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Luis Buñuel, en primer plano

Luis Buñuel. La forja de un cineasta universal 1900-1938

Ian Gibson

Madrid, Aguilar, 2013

939 pp. 22 €

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El libro que pudo ser otro

Tiene toda la razón Ian Gibson cuando lamenta que causas «ajenas a mi voluntad» (la negativa del Gobierno de Aragón a financiar su proyecto) le hayan impedido escribir una biografía «completa» de Luis Buñuel. Sus lectores también sentimos que permanezca así (al menos, por ahora) la última de las tres biografías canónicas que ha dedicado sucesivamente a Lorca (1985-1987), Dalí (1997 en inglés; 1998 en traducción española) y Buñuel. La que ahora reseñamos se detiene el 18 de septiembre de 1938, cuando el cineasta, su mujer y su hijo Juan Luis embarcaron para Estados Unidos en el puerto de Le Havre, para ir a Hollywood «con la pretensión de encontrar trabajo si es posible en los filmes que se hagan sobre España». En una carta a Ricardo Urgoiti, su amigo y director de Filmófono (para quien Buñuel había trabajado como productor), se nos transmite una sensación de irremediabilidad, pero también de indignación y, a la par, de ganas de hacer algo, que sin duda compartían muchos otros europeos de su misma edad, ya al final de la treintena: no regreses a Europa, le encarecía a Urgoiti, que andaba en México intentando proseguir con su empresa, porque «no te puedes hacer idea de la confusión y la podredumbre que reinan aquí […]. ¡Qué bajeza, qué cobardía, que infamia domina ahora!». El triste final de la batalla del Ebro y la capitulación de las democracias europeas ante los fascismos en la conferencia de Múnich no dejaban muchas esperanzas a nadie, en efecto, en los amenes de aquel aciago verano de 1938.

El biógrafo irlandés se ha dejado en el tintero, pues, las dos fases de la vida de Buñuel que, por desdicha, conocemos bastante peor que el período de la «forja de un cineasta universal (1900-1938)» que ahora se nos cuenta. Por un lado (y creo que esto es lo que más apetecía indagar a Gibson), los pasos de un director mexicano de primer orden (se nacionalizó en 1949), que trabajó en comedias populares no distintas de las que ya había producido para Filmófono (entre 1934 y 1936), y luego dio obras de primera magnitud (Los olvidados, 1950; Él, 1953, y Ensayo de un crimen, 1955). Justo al año siguiente, en 1956, comenzó la segunda fase profesional de Buñuel: su inserción en el cine francés, primero como autor de películas exótico-existencialistas (Cela s’appelle l’aurore, La mort dans ce jardin, La fièvre monte à El Pao), al modo de alguna de Henri-Georges Clouzot, a lo que siguió una larga serie de obras muy personales en los años sesenta que recobraron definitivamente el prestigio intelectual del autor de Un chien andalou y L’âge d’or. El primer período lo había confrontado a un país distinto (y también parecido al suyo), que estaba embarcado en una fascinante construcción de su personalidad cultural, construida como mezcla inextricable de nacionalismo y narcisismo, con música de fondo de una revolución ya lejana. Nuestro hombre se mantuvo a cierta distancia táctica de todo pero, a la vez, supo entenderlo muy bien; si no fuera así, no tendríamos obras como Los olvidados o La ilusión viaja en tranvía, que son zambullidas en el México profundo, ni hubiera podido trasladar el periplo de Nazarín a su geografía moral, ni hubiera podido escribir en términos mexicanos la feroz requisitoria antiburguesa de El ángel exterminador.

Francia ha sido el paradero natural de muchas vocaciones artísticas españolas y, en París, Buñuel había vivido el radicalismo vanguardista de los años treinta; veintitantos años después se integró en la industria cultural gala de los sesenta y setenta, obsesionada por mantener su lugar en la cultura universal, a despecho de la crisis crónica de la IV República y de las contradicciones del gaullismo. Son años en los que Buñuel vive entre una España en la que vuelve a reconocerse emocionalmente, un México que también ha cambiado mucho y un París donde, entre otras cosas, puede saldar viejos agravios de la burguesía francesa, paradigma de todas las hipocresías, que tanto le había perseguido: ahí quedaron, como testimonios de su ajuste de cuentas, Belle de jour, El discreto encanto de la burguesía y, ya al final, El fantasma de la libertad y Ese oscuro objeto del deseo.

La ansiedad de la concurrencia

El breve pero intenso epílogo prospectivo que cierra el volumen vale por una rapsodia de lo provisionalmente perdido: cómo, en España, México o Francia, las fijaciones infantiles y las convicciones del adulto habían dejado huella perdurable y sistemática en sus filmes («obsesiones que venían de lejos, insistentes, inmisericordes, y que gracias al milagro del cine, y a su enorme talento, pudo convertir en materia de arte y profundización en la condición humana»).

