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Manuel Aznar

Manuel Aznar. Periodista y diplomático

JESÚS TANCO LERGA

Planeta, Barcelona, 520 págs.

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Fruto de una voluminosa tesis doctoral, el libro de Jesús Tanco aborda la biografía de Manuel Aznar, figura clave para entender no sólo el devenir de la prensa española desde los inicios del siglo XX hasta la desaparición del régimen franquista, sino también las vicisitudes de la diplomacia del Generalísimo en algunos episodios fundamentales. De hecho, en cualquier repaso, por apresurado que sea, de la extensa bibliografía sobre la historia de los medios de comunicación en España resultará difícil no encontrar referencias a este personaje permanentemente vinculado con numerosos proyectos editoriales, de los cuales unos no terminaron de consolidarse, mientras que otros, con el paso del tiempo, se convertirían en modelos de estudio de la prensa de su época. Aunque a priori pueda parecer una exageración, lo cierto es que Manuel Aznar Zubigaray estuvo presente en la gestación y devenir de algunos de los diarios más emblemáticos del siglo desde que el 2 de julio de 1910 publicara su primer artículo sobre la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús en Echalar (Navarra), su pueblo de origen, hasta que falleciera en Madrid en noviembre de 1975, unos días antes que Franco. Con toda seguridad, es precisamente esta trayectoria vital de un hombre que desarrolló una actividad política y periodística tan intensa y a lo largo de un período tan largo, durante épocas tan distintas y complejas de la realidad española contemporánea, la causa de que durante décadas se haya pospuesto su estudio, y es por tanto mérito de Jesús Tanco el ofrecernos este libro sobre un terreno antes nunca debidamente explorado.

La historia de Manuel Aznar, como la de tantos otros adolescentes navarros de comienzos del siglo XX, comienza con el inicio de estudios eclesiásticos en Vera de Bidasoa y luego en Madrid, entre 1905 y 1911, momento en que decide abandonar el seminario y volver a Pamplona para dedicarse plenamente al periodismo, pasión por la letra impresa que lo acompañaría a lo largo de su vida, aun cuando en algunos momentos tuviera que dedicarse a otras actividades. Durante 1912 colaboró en La Tradición Navarra, órgano del integrismo del Viejo Reino, con artículos variados sobre deportes, teatro y música, a menudo bajo seudónimo, para pasar al año siguiente a la redacción de Euzkadi, portavoz cualificado del PNV. En este periódico insertaba también el joven Aznar artículos políticos de carga ideológica nacionalista con constantes alusiones religiosas. Fueron, sin duda, años de formación; su prosa tomó pulso y adquirió un estilo vigoroso que, al margen de la evolución de sus planteamientos políticos, caracterizaría su trayectoria posterior. En 1914 participó, además, en la creación del periódico La Tarde, de Bilbao, vocación esta de fundador y patrocinador de periódicos a la que tampoco renunciaría en los años sucesivos. Aparecen también entonces las primeras de sus crónicas de guerra: gracias a ellas salta a la fama en 1917 y logra entrar en contacto con Nicolás Urgoiti, el gran empresario papelero, iniciándose una relación que lo coloca definitivamente en el primer plano de la prensa nacional. Aunque ya antes, en enero de 1917, aparece como director de Euzkadi, desde febrero trabaja para Nuevo Mundo, uno de los proyectos editoriales de Urgoiti, mientras participa plenamente de la vida cultural bilbaína: su nombre aparece en el primer número de Hermes (enero de 1917) junto a las firmas de Salaverría, Sánchez Mazas o Mourlane Michelena.

Hasta aquí, la concatenación de hechos que Tanco hila con finura demuestra su abrumador conocimiento de los numerosos escritos de Aznar, repartidos por diversos periódicos. La secuencia vital y laboral del biografiado queda, pues, bien configurada; sin embargo, se desdibuja su inserción en el trascendental contexto de la prensa en aquel momento. No debemos olvidar cómo los años de la Guerra Mundial sirvieron de acicate a nuestra prensa en su tránsito hacia un medio de comunicación de masas, no tanto por las tiradas, que continuaron siendo exiguas en comparación con las de algunos países europeos, sino por el modelo cualitativo y su función dentro de la nueva sociedad hacia la que se caminaba. Precisamente el comienzo de la consolidación del negocio de prensa como una empresa competitiva y rentable fue un rasgo característico; y el nacimiento de El Sol el 1 de diciembre de 1917, financiado por la Papelera Española de Urgoiti en su afán por diversificar negocios y obtener rendimientos económicos de la prensa, es uno de los ejemplos paradigmáticos. En aquel proyecto anduvo implicado Manuel Aznar, nada menos que «el inspirador de la chispa que produjo El Sol» (pág. 70), según el propio Urgoiti. Pues bien, este episodio fundamental, durante el cual se produce además un cambio de importancia similar en la actitud política del biografiado, no queda bien explicado: en primer lugar, el viraje ideológico de Aznar, que, según su biógrafo, abandona súbitamente el credo nacionalista después de «contemplar las naciones en guerra, los pensamientos de Ortega y los horizontes profesionales»; esta «elevación de miras» (pág. 75) es plausible sólo como interpretación personal antes que fiel a los hechos. En segundo lugar, salvo en los primeros momentos de la relación, el autor pasa prácticamente por alto los vínculos personales entre Aznar y Urgoiti a lo largo del período durante el cual aquél dirigió El Sol, es decir, entre 1918 y marzo de 1922, cuando el empresario perdió la confianza en el periodista, al parecer por los malos resultados económicos del diario.

