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El precursor digital

Marshall McLuhan Unbound

Eric McLuhan (ed.), W. Terrence Gordon (ed.)

Gingko Press, Corte Madera

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Marshall McLuhan debería estar viviendo ahora mismo. ¿Quién podría haber previsto que lo más extraordinario de la parrilla televisiva británica en el invierno de 2005 iba a ser la hija de una ex primera ministra orinando en escena? Pero Carol Thatcher en pos de la «victo­ria» en I’m a Celebrity, Get Me Out of Here! (¡Soy famoso, sacadme de aquí!) (ITV1) no era lo peor de to­do. Unas semanas más tarde, los productores de Celebrity Big Brother (Channel 4) [el equivalente del español Gran Hermano VIP]rizaron el rizo de estos espectáculos circenses. Aun el recuerdo histórico del vicario de Stiffkey, que había sido apartado del sacerdocio y que murió tras ser atacado por un león en una barraca de feria en 1937, palidecía a su lado. En esta ocasión toda una fauna humana, incluido un excéntrico diputado, un travesti transfigurado por la cosmética, una actriz en horas bajas y un desgraciado presentador de televisión, compitieron entre sí para ganarse los votos de los espectadores. Cuando una celebridad artificial llamada Chantelle –una modelo rubia a tiempo parcial de Essex cuya «fama» había sido inventada por los productores– resultó ser la ganadora, la noticia abrió el telediario nocturno de la BBC2. Un cálculo de los centímetros de las columnas que le dedicaron los periódicos revelaba que el izquierdista Guardian y su compañero dominical, The Observer, habían tirado la casa por la ventana en su cobertura: cuarenta centímetros de columna frente a sólo diecinueve en The Sun y News of the World. En el Daily Telegraph, Jan Moir ensalzó el programa y afirmó: «No es bonito, no es bueno, pero no hay que perdérselo».

Se ha hecho famosa –algunos preferirían el término notoria– la de­finición que hizo McLuhan de la televisión como un medio «frío», ya que en él los consumidores se sen­tían partícipes, en contraposición a un medio «caliente» como la radio en el que, señalaba, se comportaban más bien como receptores pasivos (son pocas las personas que le hablan a la radio, pero muchas las que lo hacen a su televisor). En el caso de los programas de la ITV1 y Channel 4, los espectadores eran participantes del modo más directo. Tenían que llamar por teléfono, a costosos números especiales, para transmitir sus votos decisivos. Aunque estos programas se encuadran dentro del género conocido como «telerrealidad», se corresponden exactamente con el concepto de «hiperrealidad» postulado por el heredero directo de McLuhan, el sociólogo francés Jean Baudrillard. Con él se refiere a un simulacro de los medios de comunicación que se toma por la vida real. En su paradoja más conocida, señalaba que la Guerra del Golfo de 1990-1991 «no tuvo lugar» porque, para la mayoría de la gente en todo el mundo, fue únicamente una serie de imágenes férreamente controladas en una pantalla de televisión.

Ni I’m a Celebrity ni Gran Hermano representaban ninguna otra rea­lidad, por supuesto, que la suya propia. Los programas eran televisión, como acordaron aprobatoriamente la mayoría de los críticos de la prensa, en su forma más pura. A McLuhan, con un mejor instinto para la historia que Baudrillard, le habría encantado saber que Peter Bazalgette, el «principal responsable creativo» de la productora al cargo de Celebrity Big Brother,es el bisnieto de Joseph Bazalgette, el genial ingeniero que construyó el sistema de alcantarillado del Londres victoriano. Mejor dejar la metáfora tal cual y no tomarla como el punto de partida para un sermón. El propio McLuhan raramente sermoneaba. Fue una de las objeciones que sus críticos esgrimieron contra él, especialmente en una época en que las pocas discusiones que se planteaban sobre los medios de comunicación consistían principalmente en mover los dedos con aire desaprobatorio. «Un punto de vista puede ser un lujo peligroso cuando ocupa el lugar de la comprensión y el entendimiento», señaló, aunque no siempre siguió esta política.

Actualmente, la reputación de McLuhan es extraña. Su nombre no se ha olvidado. Tiene cinco entradas en el Oxford Dictionary of Modern Quotations (sexta edición, 2004), y diecinueve en el New Penguin Dictionary of Quotations (2003), incluida la cita que acabamos de recordar. Ambos diccionarios incluyen su percepción de que el mundo se ha convertido electrónicamente en «una aldea global» y su premisa de que «el medio es el mensaje».

