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Fragmentos de un libro futuro

JOSÉ ÁNGEL VALENTE

Galaxia Gutemberg/Círculo de Lectoers, Barcelona, 112 págs.

Anatomía de la palabra

JOSÉ ÁNGEL VALENTE

Pre-Textos, Valencia, 284 págs.

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Fragmentos de un libro futuro consta de 92 poemas ordenados cronológicamente desde enero de 1991 hasta mayo de 2000. Muchos ya habían visto la luz en revistas, en antologías o en la entrega anterior titulada Nadie (1996). La estructura del libro es la de un cancionero abierto, al modo de Unamuno. Las citas que abren el libro, de Arnaut Daniel y Juan Ramón, nos recuerdan la tradición a la que Valente pertenece: la escritura lírica romance. Decía Contini en su exégesis de las Rime de Dante (libro de fragmentos y starvaganti) que «todo estilista es un atemático». Y Valente, estilista puro, es un atemático radical. No nos engañemos. Los temas de Valente (el silencio, la nada, el origen, el centro, la palabra precisa) no nos sirven para entenderlo. Es como querer comprender a Melville desde la cetología o a Rubén desde la heráldica. Valente es un lírico, un mélico, como lo fue Ariosto para Croce. Comprender fragmentos de Valente exige abrirse a un espacio de escritura, fundado por los provenzales, por Dante y Cavalcanti, y consolidado por esos Rerum vulgarium fragmenta de Petrarca (su Canzionere) que Santagata ha hecho bien en redefinir como frammenti dell'anima. Un espacio que tiene en Juan Ramón y Lorca los dos inmediatos precursores fuertes de Valente.

El primer poema del libro se rescata de la serie Treinta y siete fragmentos (1971), aunque mejor hubiera sido colocar un verso de su poema «Albada»: «fragmentos de mí mismo naufragados». El segundo poema es una versión de un poema chino, «Preguntas a un emisario». La tradición oriental atrae, no sólo por su minimalismo estético, sino por la fenomenología de la espera (anímica) que estos poemas suelen escenificar. El Pound de Cathay era el mismo que veneraba a Arnaut y Cavalcanti. Son varias la versiones de poemas orientales, de Takuboku, Wang Wei, Li Po. La primera, espléndida («Detrás de la biblioteca escuela / aparecían en otoño flores amarillas / cuyo nombre aún igonoro»), nos sitúa en la estación repetida de estos fragmentos: un otoño inquietante. Fragmentos de un discurso –también amoroso– arrojados a este tiempo y a un espacio complejo, aunque con geografía insinuada: Almería, Galicia, Granada, Alemania, Italia, Ginebra, Chile… Algunos fragmentos exhiben la técnica ekfrástica (ut pictura poiesis) retomada por el barroco y los metafísicos ingleses (upon the picture). Paolo Ucello y Egon Schiele proporcionan el soporte visual a dos sensacionales fragmentos. El primero describe el San Jorge conservado en la National Gallery, aunque Valente no acierta «cómo se pinta un dragón», pues en el otro, el conservado en París (Musée Jacquemart-André), donde la sangre «tiñe tierno el verde de su piel». El tercer fragmento del libro, en prosa rigurosamente poética («Este sueño, que acabo de soñar, y en cuyo tenue borde te hiciste no visible, limita con la nada»: endecasílabo, alejandrino, heptasílabo), toca una nota léxica central, el borde o umbratilidad, ya apuntada con la cueva del dragón. Nota que estalla en un poema singular, «Rue du Dragon», en el que se rompen los términos (de la vida, over- / lapping, borde/ando el límite impreciso en donde») con doble finalidad, fonética («borde» es casi «over») y sintáctica, al generar la nueva oración: «ando el límite…». Acrobacias bilingües del único de nuestros poetas recientes que es (creo que lo dijo Siles) totalmente europeo. Pero de tradición romance, prosódicamente italianizante, al modo de su maestro Juan Ramón.