Por tanto, quedan en el aire las preguntas sobre los motivos reales de Aznar a la hora de tomar decisiones en los momentos cruciales de su vida profesional. Jesús Tanco se limita a exponer los hechos a partir del epistolario y de los artículos de prensa publicados por el periodista navarro, pero echamos de menos una explicación fundada en las presiones del entorno político y empresarial o en los intentos de reacomodar las inclinaciones ideológicas a los propios intereses prácticos de promoción social: ¿Por qué renuncia al nacionalismo? ¿Cuáles fueron sus relaciones con los nacionalistas, y en general con el País Vasco después de abandonar la redacción de Euzkadi? ¿Por qué se enfriaron sus vínculos con Urgoiti, al margen de los problemas económicos de El Sol ? ¿Qué ocurrió con el proyecto de La Opinión, del que fue director tan solo del 5 al 25 de julio de 1923?

Enlazando esta última pregunta con la siguiente etapa de la vida de Aznar, coincidente en buena parte con los años primorriveristas, en agosto de aquel mismo año encontramos instalado en Cuba al todavía joven pero ya experimentado periodista. Al poco tiempo de su insospechada llegada aparece como director de El País, relevante diario matutino de La Habana, cargo que ejerce hasta su nombramiento en agosto de 1926 como delegado del Diario de la Marina en Madrid. La estancia en España fue corta: en enero de 1927 vuelve a Cuba en calidad de director técnico de esta última publicación. Una vez más, por lo que se refiere al contexto histórico de esta etapa, poco nos ofrece el autor acerca de la conexión de su biografiado con la dictadura de Primo de Rivera, ni tan siquiera con los medios informativos españoles en aquel momento contradictorio, difícil por un lado, dado que se establece el sistema de censura previa gubernativa, y al mismo tiempo interesante por su papel en la modernización del sector periodístico al acelerarse el proceso de transformación iniciado antes de acuerdo con el modelo de prensa de masas. En efecto, Jesús Tanco se ocupa pormenorizadamente de la intensa vida social de Aznar, de sus contactos con los políticos, la alta sociedad y la élite cultural isleña –además, por supuesto, de su publicística– y mucho menos de su relación con España, de sus vínculos personales con amigos influyentes, única explicación válida de su vuelta a la dirección de El Sol a finales de abril de 1931.

Al igual que ocurrió con la segunda década del siglo, los años treinta resultaron determinantes para la trayectoria posterior de Aznar y sobre ella, de igual forma, encontramos más preguntas que respuestas en la obra de Tanco. El conservador y monárquico periodista de Echalar aparece al frente de un diario que, en un desconcertante giro, comienza a colaborar con el régimen republicano y a apoyar a algunos de sus prohombres, sobre todo a Azaña. Quizá tuviera que ver el hecho de que su retribución como director (tres mil pesetas mensuales) duplicara el sueldo del anterior director y convirtiera a Manuel Aznar en el periodista mejor pagado de España (pág. 161). En todo caso, en junio de 1933, cuando dejó la dirección, había logrado que en sus páginas firmaran Unamuno, Marañón, Ramos Oliveira o Araquistáin, entre otros. Parecía que sus inclinaciones pasaban ahora por ser nombrado diplomático, aunque sus expectativas fracasaron de momento. La turbulencia política de los años treinta influyó indudablemente en los singulares derroteros de su actividad pública: su amistad con José Antonio Primo de Rivera, que lo incitó a apoyar económicamente el intento de crear un diario promotor del falangismo; su trabajo de relaciones públicas en la compañía de tranvías, o su presentación a la candidatura de centro por Albacete en las elecciones de 1936, mientras volvía a sus artículos, esta vez publicados en El Heraldo de Aragón.