Estas afirmaciones han sido muy discutidas, tanto en su momento como desde entonces. Pero el año pasado el novelista John Lancaster escribió sobre Google en The London Review of Books bajo el titular «The global Id». Y concluía: «La mejor analogía histórica para el lugar que ocupa Google en la actualidad procede probablemente de la misma época en que estaban construyéndose los ferrocarriles. Todo el mundo sabía que los trenes y los ferrocarriles cambiarían el mundo, pero nadie predijo la invención de los suburbios. Google y el flujo cada vez mayor de información del que depende y del que se beneficia, es el ferrocarril. No creo que hayamos visto aún los primeros suburbios».

Esto es puro McLuhan. Recientemente, en Digital McLuhan (1999), que ganó el Premio Lewis Mumford en 2000, el escritor de temas científicos Peter Levinson señalaba que la obra de McLuhan puede «entenderse mejor a través de las lentes de la revolución digital». Esto convertiría a McLuhan, cuyos principales escritos aparecieron entre 1951 (The Mechanical Bride) y 1964 (Understanding Media)Comprender los medios de comunicación: las extensiones del ser humano; trad. de Patrick Ducher, Barcelona, Paidós Ibérica, 1996., en un san Juan Bautista de los estudios sobre los medios de comunicación. Ahora su obra –sospecho– se menciona con mucha mayor frecuencia que se lee. Pero el caso es que, como escribió el sociólogo Michael Young, a propósito de la reedición estadounidense de su propio libro The Rise of the Meritocracy, descatalogado en aquel momento en Gran Bretaña, «los libros más influyentes son siempre aquellos que no se leen».

The Gingko Press, una pequeña editorial californiana estrechamente vinculada a un hijo de McLuhan, Eric, está contribuyendo a mantener la llama encendida. Tiene previsto reeditar todos los libros de McLuhan con vistas a la celebración del centenario de su nacimiento en 2011. Su publicación más reciente, Marshall McLuhan Unbound (Marshall McLuhan liberado) es una colección de veinte ensayos, reimpresos como fascículos en un estuche. Recorren cuarenta y un años entre 1936, cuando McLuhan se licenció en Cambridge, y 1977, cuando su gran reputación de los años sesenta estaba ya deshilachándose por los bordes (murió, a los sesenta y nueve años, en 1981). Ninguno de estos ensayos causará conmoción alguna, ni la provocaron en su momento, pero demuestran que nada de lo que dijo McLuhan surgía de ninguna parte.
Aquí encontramos un empleo temprano (1956) de la sarta de paradojas y juegos de palabras aseverativos e inconexos que serían cada vez más de su gusto. Él lo denominó su estilo «mosaico»; los escépticos podrían pensar que se trataba de algo más parecido a esos aforismos que aparecían en Estados Unidos en tiritas de papel dentro de los paquetes de galletas. Ésta es, también, la primera vez en que empezaba a abrirse camino la frase «el medio es el mensaje» (el título de un ensayo de 1960), que había aflorado en un ensayo de 1954, «Notes on the Media as Art Forms» (Notas sobre los medios de comunicación como formas artísticas), con un ataque formulado a tientas contra «la suposición infundada de que la comunicación consiste en una transmisión de información, mensaje o idea. Esta suposición le impide a la gente ver el aspecto de la comunicación como participación en una situación normal. Y esto da lugar a ignorar la forma de comunicación como la situación artística básica, que es más relevante que la información o idea “transmitida”».

Este pensamiento se explotó por primera vez con cierto detalle en The Gutenberg GalaxyLa galaxia Gutenberg: génesis del «homo typographicus»; trad. de Juan Novella, Barcelona, Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, 1993. (1962), un libro en el que McLuhan intentaba definir el impacto de la imprenta como imprenta, al margen de lo que dijeran las palabras. Antes de eso, en The Mechanical Bride, se había embarcado en un entretenido examen de lo que significaban realmente los anuncios dirigidos a los consumidores si se leían con cuidado el texto y las imágenes. La «novia mecánica» era la no muy encubierta promesa de los fabricantes de coches de que el automóvil adecuado sería a un tiempo sexy y dócil: McLuhan se valió de la campaña que anunciaba el Buick Roadmaster 1949, cuyo titular rezaba: «Preparado, Dispuesto, y Esperando». Se trataba de un análisis pionero: seis años por delante, por ejemplo, de la colección de ensayos Mythologies (1957) de Roland Barthes. Ambos recurrían al ingenio, de estilo americano y de estilo francés, como sus principales armas.