Salvador Dalí (1939).

Pero la mutilación del libro deseado ha dejado otras huellas, más involuntarias, en la escritura de este. Las más patentes me parecen la exhaustiva visibilidad de los muchos datos manejados (las notas, fuentes y bibliografía ocupan casi la cuarta parte del libro) y, sobre todo, el prurito de apurar el tratamiento detenido, casi prolijo a veces, del tema, como si el autor temiera, a la vista de los muchos antecedentes bibliográficos, ser acusado de falta de diligencia investigadora. Y es que cumple reconocer que no son pocas las coincidencias forzosas con una abundante bibliografía previa. De hecho, la «Introducción» es toda una historia y valoración de la posteridad de Buñuel, que el lector debe agradecer por lo que tiene de informativa y el estudioso admirar por lo que tiene de infrecuente reconocimiento del mérito ajeno. Allí se ensalza la tarea pionera de José Francisco Aranda, así como la importancia capital de los trabajos de Agustín Sánchez Vidal (que en 1980 viajaba a México para estudiar, de la mano del cineasta, la Obra literaria que publicó dos años después [Zaragoza, Heraldo de Aragón, 1982]; más tarde vio la luz su libro Buñuel, Lorca, Dalí: el enigma sin fin [Barcelona, Planeta, 1988], texto decisivo que fue un año posterior al último tomo de la biografía lorquiana de Gibson); se aprecia el interés del precoz acercamiento del jesuita Manuel Alcalá a la ideología del cineasta y, por supuesto, se subraya la importancia capital de las Conversaciones mantenidas con Max Aub (que publicó el yerno de este, Federico Álvarez [Madrid, Aguilar, 1985]), poco anteriores a la larga entrevista de los mexicanos Tomás Pérez Turrent y José de la Colina, cuyo título evoca el primero que tuvo Un chien andalou: Luis Buñuel. Prohibido asomarse al interior (Ciudad de México, Joaquín Mortiz, 1986). Y en fechas que supongo cercanas a la preparación de esta biografía, todavía se añadieron al acervo el libro de Paul Hammond y Román Gubern, Los años rojos de Luis Buñuel (Madrid, Cátedra, 2009), y el de Fernando Gabriel Martín, El ermitaño errante. Buñuel en Estados Unidos (Murcia, Tres Fronteras, 2010), que cubrían la etapa incierta de 1936-1945: Gibson ha podido manejar ambos con provecho.

¿Acaso, a la vista de todo lo mencionado, está volviendo Buñuel al primer plano de la actualidad? Es cierto que en el divertido capricho cinematográfico de Woody Allen, Midnight in Paris (2011), la presencia del cineasta como personaje no adquiere el relieve que tiene la de Salvador Dalí (convincentemente interpretado por Adrien Brody) o la de Picasso, por no citar la muy inverosímil de Juan Belmonte. Pero dos años después, el periodista y escritor Manuel Hidalgo ha publicado una novela-reportaje sobre el memorable ágape hollywoodense de 1972, cuyo anfitrión fue George Cukor y que reunió en torno al director aragonés (que acababa de recoger su Oscar por El discreto encanto de la burguesía) a John Ford, Billy Wilder, William Wyler y Alfred Hitchcock, entre otros (El banquete de los genios, 2013). Y de este mismo año es la difusión electrónica de La otra vida de Luis Buñuel. Un ensayo biográfico, del periodista –habitual en medios digitales de ultraderecha– Javier Rubio Navarro, que no parece mal informada, pero es menos escrupulosa en las fuentes y mucho más trivial de tratamiento. Y, para colmo de la mala sombra, la biografía de Gibson se ha puesto en circulación muy poco después de la aparición de Luis Buñuel, novela (Granada, Cuadernos del Vigía, 2013), de Max Aub, anunciada como reconstrucción del proyecto que el escritor inició en 1967 e interrumpió su muerte en 1972. Ya sabemos que de aquellos materiales dispersos procedían las citadas Conversaciones de 1984, publicadas por Federico Álvarez; la pretendida «reconstrucción» que ha hecho ahora Carmen Peire resulta ser un manifiesto abuso de ese término y, de añadidura, su aventurado proyecto se ha centrado en apuntes del escritor –sugerentes, pero poco elaborados– y en textos prologales, todo ello inédito, pero tampoco ha transcrito íntegramente las cintas magnetofónicas que, con ejemplar probidad, se dieron a la luz en 1984 y de las que algunas, al parecer, ya se han perdido.

