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Mateo Luján: Guzmán de Alfarache

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El concepto de «clásico» como modelo a imitar por su superior jerarquía artística es muy antiguo. Sobre él han dicho cosas muy interesantes Azorín, Borges o Steiner. En su breve ensayo «Por qué leer los clásicos» –incluido en el libro del mismo título-, Italo Calvino expone hasta catorce definiciones de lo que puede considerarse un clásico, que sintetizan con brillantez casi todo lo que cabe decir sobre el asunto. Algunas definiciones son bastante irónicas, como: «esos libros de los cuales se suele oír decir Estoy releyendo… y nunca Estoy leyendo…»,o «una obra que suscita un incesante polvillo de discursos críticos que se sacude continuamente de encima». La riqueza espiritual que los clásicos proporcionan, su influencia concreta en la memoria personal y colectiva, la iluminación o descubrimiento que producen, lo inagotable de sus significaciones, la huella que van dejando en el lenguaje o en las costumbres,su frescura, su evidente preeminencia entre los demás libros, el mantenimiento de su voz ante el «ruido de fondo» de la actualidad, serían otras de las características de los clásicos apuntadas por Calvino. Todas estas definiciones contemplan a los clásicos como supervivientes de altísima calidad, de valor excepcional, dentro de su especie. Y desde esa mirada admirativa podría añadirse algún matiz más, por ejemplo que un clásico es aquel libro que, apesar del tiempo transcurrido desde su escritura, sigue manteniendo valores que estimulan con fuerza nuestro interés estético, sentimental o moral. A la vista de tanta descripción elogiosa, aparece nuevamente editada, en una publicación no dirigida al estricto círculo académico, La segunda parte de la vida del pícaro Guzmán de Alfarache del apócrifo Mateo Luján de Sayavedra, que no parece cumplir ninguno de los requisitos de los clásicos, ni está claro en ella «el previo fervor y la misteriosa lealtad» delas generaciones sucesivas de que hablaba Borges para caracterizarlos, y hasta se hace difícil imaginar a través de qué cauces verdaderamente literarios puede estimular con vigor el placer estético, la emoción sentimental o la enseñanza moral.

 Ya en la Segunda Parte del verdadero Guzmán de Alfarache, Mateo Alemán confiesa que «por haber sido pródigo comunicando mis papeles y pensamientos, me los cogieron al vuelo. De que,viéndome, si decirse puede, robado y defraudado, fue necesario volver de nuevo al trabajo». También en ese libro se hace público el nombre del ladrón y defraudador: «Llamábase Juan Martí. Hizo del Juan, Luján, y del Martí, Mateo; y volviéndolo por pasiva, llamóse Mateo Luján. Desta manera desbarró por el mundo». El usurpador del «ajeno discurso» fue madrugador: la Primera Parte del Guzmán apareció impresa a finales de1599, y la Segunda Parte apócrifa se publicaría en 1602, sólo tres años mástarde. En el caso del Quijote, la fraudulenta continuación del tordesillesco autor esperó para perpetrarse muchos más años, ya que la Primera Parte del Quijote auténtico había aparecido en 1605, y la de Avellaneda lo hizo en 1614. El caso es que, a pesar de todo, podemos releer con provecho el Quijote de Avellaneda, aunque el ingenioso hidalgo quede convertido en un loco vociferante, y Sancho Panza en un estúpido tragaldabas –ambos torpes remedos de los genuinos–, ya que su lectura es muy reveladora para comprender cabalmente la Segunda Parte del Quijote cervantino, y la propia historia que nos relata el autor resulta divertida, conciertos guiños eróticos inimaginables en el Quijote verdadero y hasta un personaje, la rijosa «reina Cenobia», muy próxima al mundo de la picaresca. Sin embargo, es dudoso que la lectura del Guzmán de Alfarache de Mateo Luján, que, al parecer, en su época superó en éxito al propio original –demostración venerable del criterio azaroso del lector de best-sellers–pueda hoy servir para algo, más allá de la pura investigación histórica y filológica.Con esto no quiero criticar la edición de David Mañero Lozano, que, desde su propósito de «tratar exhaustivamente los problemas de edición y anotación del texto», consigue dar interés a una obra que lo tiene en muy escasa medida. Es más, creo que las meticulosas notas del erudito editor, fruto de una tesis doctoral, son lo más jugoso del insípido libro. Puede aducírseme que el Guzmán apócrifo también ilumina la Segunda Parte del verdadero, pero esto es cierto sólo en aspectos muy poco significativos: en lo que respecta a los comentarios que Mateo Alemán hace sobre el ladrón y defraudador, y en lo que afecta al personaje Sayavedra, réplica brumosa de Luján Sayavedra, a quien acaba eliminando, haciendo que se suicide. No creo que entendamos mejor la Segunda Parte auténtica del Guzmán por haber leído la Segunda Parte apócrifa.