Las tribulaciones de Manuel Aznar durante los años de la Guerra Civil reflejaron lo zigzagueante de su trayectoria anterior. Detenido por los republicanos después del alzamiento franquista, fue pronto liberado y acogido por Indalecio Prieto gracias a los lazos de amistad trabados con este político socialista. Probablemente su don de gentes influyera para convencer a las autoridades republicanas de que su traslado fuera de España serviría mejor a los intereses del país. Desde París se pasó a la zona franquista por la frontera francesa y fue nuevamente detenido en octubre de 1936 en Zaragoza; declarado enemigo del Movimiento y conducido a Valladolid, se salvó del fusilamiento por intercesión de influyentes personalidades del naciente régimen. No obstante, los recelos existentes hacia su persona lo mantuvieron apartado de la vida pública durante parte de 1937 y 1938, período que pasó en Francia hasta que sus amigos lograron convencer a las autoridades de sus grandes facultades para servir a la causa: tras un breve paso por el Heraldo de Aragón, en octubre de 1938 fue nombrado director de El Diario Vasco, de San Sebastián, y el 4 de enero de 1939 recibió el Premio Nacional Francisco Franco a la mejor crónica de guerra (pág. 226). De nuevo Aznar había logrado superar momentos difíciles y, con una experiencia adquirida difícil de emular, a punto de cumplir cuarenta y cuatro años, comenzaba a situarse en una posición ventajosa desde la que avizorar nuevas empresas periodísticas, esta vez al servicio del régimen franquista. De nuevo, la complejidad del momento quizá hubiera exigido una cierta atención por parte del autor a explicar el sistema informativo que comenzaba a gestarse en España, no como mero apunte de referencia, sino como elemento necesario para entender el papel que Manuel Aznar iba a desempeñar dentro de él y evitar así una sensación de predominio desmesurado de lo descriptivo al ir detallando los distintos puestos de responsabilidad en los medios de comunicación sin relacionarlos con la función que desempeñaban dentro de ese sistema.

El autor parece sentir cierta urgencia en contar el paso de su biografiado por los distintos medios y no profundiza en las relaciones, en sus aportaciones o en los problemas derivados de tal circunstancia. Por ejemplo, leemos que el 27 de enero de 1939 Aznar comenzaba a dirigir La Vanguardia de Barcelona, y a finales de marzo era nombrado jefe de prensa de Madrid mientras colaboraba con Arriba y preparaba con Manuel Halcón el lanzamiento de Semana, cuya aparición tendría lugar en febrero de 1940. Después de encontrar la constatación de los hechos, debemos preguntarnos cuál es el sentido de esta frenética carrera para ocupar distintos cargos en tan poco tiempo y, sobre todo, cuáles eran la capacidad y las relaciones de Aznar para participar en la dirección del entramado de comunicación, cuestión delicada en la legitimación del régimen, cuando poco antes había sido un perseguido. Nada se nos dice de sus vínculos con el poder político, que estimamos debieron de ser estrechos entre 1939 y 1945 a juzgar por su permanencia como figura destacada en toda la época franquista, y máxime cuando, también de forma inopinada si seguimos la línea argumental del libro, el 26 de marzo de 1945 es nombrado nada más y nada menos que ministro plenipotenciario en Washington, para pasar en enero de 1948 a Santo Domingo y tres años después a la embajada en Buenos Aires. De todas las cuestiones no resueltas en el libro, es esta larga responsabilidad diplomática en algunas de las sedes más importantes para la España del momento la que se presenta con mayor debilidad. El autor, en primer lugar, no profundiza en cómo esta aspiración de Aznar ya presente durante la República llega a cumplirse, y con creces, precisamente en los años extremadamente difíciles del aislamiento: desde luego, no parece que su buena relación con Lequerica pueda explicar designaciones de tan alto rango para una persona sin apenas experiencia en la acción exterior. En segundo lugar, y más importante, en las páginas dedicadas a sus años norteamericanos y argentinos Tanco no acomete el estudio de la actividad propiamente diplomática de Aznar, y dedica más páginas a las conferencias que pronuncia, a sus comentarios e impresiones sobre otras personas, o a la vida social. Quizá un análisis más detallado de la documentación del Archivo de Exteriores hubiera arrojado luz sobre esta faceta del biografiado.

La Agencia Efe iba a ser en buena medida el eje de los últimos años de su actividad laboral. Salvo una breve estancia en Marruecos como embajador (febrero de 1963-marzo de 1964), los años sesenta supusieron una vuelta del navarro a cometidos periodísticos. Los premios y distinciones adornan a Manuel Aznar: director de Efe entre 1958 y 1963, entre marzo y mayo de 1960 comparte el cargo con la dirección de La Vanguardia Española, después de la explosiva etapa de Galinsoga al frente del diario barcelonés. En septiembre de 1968 accede a la presidencia de la agencia informativa del Estado: período de transformaciones sustanciales para los medios de comunicación, sobre todo por las largas discusiones que llevaron finalmente a la aprobación de la Ley Fraga, vuelven a faltar no sólo un estudio de la estrategia de Aznar, en este caso para el fortalecimiento de Efe, sino también un análisis de los problemas derivados de la nueva situación legislativa y del inicio del cambio generacional en las redacciones de los periódicos, así como de su propia actitud ante la apertura, por limitada que fuera, propiciada por la Ley de marzo del 66. A pesar de las carencias señaladas, es, sin duda, loable el esfuerzo de Jesús Tanco y meritorio su empeño en acometer una empresa tan arriesgada como la de la biografía de un personaje con una vida pública activa e intensa a lo largo de muchas y muy diferentes etapas de la historia de España en el siglo XX. El resultado de su labor es una notable introducción a la figura de Manuel Aznar que, como cualquier otra obra histórica de esta envergadura, exige estudios parciales más intensos.

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