Pero Understanding Media llevó el mensaje mucho más allá. En The Letters of Marshall McLuhan (editado por Matie Molinaro, Corinne McLuhan y William Toye, 1987), que es una de las mejores fuentes biográficas, los editores comentan que la popularidad del libro «no podía haberse previsto»; la edición de bolsillo de 1995 vendió al menos cien mil copias. Comenzó como un proyecto educativo. La National Association of Educational Broadcasters, en Estados Unidos, le había encargado que presentara una aproximación y un programa de secundaria para la enseñanza de la naturaleza y los efectos de los medios de comunicación. Esto se convirtió en la materia prima para gran parte del libro, aunque un capítulo era un ensayo reimpreso (sobre la naturaleza de la imprenta) que había publicado anteriormente en The Times Literary Supplement.
McLuhan decía que su interés por la cultura popular comenzó en 1936, en la Universidad de Wisconsin, su primer trabajo tras concluir sus estudios en Manitoba y Cambridge: «Me enfrenté a estas clases de estudiantes de primero y me di cuenta de repente de que era incapaz de entenderlos. Sentí una imperiosa necesidad de estudiar su cultura popular: anuncios, juegos, películas […] conocerlos en su terreno fue mi estrategia en pedagogía: el mundo de la cultura popular». Empezó a trabajar en los borradores de lo que se convertiría en The Mechanical Bride.

Tras Understanding Media, la genuina novedad de sus percepciones empezó a desaparecer. Explotando su éxito de antaño, McLuhan (superada ya la cincuentena) se convirtió en una especie de vendedor de curalotodos y los comentarios empezaron a volverse contra él. En 1971, en su volumen dedicado a McLuhan, Jonathan Miller reconoce que, después de todas las objeciones, «a uno le queda la desconcertante sospecha de que McLuhan está “al tanto de algo”»: «Ha provocado con éxito un debate sobre un tema que ha estado olvidado durante demasiado tiempo». Pero la frase final del libro, que se lee también como una suerte de sentencia, es ésta: «Quizá McLuhan ha logrado la mayor paradoja de todas: crear la posibilidad de la verdad conmocionándonos a todos con un gigantesco sistema de mentiras».
Este anatema se basa en parte en la pobre comprensión por parte de McLuhan, tal y como lo entiende Miller, de «las reglas de la psicología experimental». También se basa en el catolicismo romano de McLuhan, que el propio McLuhan nunca, creo, plantea como un tema, pero que Miller descodifica con gran fero­cidad. Mete en el mismo saco a McLuhan y al sacerdote y paleontólogo Teilhard de Chardin, cuyo Le Phénomène humain se publicó en 1959, como escritores cuyo «horror» por las ciencias «se ve igualado o superado por su susceptibilidad ante su jerga especial». ¡Ay!

En Understanding Media, al igual que en The Mechanical Bride, las páginas más memorables no son las amplias interpretaciones de McLuhan de cómo los medios de comunicación afectan a nuestras percepciones generales del mundo. Son los vívidos y breves capítulos sobre cosas específicas: anuncios de periódicos, ropas, dinero («la tarjeta de crédito del pobre»), tebeos, ordenadores, fotografías, máquinas de escribir, relojes («el aroma del tiempo»), paisaje («el automóvil acabó con el paisaje y lo sustituyó por un nuevo paisaje en el que el coche era una suerte de corredor de obstáculos»), y así sucesivamente. Hace años, el crítico Michael Wood los calificó de «una serie de ensayos jocosos, irritantes, pero atentos y divertidos». Ese juicio se mantiene, pero lo que irrita de los libros y ensayos de McLuhan no es su animosa agudeza de lengua y ojo, sino la repetición constante de ideas y ejemplos. Los editores de los ensayos arguyen que esto constituye una prueba de que «su pensamiento, como el río Liffey en Finnegans Wake, se enriquecía con todo lo que tocaba y volvía a su punto de partida». Esto es cargar las tintas en exceso, a pesar de que Joyce fue un punto de referencia constante para McLuhan; pero constituye un útil recordatorio de que McLuhan empezó como crítico literario. Una cantidad sorprendente de sus escritos consisten en análisis o analogías literarias. En Cambridge le dio clase I. A. Richards («Le debo una enormidad», le confesó más tarde). Incorporó a los ejemplos de los medios de comunicación su propia versión de la lectura atenta de textos que estará siempre asociada con la escuela de la Nueva Crítica de entreguerras.

El experimento más famoso de Richards, en Practical Criticism (1929), fue entregar a sus alumnos poemas –que iban de Gerard Manley Hopkins a «Woodbine Willie», un capellán que hacía versos en la Primera Guerra Mundial– sin indicación de sus autores. La teoría consistía en que una lectura atenta debería poder separar los buenos de los malos, sin ayuda. (A veces lo conseguía, otras veces no.) El cenit de la lectura atenta de Cambridge fue Seven Types of Ambiguity (1930), en la que otro discípulo de Richards, William Empson, leía textos del modo en que lo hace un programa informático de traducción automática, teniendo en cuenta cualesquiera posibles significados de una palabra como si tuvieran igual peso. La atenta lectura que hizo McLuhan del kitsch siguió los pasos de Richards y Empson: «Cualquier anuncio al que se presta una atención consciente es cómico», escribió.