De todas formas, tampoco el verdadero Guzmán de Alfarache, que tantos ríos de tinta ha hecho fluir, puede compararse como artilugio narrativo con otros «clásicos» como el Lazarillo, por ejemplo, y mucho menos con el Quijote. Solamente la fruición que, sin duda, siguen despertando las abundancias y espesuras barrocas, y el extraño atractivo de esa especie de continuo y deforme flujo de conciencia que lo compone, moviéndose continuamente entre lo sublime y lo degradado, hace que el libro se mantenga vigente para ciertos lectores,aunque necesita un centón de notas a pie de página para ser cabalmente comprendido por aquellos que no sean expertos en su época. (Por eso llama la atención que pueda ser publicado sin anotaciones, como ha hecho la Biblioteca Castro –siguiendo, por otra parte, sus normas habituales–, en lostres tomos que por ahora ha editado sobre la novela picaresca (2005 y 2007), pues a pesar del inteligente y clarificador prólogo de Rosa Moreno Durán, a un lector no especializado, aunque no sea del todo ignaro, le será difícil entenderlo. Por cierto, en la edición de la Biblioteca Castro se reúnen el Lazarillo y el Guzmán verdadero (tomo I); el Buscón, la Primera Parte del Guitón Onofre y este Guzmán apócrifo poco digno a mijuicio de estima (tomo II); La pícara Justina y La hija de Celestina(tomo III), pero todavía no han aparecido ni El castigo de la miseria de María de Zayas Sotomayor, ni el Estebanillo González, ni otras obras que lo merecerían mucho más que el libro de Luján).

El Guzmán de Alfarachede Mateo Luján, nació sin duda bajo una estrella afortunada. Como el modelo que el plagiario sigue es el de Alemán, intenta repetirlo del modo más ajustado, y alterna las peripecias del personaje central con los discursos de carácter ejemplarizante y moralizador. El Guzmán originario, auténtico, ofrece sobre todo la gracia de su lenguaje y las imágenes verbales que a menudo resplandecen en él, con una naturalidad y finura que cautivó a renombrados estilistas, como Gracián, y una tenebrosa consideración del ser humano, pero de la construcción del protagonista habría mucho que hablar, sobre todo a la luz de ese pícaro inmortal que es Lázaro deTormes y a la de esos otros dos contemporáneos que fueron Don Quijote y Sancho, que de verdad pertenecen con todo derecho a la galería de los personajes inmortales de la literatura. En el caso del verdadero Guzmán de Alfarache, pienso que el personaje nunca termina de perfilarse del todo, y resulta en toda la obra mucho más vigoroso el entorno en el que se mueve que él mismo. Tal vez sea ese rico panorama social lo que, sobre todo, ha podido atraer la atención de prestigiosos especialistas, pues, por lo que toca al personaje desde una vertiente específicamente narrativa, lo que vamos conociendo de él, brumosamente, es que se trata de un vago con progresiva adicción al hurto y al juego, que sólo cuando, casi al final de la Primera Parte, se siente tan herido en su orgullo que afronta el fingido despido del cardenal con la decisión de no volver, o cuando, ya avanzada la Segunda Parte, perdido todo sentido de la decencia, actúa como chulo de su mujer, cobra cierta relevancia psicológica. Además, las frecuentes digresiones perjudican de modo notable el movimiento dramático de la obra, aunque algunos estudiosos lo hayan querido justificar pretendiendo que tal discurso consolida el personaje. Claro que ha habido otros que, desde la perspectiva de la condición de cristiano nuevo que tenía el autor –un antecesor suyo había sido quemado por la Santa Inquisición–, han llegado a plantear que todo el discurso moral de la obra no es más que un gigantesco sarcasmo, incluso sacrílego, y también hay quienes, muy al contrario, aseguran la sinceridad y grandeza de tal discurso. De modo que los añadidos discursivos, que arriba he llamado «monstruoso flujo de conciencia», son muy ambiguos respecto a la conformación del personaje, y no hay duda de que afectan negativamente a la ficción literaria a la que pretenden servir de vehículo. Incluso hubo épocas en las que tales exordios morales fueron eliminados –con brutal amputación del libro, naturalmente– para que el lector pudiese seguir sin obstáculos las aventuras del personaje. Lo cuenta Enrique Miralles García en su excelente prólogo a la edición del Guzmán genuino de 1988: la traducción francesa de Le Sage de 1732 expurgó el libro de los discursos interpolados, reprochando al autor «cortar continuamente el hilo de las aventuras de su héroe para enredarse en largas disertaciones moralizantes», y Leandro Fernández de Moratín preparó una edición bajo el mismo criterio, «suprimiendo en él las digresiones largas y enfadosas que lo hacen acada paso insufrible» edición que, «por suerte», matiza Miralles García, no llegó a imprimirse.

