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Martin Scorsese: El aviador

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Del multimillonario tejano Howard Hughes conocíamos que en algún momento de su vida había sido considerado el hombre más rico del mundo, también que había mantenido relaciones con algunas de las más destacadas estrellas de Hollywood y que padecía horror a los gérmenes en la forma de una fobia que le impedía dar la mano a los demás. Ya no recordábamos, sin embargo, que había sido un cineasta de cierto interés, en la frontera del mudo y el sonoro, que además había pilotado aviones, batiendo marcas de velocidad y dando la vuelta al mundo, facetas no demasiado frecuentes entre millonarios, al menos entre los que vemos en nuestra piel de toro. Según he leído, parece que a Martin Scorsese, el veterano director de la película, le fascinó la palabra aviador cuando leyó que Hughes había sido precisamente eso, un aviador. Y es que la palabra, tanto en inglés, aviator, como en español, tiene muy marcadas connotaciones de ese tiempo de búsqueda y aventura en el que el cinematógrafo daba sus primeras vueltas de manivela y el hombre comenzaba a volar sobre una máquina. La sensación que uno tiene después de vista la película es bastante peculiar porque el efecto mental es el de haber leído una gran novela, en extensión y en calidad: tan arrastrado se ha sentido durante las casi tres horas de proyección por el discurrir de lo relatado, como si hubiera dejado correr la vista por la letra impresa con la velocidad del galgo a la captura de los episodios que siguen. Y, claro, hay falta de sosiego, de reposo, de reflexión. Además, como en el cine no se puede volver atrás, porque se es un espectador entre muchos, uno vuelve a casa con la cabeza llena de imágenes y sugerencias, todas de una gran belleza y plasticidad, pero también con un montón de interrogantes, de esos que le empujan a la lectura complementaria de algunos libros. La impronta novelesca de El aviador viene marcada desde la primera secuencia. Aún más, ésta, la más breve y también la más impactante de la película, es esencialmente novelesca. En un escenario en penumbra un brillo creciente de lámparas acaba concentrando su luz mitigada sobre el cuerpo desnudo de un niño. La estancia es amplia y suntuosa, el niño, en la frontera de la adolescencia, se halla de pie en un barreño con agua. Su madre, una guapa joven rubia, está arrodillada ante él, pasándole su mano con un objeto enjabonado por el cuerpo desnudo. Hay en ese contacto acariciador, en la voz de ella, en la intimidad enfática y solemne de la escena, una carga erótica casi electrizante. ¿Qué le está diciendo la joven a su hijo desnudo? Una palabra: «Cuarentena. Ce, u, a, erre, e, n, te, ene, a». Así, deletreando la palabra, recreándose en cada letra. Cuarentena, recordándole al niño los peligros que él ya ha visto en algunas casas de los barrios negros, esos signos en la puerta que avisan de la presencia del cólera o del tifus. La secuencia probablemente no dura más allá de medio minuto y es, como ya digo, la más reveladora de la película, la que muestra su honda raigambre literaria, aunque luego, en las casi tres horas que siguen, su secuela argumental no sea demasiado evidente, puesto que en el personaje –el niño no es otro que el propio Howard Hughes– no se da un comportamiento marcadamente edípico, salvo que el síndrome haya tomado expresión en la forma de esa fobia invencible que padece a lo largo de su vida. Y aquí, una vez más, la ambigüedad es también enriquecedora. La escena siguiente nos lleva a 1927, con un Howard Hughes juvenil todavía –había nacido en 1905–, pero lleno de energía y de proyectos grandiosos, huérfano de padres y heredero universal de una fortuna ciertamente incalculable, dueño en solitario de la Hughes Tool Company. Así lo subraya él mismo cuando contrata a su hombre de confianza para que le lleve la dirección económica de sus negocios, ese Noah Dietrich que interpreta John C. Reilly. «Y dígales a todos que no me llamen Junior, yo soy el único dueño de la empresa. Mis padres ya no están». Estas secuencias primeras son rápidas, fulgurantes, trepidantes, llenas de ritmo y vistosidad. Suelen tener lugar además en escenarios llenos