Después de publicar The Mechanical Bride, pronto se granjeó admiradores en Gran Bretaña. Emulando su ree­la­bo­ra­ción de las técnicas de la crítica literaria, algunos de ellos reutilizaron las técnicas de la historia del arte. El más notable fue el crítico de diseño, formado en el Courtauld Institute of Art, Reyner Banham (1922-1988), culminando en su sucesión de extraordinarios ensayos sobre cualquier cosa, desde tablas de surf hasta la estructura de las patatas fritas. Los franceses, entretanto, parecen haberse tomado a McLuhan con calma. El socio-documental de viajes America (1986) de Baudrillard se basa en una lectura deliberadamente ingenua de lo que vio, lo que tiene ecos de McLuhan. En su polémica, Amusing Ourselves to Death: Public Discourse in the Age of Show Business (1985), Neil Postman afirma específicamente que para entender la televisión «debemos leer a Marshall McLuhan». Rechaza los ataques a McLuhan por parte de «estudiosos respetables que, de no haber sido por McLuhan, estarían hoy mudos». Su réplica es justa. En una época en que los «estudios de los medios de comunicación» y los «estudios culturales» se encuentran entre los cursos académicos más populares, resulta difícil remontarse a una época en que Jonathan Miller podía describir el tema de los medios de comunicación como «olvidado». McLuhan tuvo precursores –por ejemplo, su colega de Toronto H. A. Innes, un experto en ciencia política–, pero fue él quien situó el tema en el centro de la atención pública.

En Gran Bretaña, Raymond Williams escribió una reseña respetuosa de The Gutenberg Galaxy, pero más tarde cambió de opinión y encabezó un ataque político. Pasó a pensar que, en las manos adecuadas –quizá por medio de cooperativas de trabajadores dentro de la industria televisiva– los medios electrónicos po­drían ser «las herramientas contemporáneas en la larga revolución hacia una democracia educada y participativa, y de la recuperación de una comunicación eficaz en sociedades urbanas e industriales complejas» (Television: Technology and Cultural Form, 1974). Rechazó la hipótesis de McLuhan de que el mayor poder de estos medios radica en su modificación global de cómo las personas ­veían el mundo. Para Williams, eran instrumentos que tenían efectos directos, como un martillo o un escalpelo, sobre lo que sucedía. McLuhan se burlaba de este tipo de análisis tildándolos de Marx y agua.

Pero en Media and Cultural Theory (2005), editado por James Curran y David Morley, dos profesores de comunicación en el Goldsmiths College de Londres, un ensayo sigue atribuyendo a Williams un «rechazo canónico» del mcluhanismo (es bueno pensar que el concepto de un canon, muy cuestionado en otros ámbitos, tiene un refugio en los departamentos de los estudios de comunicación). Otro ensayo rechaza el «fatalismo de McLuhan» (una acusación desconcertante). A partir de este y otros libros recientes que contienen estudios sobre los medios de comunicación, me doy cuenta de dónde fueron a parar aquellos marxistas adolescentes que no acabaron como incondicionales del Nuevo Laborismo. Me parece un mundo pequeño, que sólo se habla a sí mismo, que es paradójico dadas las cicunstancias. Es también un mundo donde, al contrario que en el de McLuhan, nunca encuentras un chiste o una frase memorable. «Un escritor serio –afirmó Hemingway– puede ser un halcón, o un águila ratonera, o incluso un pavo real, pero un escritor solemne es siempre un maldito mochuelo».

Y falta un aspecto importante. Uno tras otro, los estudios sobre los medios de comunicación han «demostrado» que programas de televisión o películas concretos, o juegos electrónicos concretos, no tienen ningún efecto directo en, por ejemplo, el crimen. Pero sí ponen en entredicho la creencia de que una constante dramatización de la violencia y la agresión sexual carece de cualquier tipo de impacto. Es mucho más probable que contribuyan a crear el mar ético en el que todos nadamos. Matar, por ejemplo, se convierte simplemente en una de esas cosas con las que pasar el rato; una pistola se convierte en un accesorio de moda. McLuhan puede ayudarnos a entender esto. Nunca fue únicamente un mercachifle de curalotodos.

 

Traducción de Luis Gago

© The Times Literary Supplementwww.the-tls.co.uk

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