Hay que decir, no obstante, que las interpolaciones moralizantes y discursivas del Guzmán auténtico son, en general, coherentes con el desarrollo de la obra, e incluso que hay algunas deliciosas, como esa «historia de los dos enamorados Ozmín y Daraja» que, en sus enredos y engaños, replica con certeza el tema central del libro. En el Guzmán apócrifo la repetición del modelo, a falta del indudable talento de Alemán, construye una obra mucho más enojosa en cuanto a las interpolaciones discursivas –que casi siempre son gratuitas, sin relación profunda con el desarrollo de la historia, y que además, como señala Mañero Lozano, están casi todas trasvasadas de fuentes ajenas– y mucho más endeble en lo que se refiere al redondeo del personaje. Hasta en lo que se refiere a la estructura, el Guzmán apócrifo se divide en tres libros de ocho, once y once capítulos, respectivamente, mientras que el verdadero tiene ocho, nueve y nueve.

En el Libro Primero el personaje deja al embajador de Francia, a quien había quedado sirviendo en la Primera Parte del Guzmán verdadero, se va de Roma después de que unos pícaros le roben la ropa, y en el viaje conoce a un clérigo que cuenta la historia prolija y sosísima de un duelo entre nobles no realizado. Ya criado del clérigo, Guzmán hace un encomio de España que ni viene a cuento ni se corresponde demasiado con el personaje; y así va transcurriendo el libro: se suceden las aventuras del pícaro, en general poco graciosas –lo hacen mayordomo, se vuelve mujeriego, lo encarcelan…–, contadas con un lenguaje que es un reflejo muy pobre del de Alemán, y van alternándose reflexiones piadosas, disquisiciones sobre las mujeres, sobre la condición humana, sobre los pleitos, ninguna especialmente digna de recordación. En el Libro Segundo, Guzmán vuelve a España, cocinero, y el desarrollo de los temas centrales, la pobreza fingida para ejercer la mendicidad, lo que pudiéramos llamar ciertos ámbitos académicos de Alcalá de Henares, y la vida de los «galanes de monjas», interpolados de tediosas consideraciones, no tiene otro interés que el meramente sociológico, y además las disquisiciones sobre la nobleza de Vizcaya y los vizcaínos que van extendiéndose hasta concluir esta parte son tan incoherentes con el asunto principal como engoladas y soporíferas. El Libro Tercero, pretendido «discurso del viaje a Valencia» –digo pretendido, porque apenas habla de ello, lo que sería excusable si contase a cambio algo interesante–, arranca con otro pomposo «discurso de la vanidad», sigue atacando a las mujeres y a los lujuriosos, habla de los vicios de quienes «no quieren escarmentar en cabeza ajena», hace un repaso crítico de algunos oficios y condiciones sociales, todo ello siempre con cierto aire empalagoso de clérigo rancio. En esta parte sorprende un fragmento que sobresale de los otros por su viveza literaria: el capítulo III, «En que Guzmán cuenta un suceso del Prado…», el encuentro con una mujer y lo que sigue, pero muy pronto Luján nos decepcionará nuevamente, metiéndose a discursear sobre adivinos, astrólogos y gentes similares, antes de echarnos un sermón abrumador sobre la ambición y el valor de ciertas mujeres. Los nuevos empleos de Guzmán no moverán demasiado la historia, pero fomentarán nuevos discursos incrustados de forma penosa: la plática frailuna que llevará a Guzmán a ponerse los hábitos antecede a una diatriba sobre las maldades de los libros y del teatro, y un Guzmán que ha dejado el convento para hacerse cómico llegará por fin a Valencia, entre soserías y robos de capas, para hacer, con pelos y señales, la crónica plana y cargante de la entrada de la reina Margarita de Austria en Valencia. En el último capítulo Guzmán narra el suceso de su captura y cómo fue llevado a galeras, antes de amenazar con escribir la tercera parte de su historia. Menos mal que nunca lo hizo.

La historia de la supervivencia de esta Segunda Parte apócrifa del Guzmán de Alfarache parece propia de un relato fantástico, o al menos «metaliterario» y hasta «metapicaresco»: cómo una impostura, un plagio burdo, se mantiene a través de los siglos por el puro reflejo del vigor del original, sin que ni la justicia poética ni el buen gusto lo hayan condenado al ostracismo.

De manera que este libro permite reflexionar sobre la verdadera naturaleza de los clásicos, para llegar por lo menos a dos conclusiones: que, al parecer, pueden ser incluidas entre los clásicos obras que ni son modélicas ni tienen superior jerarquía artística; y que, parafraseando a Calvino, a veces adquieren la condición de clásicos libros que siguen cargándose de un polvillo crítico que no sólo nunca se sacuden de encima, sino que los hace engordar y adquirir apariencia de cosa viva y valiosa.

Falsos clásicos, o como mucho adventicios, al menos en el reino de la literatura, aunque tal vez merezcan serlo de pleno derecho en el de la sociología. 


Segunda parte de la vida del pícaro Guzmán de Alfarache. Edición de David Mañero Lozano. Cátedra, Madrid, 2007.

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