de gente, donde al movimiento de fondo hay que sumarle la actividad en ocasiones frenética de lo que ocurre en el primer plano. Son escenas muy dinámicas y breves. Nada se dice ni se realiza en los despachos o en los salones, ni siquiera la contratación del director general del grupo de empresas, que hubiera requerido la lectura de algunos documentos económicos, al menos del balance de cuentas y resultados, y la redacción de un contrato por pequeño que fuera; sino en las pistas de despegue y aterrizaje, en los talleres, en los hangares, o, a lo sumo, en el gran escenario de un club nocturno que ha entrado en la leyenda, referencia del Hollywood de aquel tiempo: el Coconut Grove, con su decoración a lo Cuentos de la Alhambra. Creo que el talento de Scorsese llega en toda esta primera parte al virtuosismo. Las imágenes del tiempo evocado parecen rescatadas de la memoria de todos nosotros, una memoria que ya ha incorporado significativos elementos estéticos, nacidos precisamente del cine, de la historia del cine. Si hay una plástica ideal de ese pasado, aquí está, en estas imágenes al servicio de la historia que nos cuenta Scorsese. Pero no sólo los escenarios, o esa rapidez que alienta las primeras secuencias, también la banda sonora, muy principalmente la música, o el modo de hablar, incluso el color, un technicolor cuidadosamente elegido para la ocasión, que va modificándose a medida que el tiempo de la acción avanza: todos los elementos, en definitiva, que constituyen el cuerpo plástico y sonoro de la narración parecen prodigiosamente extraídos de ese hondón donde yacían tantas sensaciones estéticas placenteras como nos ha ido dejando el mejor cine que hemos visto a lo largo de la vida. Estos primeros años de juventud –con un Hughes cineasta, productor y director de cine y un Hughes piloto, fabricante visionario y competente diseñador de aviones–, están narrados, pues, de forma acertada y bellísima. Un logro nada fácil, en cualquier caso, pero mucho más si tenemos en cuenta la abundancia y variedad de los temas propuestos desde la primera secuencia, que atañen tanto a la intimidad compleja del personaje como a la aventura y a su vida pública. Acaso por eso ninguno llega a una cima predominante, y el espectador ha de conformarse con la mera yuxtaposición de unos sobre otros sin que entre todos hagan una suma completa, es decir, sin que una parte ilumine a la otra más que como esa impresión visual de círculo evanescente que dejan las hélices cuando las vemos girar. Lo que, bien pensado, acaso sea uno de sus mayores méritos. Luego, hacia lo que podríamos considerar el comienzo de la segunda mitad, la película parece ralentizarse, de la misma manera que se acompaña también de otra música, siempre acorde con el sello estético de la época representada, un sello eminentemente cinematográfico. De ahí que la película resulte ser un excepcional homenaje al cine, acaso el mejor homenaje al cine del que yo he sido testigo en mucho tiempo, puesto que todo lo que vemos y oímos responde a la estética cinematográfica del tiempo narrado, una estética que arranca de aquel Hollywood de los grandes estudios cinematográficos, pionero entonces de lo que se ha conocido como el séptimo arte, parte importante ya de nuestro patrimonio colectivo. La secuencia en la que Hughes conoce a la familia de Katherine Hepburn merece un comentario aparte. De un vistazo Scorsese nos sitúa de lleno en una sorprendente arcadia doméstica. Cuando el coche de los novios entra en la finca de los Hepburn, el padre está empujando con un mazo de cricket una pelota, la madre pinta sobre un caballete, un amigo toma imágenes de la escena, los niños juguetean con el perro y corretean bajo los árboles. Es como una gran composición bucólica y naif. Pero luego, sentados todos a la mesa para comer, aquella familia que considera de mal gusto hablar de dinero, no resiste bien los primeros planos y aparece integrada por individuos snobs, indiscretos y algo parásitos que provocan el rechazo inmediato de Hughes, al que, por otra parte, parecen reprochar algo, quizá el que no pertenezca a su mismo grupo social tan encantado de haberse conocido, una especie peculiar de gauche divine a la americana. De modo que Hughes se levanta de la mesa, no sin