El endecasílabo que abre el poemario, «Dios del venir, te siento entre mis manos», es el comienzo de Animal de fondo, libro, junto con Espacio, del que Valente no logra escapar. Así, el magnífico fragmento titulado «Vacío» contiene dos versos («Hay un eco infinito en los vacíos / desvanes tristes de la infancia perdida») que son una reescritura del fragmento segundo de Espacio, a su vez una desviación juanramoniana del «Intermedio» de Lorca: cangrejos, desvanes, niños perdidos, huecos vacíos. Valente siempre refutando las expansiones anímicas de Juan Ramón. Frente al triunfo de «Soy animal de fondo», esta retracción genial: «y todo se detiene y yo soy solo / el punto o centro no visible o tenue / que un leve viento arrastraría». El adjetivo leve se repite mucho en esta escritura de Valente. Levis aparece dos veces en los Amores de Ovidio para aludir al estilo elegíaco-amoroso. Quintiliano (Institutio Oratoria, VIII) proclama la dignidad del ornatus (estilo) levitatem. Garcilaso lo sabe (arracima equivalentes: sotil, delicado, presto, distinto, suelto, puro), y de ahí al leve abanico de Rubén. Y de ahí a la apología que Calvino, apoyado en Dante, Cavalcanti Valéry («il faut être léger comme l'oiseau»), hiciera de la levità. Valente –va lento: al viento: levemente: leve viento– es un modernista tardío. Su ontología del desasimiento («no tener asidero en tanta sombra») eckhartiano (Abgeschiedenheit) y molinosista, su poética de la retracción, no es más que una transferencia, al plano léxico-semántico, de una pura obsesión estilística. Hasta ese léxico asociado, que tanto abunda en estos fragmentos (deshacimiento, impresencia, desengendran), concurre por su sonoridad singular. Por no mentar su linaje: disfatti (Dante), deshago (Garcilaso), undone (Eliot), improducido (Vallejo). No hay que hacer teología para entender a Valente. Basta con la filología. No importa el verbum absconditum, la inencontrable palabra precisa. Importa, mucho más, la encontrada precisión de sus palabras. Las sonoridades y ritmos asombrosos de este lírico estallan en fragmentos, aparentemente en prosa, como Cabo de Gata, hecho de endecasílabos y heptasílabos (en ocasiones formando alejandrinos). La aritmética final (11+14) permite esa joya: «Y el vacío de todo lo creado envolvente, materno, como inmensa morada». En claro homenaje a Jabès ( Je bâtis ma demeure), Valente reconoce que su poética es levantamiento de moradas, es actuación (no inacción), es palabra como lugar erigido («a local habitation, and a name» que diría Shakespeare o «in sonnets pretty roomes» que diría Donne), pese a su brevedad: «Efímera / construyo mi morada». En ocasiones con materiales ajenos. En el fragmento final, dedicado al herético Bruno (cuya vida y doctrinas le inspiraron el libreto de una ópera), Valente le roba un verso a Alberti: «Pero tú aún ardes luminoso» rehace «arde Giordano Bruno todavía». El final de «La nada» altera un verso de San Juan: «que llevo en mis entrañas dibujados». Quevedo resuena en «porque nadar aún sabe el agua fría». Dos ovidianos versos de Spenser, el Ariosto inglés («One day I wrote her name upon the strand / but came the waves, and washed it away») resuenan en el fragmento: «Llorar por lo perdido cuando no deja huella el pie en la arena que no sea borrada por la cierta sucesión de las aguas». Los espléndidos versos «Me he perdido / con el aire en las bóvedas tan bajas / de un cielo que, piadoso, me disuelve» mezclan y disuelven tres de Lorca: «Me he perdido muchas veces por el mar», «Yo quiero ser el viento que se quede sin valles» y «y los arcos rotos donde sufre el viento». La eufónica vibración de «Inminencia del plenilunio» (grande, redonda, carnal, creciente, vientre, propia, entraña, arrebata, permanece, siempre, perpetuamente derramada madre, reaparece, duradera…) es un eco de la luna líquida y bilabial de Leopardi (graziosa, rammento, sovra, rimmirarti, rischiari, tremulo, travagliosa, ricordanza, noverar, grato, memoria, rimembrar, triste, duri…). Los versos «Bajamos lentos por su lenta luz / hasta la entraña de la noche» rehacen la proeza de Virgilio: «Ibant obscuri sola sub nocte per umbram». Los versos «veo pasar la sombra que me lleva, dime / ¿se irá con ella tu indeleble memoria?» perpetúan una antigua melodía fonoléxica (sombra, nombre, memoria, sombra, nom, ombre, mémoire) de enorme productividad lírica e implicaciones radicales. Piénsese en el poema de Mallarmé «sur le bois oublié quand passe l'hiver sombre», tan magníficamente leído por Cuesta Abad. Los versos «y sentir que el espejo / no refleja mi rostro» retroceden al imposible sujeto lorquiano de «Vuelta de paseo»: «tropezando con mi rostro distinto de cada día». En otro fragmento encontramos «Depón tu rostro / que ahora desconoces», y el desconocimiento no es sólo meta mística, como el Unwissenheit de Eckhart, sino fundamento de la levedad.

