es que De Man por empresa entiende los poemas, y no las declaraciones del poeta en torno a los mismos. Sánchez Robayna acude con excesiva entrega a las opiniones de poetas y, a veces, demasiado poco a los poemas. La pretendida revolución mallarmeana está más en sus cartas que en sus versos mismos. Y sus juicios poéticos, cabe decir a tenor del inmenso error que cometió con los versos de un poeta menor como Poe, están siempre bajo sospecha. En su ensayo sobre Stevens, tampoco se ciñe el poeta canario a los versos del americano, sino que glosa su pensamiento. La poesía de Stevens, bien comprendida, no es sino un inmenso triunfo de la palabra frente al silencio. Un triunfo más sonoro, y quizás más moderno también, que el de los astutos fragmentos de Pound. Sánchez Robayna parece medir la calidad de una obra poética en base a dos parámetros: su voluntad constructiva y su organicidad progresiva. O sea, constructividad reflexiva y autocrítica y concepción de progreso y conjunto. Así se entiende que la presunta modernidad mallarmeana pueda legitimar la obra de poetas como Guillén, menor respecto de poetas logrados como Lorca o Alberti, o como Bunting, menor respecto a otros como Heaney o Hughes. No es la reflexión poética la que hace la modernidad poética, sino la excelencia del poema que ha sabido absorber su reflexión desde la amnesia voluntaria, la ironía o la hipérbole. A Lorca o Stevens, por ejemplo, poca falta les hacía opinar. Otro problema emerge cuando se apela a la destrucción del sentido como índice de calidad poética. Cuando el poeta canario se enfrenta a San Juan de la Cruz, sorprende que no cite ni un solo verso en una discusión sobre el lenguaje de su poesía. En la versión original anotada del ensayo, cita sólo del prólogo a la «Declaración» del Cántico Espiritual, en el que afirma que no «hay para qué atarse a la declaración; porque la sabiduría mística no ha menester distintamente entenderse para hacer efecto de amor». Lo que San Juan niega es la comprensibilidad de la declaración, de su propia exégesis atolondrada, y no de las canciones, cuya confusión es la propia del amor o inteligencia (mística o no) que las inspira. En este sentido, el poeta carmelita no hace sino acogerse a dos tradiciones clásicas: el artificio de la occultatio, en este caso pudorosa y retroactiva, que define la Retorica ad Herenium (IV.37) como «est cum dicimus nos praeretire, aut non scire, aut nolle dicere id quod nunc maxime dicimus», y el topos dantesco de la ininteligibilidad de un amor que contagia al dicho de amor, ese «e vorrei dire, e non so ch'io mi dica / così mi trovo in amorosa erranza» que recorre La Vita Nuova y que estalla en todo poema de influjo petrarquista, incluidos muchos del quinientos hispano. Baste pensar en el «de tanto bien lo que no entiendo creo» garcilasiano, pues lo que no entiende es precisamente «cuanto yo escribir de vos deseo». La gran poesía occidental nace con el estigma de su última incomprensibilidad. San Juan no es una excepción, ni una fisura, ni una ruptura. Es sencillamente mejor poeta. Si extremó sus cautelas exegéticas fue porque usó su poesía para fines extrapoéticos. No es útil, creo, sobreponer una versión laica y supuestamente moderna de esos fines –lo «espiritual poético» (pág. 24)– con el fin de desdecir unos poemas que saben decirse solos. Ciertamente tampoco es Barthes el crítico más indicado para hacer hablar a las liras del santo. Por otro lado, Sánchez Robayna incurre en ciertas contradicciones cuando, frente a este abandono del poema, decreta en dos ocasiones la necesidad de que sólo el poema diga su sentido (págs. 118 y 205). Es, en definitiva, el estigma de la excepcionalidad (de Mallarmé o de San Juan) lo que incomoda, pues desprecia, desde las atalayas de un enigmático espíritu, las continuidades de la materia histórica. Y la escritura es parte de esa materia. De ahí, por ejemplo, que resulte algo apresurada la fascinación ante el concepto de neobarroco, pues se vuelve a invocar el fantasma de ese barroco transhistórico que tanto asustara a Anceschi o Maravall. Las materias de la historia (los géneros literarios, las ideologías, los apestados y las rosas) están ahí para algo. No basta la elementalidad de una fórmula jakobsoniana, en virtud de la cual la función poética «fomenta la palpabilidad de los signos», ni la geometría de un postulado formalista, en virtud de la cual el discurso poético cancela la instrumentalidad del lenguaje común, para construir una imagen formalista de lo literario e identificar modernidad en las trastiendas premodernas de la historia. Especialmente cuando se perfora bruscamente el materialismo, la inmanencia del signo, desde una apelación constante a la profundidad, al abismo, a lo sumergido, lo órfico, el silencio, la inminencia de la nada. Esta modernidad, mal entendida, corre el riesgo de perderse en los precipicios de su mística autenticidad (la «Eigentlichkeit» que Adorno despreciaba), de resultados tan nefastos para este siglo. Otra modernidad, la de las constituciones y los derechos humanos, se hace con palabras enfrentadas a la nada o a las complicidades del silencio. La poesía, ese trozo de irracionalidad, es en el fondo algo esencialmente antimoderno, aunque no por ello deja de ser mercancía burguesa. Lo moderno es saber resistirla, preferiblemente desde ella misma. Admirable conjunto de ensayos, en definitiva, porque nos permiten pensar y revisar. Especialmente entre tanto ruido posmoderno.

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