antes dejar el siguiente recado: «A ustedes no les importa el dinero, porque lo tienen». Uno de los problemas de la película es el de la interpretación, al figurar en ella como personajes varios profesionales destacadísimos del cine, grandes estrellas cuya imagen y voz han dejado huella profunda no sólo en las filmotecas sino también en nuestra memoria. Me refiero, por ejemplo, a Katherine Hepburn, que desempeña un importante papel en la película. La labor que hace Cate Blanchett interpretándola es, creo, buena. Y no me atrevo a asegurarlo porque, al haber visto la película doblada, me he quedado con las ganas de saber cómo sería su entonación inglesa. Parece que la Hepburn hablaba un tanto afectadamente, algo que el idioma inglés permite, y a veces hasta premia, pero que el español suele condenar: por eso el doblaje del personaje de la Hepburn, a mí al menos, me resulta insufrible. Hubiera sido preferible eliminar toda afectación, rebajar los excesivos énfasis y atemperar los cambios de registro, dejándolo todo en una modulación más neutra. Es el caso de Kate Beckinsale que interpreta a Ava Gardner. Bien es verdad que el personaje no presentaba tales problemas, de modo que la actriz sale muy airosa del empeño. No es culpa suya carecer de aquel bellísimo y único arco de los ojos que poseía la Gardner. En cambio, Beckinsale sabe transmitir con convicción su desapego al dinero y su carga de humanidad. Las interpretaciones que de sus papeles respectivos hacen Leonardo DiCaprio y el veterano Alan Alda son espléndidas. DiCaprio logra lo más difícil: superar los límites de su apariencia que le condenan a la figura del eterno adolescente. Soberbio, también cuando asume el paso de los años y el deterioro físico que le provocan su fobia y los graves percances sufridos como piloto de pruebas. De Alan Alda cabe decir otro tanto en su papel de senador corrupto. El doblaje en este caso resulta, asimismo, perfecto. La inflexión en el ritmo de la narración de que hemos hablado antes viene a coincidir con la grave caída de Hughes en su obsesión fóbica, que le lleva a recluirse en la sala de montaje de su estudio cinematográfico durante cuarenta días y cuarenta noches, una completa cuarentena, desnudo, malnutrido, guardando sus orines en los envases vacíos de leche. Que alguien con tantos medios y coraje personal, tan lúcido, no se decidiese a requerir ayuda médica hubiera precisado de alguna aclaración. Si la película fuera una novela, cuya densidad a veces parece tener, con toda probabilidad la habría. Aquí, sin embargo, no hay más expediente que aquella primera secuencia de la madre lavando al niño desnudo repitiéndole la palabra cuarentena. Esa secuencia comprime muchas páginas de novela, páginas que naturalmente se han quedado sin escribir. Y es el lector, en este caso el espectador, quien ha de completarlas con su imaginación. Se trata de una opción permanente a lo largo de la película. De ella se ha eliminado todo discurso explicativo. Y yo no se lo reprocho. Me refiero a ese tipo de discurso cuyo ejemplo más elocuente y también más mostrenco son esas palabras del asesino o del villano que, regodeándose en su triunfo, se aviene a dar una explicación, con lo que pierde ese tiempo precioso para la huida que permite a los que siguen su pista ponerle a buen recaudo. En El aviador no hay nada de eso. Aquí no se explica nada. Aquí se ve todo y lo que no se ve no se explica. Por eso acaso las elipsis pesan más que en otras películas. Unas elipsis considerables si tenemos en cuenta la complejidad de los temas tratados –cine, fobias, industria, vuelos experimentales, amores, política, corrupción– y el mucho tiempo de la acción, nada menos que veinte años, de 1927 a 1947. Las elipsis pesan, pues. Y pesan más o menos según la mayor o menor carga significativa de lo que sí se muestra. Hay quienes creen que para desarrollar cabalmente lo que en El aviador se cuenta hubieran sido necesarias muchas más horas de metraje. Posiblemente. Pero también es cierto que ni así se hubiera garantizado la total elucidación de las incógnitas ni el desarrollo completo de los temas expuestos. A mí me ha gustado así.


El aviador, de Martin Scorsese, está distribuida por Fox. 

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