Lorca reaparece («y el mar recordó ¡de pronto! / los nombres de todos sus ahogados») en esos «cuerpos de los ahogados en la mar meditan». El cierre de «Desde el otro costado» («El mar, el tiempo, alrededores de lo que no podemos medir y nos contiene») rinde homenaje la divino Aldana («O quede aniquilada y destruida / cual gota de licor que el rostro enciende / del altísimo mar toda absorbida»), y al Marvell de «The Garden» («The mind, that ocean where each kind […] Annihilating all that's made / To a green thought in a green shade»). Valente cita explícitamente este último verso al comienzo de «El bosque». Aunque el mar de Valente no es otro que el de los primeros versos del Diario de un poeta recien casado: «Aun cuando el mar es grande…». Y sus aniquilaciones, amén de molinosistas, comparten territorio con las de Celan: «Eins und Unendlich / vernichtet». Cuerpos que se consumen («y consumirte lenta / en el perfil del aire») en clara sintonía prosódica con el Cernuda de Perfil del aire, «Señor de la distancia y lo imposible», otro leve admirado a quien dedica un poema. «Orillas del Sar» rinde homenaje a Rosalía, de quien reaprendió la dignidad (minimalista, expresionista) de la canción medieval. Otro fragmento sensacional titulado «Lotófagos» nos lleva a Homero vía Tennyson («Give us long rest, or death, dark death, or dreamful ease») y vía Gimferrer, porque «si pierdo la memoria…». Y Valente resuelve, «Perdimos la memoria», para luego implicarnos en su pureza, en una apoteosis de levedad fonética: «Un leve viento cálido viene todavía desde el lejano sur». Los versos «No sé si salgo o si retorno. / ¿Adónde? / El fin es el comienzo» recuerdan al Eliot de los cuartetos, lector de nuestros juanes quinientistas, Yepes y Valdés: «In my beginning is my end». Insigne poeta de la levedad, Valente llama a Celan «prestidigitador del aire», y nos recuerda que toda ligereza puede emerger de una emboscada léxica.

El libro Anatomía de la palabra es, en realidad, tres libros. El primero es una valiosa antología de poemas preparada por el propio Valente. El segundo es un conjunto heteróclito: una interesante entrevista al poeta realizada por Nuria Fernández, editora del volumen, siete ensayos desiguales sobre la obra de Valente, y una hermosa carta de Lezama Lima al gallego. El tercero es una muy exhaustiva bibliografía de la obra de Valente y de la crítica sobre esta obra. Lo más valioso de todo el conjunto es, claro está, la antología. Con todo, la mejor antología de Valente es su poesía completa. Pocos poetas hispanos de este siglo toleran esta ecuación. De ahí que de todas las antologías de su obra (las preparadas por Ullán, Ancet, Real Ramos, Sánchez Robayna), la mejor sea la de Sánchez Robayna, no sólo por el tino en la selección, sino porque es la más amplia. De los ensayos destacan los de Luis Alonso Schöckel y Juan Goytisolo, quienes rastrean analogías figurativas en las tradiciones hebrea y sufí, respectivamente. Claudio Rodríguez Fer describe algunos hitos de la trayectoria poética de Valente. Fernando García Lara rescata la vigencia de un libro decisivo, El fin de la edad de plata. El texto de Sánchez Robayna es inoportuno, pues es la presentación de otra antología. Los textos de César Real Ramos y José Luis Pardo son sugerentes pero pecan, a mi juicio, de mimetismo teórico. Se apoyan demasiado en las ideas del propio Valente, lo cual es un mal compartido por la industria (a veces comparsa) exegética montada en torno al poeta. Lorca y Vallejo han sido durante demasiado tiempo nuestros poetas tontos, aplastados por dos losas absurdas, el infantilismo y el indigenismo. Sonoros pero tontos. Valente es ahora nuestro poeta listo. Nos acusaron de anteicos (Silver) y ahora tenemos –dicen– finalmente un poeta pensador, un poeta que cabe leer desde su pensamiento. Y todo esto es un gran error. Lorca, Vallejo y Valente pertenecen a la misma familia, la de la sorpresa lírica, la del lenguaje extrañado y armónico, la del alma que no acaba de decirse porque probablemente no exista. La de la voz material que se la juega (melódicamente) en el leve discurso de esa inexistencia. Si Lorca era tonto, entonces Valente es tonto. Y el misterio de sus versos es precisamente esta tontería que nos conmueve. «¡Qué tonto!», que diría Alberti, jugando a dadá con ese Tristan Tzara que nos recuerda que «el pensamiento se forma en la boca». Y la boca produce sustancias y sonidos. La inserción tras los poemas de estos ensayos, llamados «lecturas», resulta bastante forzada, fruto probablemente de una precipitación editorial. Ninguna lógica vincula estos textos, y la mayoría ni siquiera son lecturas. Son derivación hermenéutica, paráfrasis, taxonomía. Valente está pidiendo a gritos que lo lean. Ahora más que nunca. Más Valente.

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Ficha técnica

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Teólogo, conspirador y enamorado