Los resultados de un empeño

Pero estos antecedentes no han arredrado a Ian Gibson, que también ha utilizado algunas fuentes nuevas: su trato con los descendientes del biografiado le ha permitido acceder al epistolario familiar; la biblioteca de la Residencia de Estudiantes le ha dado a conocer al archivo del librero y editor León Sánchez Cuesta, que es una mina inagotable de noticias literarias sobre el período, y también se ha valido de fuentes impresas sobre la vida cultural en Francia y pesquisas hemerográficas sobre las circunstancias españolas que aportan bastantes novedades. Pero el punto fuerte de Gibson es preguntar personalmente y atar cabos al respecto: un centenar largo de encuestados, que se relacionan en las páginas 22-23, han contribuido a conferir a este libro esa sensación de grata inmediatez –el diseño incitante de la clásica quest británica– que es el sello de las biografías del autor irlandés.

Pero construir una semblanza no es acopiar elementos, sino hallar el sentido y el dibujo de un rompecabezas. Y, si se trata de un artista, de convertir unas vivencias dispersas en un destino. Gibson supo pronto que en Lorca, Dalí y Buñuel el tránsito de la experiencia vital a la práctica artística, de la vida al destino, era muy directo, aunque cada caso fuera peculiar. Federico García Lorca fue un ser extravertido pero vulnerable, rodeado siempre de reconocimientos y afectos y al que, a la vez, perseguían inseguridades y temores profundos. Y ante unos y otros resultaba más propenso al masoquismo y al reproche que a la rebeldía. En Salvador Dalí, la creación de una coherente mitología personal pareció ir siempre por delante de sus vivencias y, muy pronto, acabó condicionando y modulando estas. Por eso, el pintor pasó con tanta facilidad del exhibicionismo confesional a la comercialización de su obra, y muy pronto dejó a un lado su inmadurez vital, e incluso su timidez y su indefensión vital. Buñuel fue, en cierto modo, el mecanismo más sencillo de los tres: también transportó su experiencia a su mundo creativo y la intuición preponderó, asimismo, sobre la reflexión. Pero lo que asombra es la naturalidad y la inmediatez del proceso, sin duda debido a la naturaleza visual del medio artístico tan tempranamente elegido. Gibson subraya certeramente que buena parte de sus transgresiones y de sus confesiones se resolvían en rasgos de humor, en anécdotas o en chistes. Su mundo se sustancia a menudo en esos hallazgos materiales –un ojo cortado, unos insectos en frenética actividad, una mano amputada, un ataúd abierto– que realzan debidamente sus dos técnicas predilectas: la sintaxis del montaje (lo que en su artículo de 1928 llamó «segmentación cinematográfica» como traducción del francés découpage) y el uso turbador del primer plano (el «plano fotogénico» de su artículo de 1927), a las que pronto pudo unir el relieve de los efectos musicales, concebidos como una suerte de revelación de la tormenta interior en que se debaten los héroes. Se trata, en suma, de un cine metafórico más que metonímico: «poético», sin duda, como había planteado el texto de su conferencia mexicana de 1958, «El cine, instrumento de poesía». Y no está de más recordar que allí escribía, parafraseando un hallazgo de Octavio Paz («basta que un hombre encadenado cierre sus ojos para hacer estallar el mundo»), que «bastaría que el párpado blanco de la pantalla pudiera reflejar la luz que le es propia, para que hiciera saltar el universo».

La relación resistió los embates, incluido el turbio asunto de la denuncia de Dalí que acabó con el trabajo de Buñuel en Estados Unidos

Nunca fue pequeña la ambición del cineasta. Ian Gibson confiere una gran importancia a su condición de aragonés, quizás argüida como prenda de complicidad afectiva con los muchos informantes que la comparten, pero también porque el propio artista cultivó con mimo (y también cautela) los ingredientes tópicos de su región natal. En cualquier caso, el demorado tratamiento que el biógrafo hace de los orígenes familiares de Buñuel explica muy bien cómo el hijo de un indiano enriquecido, situado en la cúpula de una sociedad muy tradicional, a medias entre la campesina Calanda y la Zaragoza mercantil e industrial, pero todavía provinciana, pudo elaborar su culto a la broma ruidosa, al escarnio intelectual y a la mitología chusca, donde se mezclaba el recuerdo repugnante de los «carnuzos», los chistes anticlericales, la profanación de lo sacro. Buñuel era aragonés ma non troppo: sin duda, fue una cuestión de escenografía calculada más que de idiosincrasia.

Puede que la valoración más ajustada de este factor vital la diera el propio autor en un texto tardío, «Recuerdos medievales del Bajo Aragón» (1976), que Gibson cita muy oportunamente y que Buñuel trasladó a las páginas de Mi último suspiro. La frase final es reveladora: «He tenido la suerte de que mi infancia transcurriese en la Edad Media, edad “dolorosa y exquisita”, así calificada por el escritor francés Huysmans». No debemos olvidar que aquella intensa reelaboración suya de una infancia de hidalgo rural se parece mucho a la que Ramón del Valle-Inclán hizo de su relación con la nostalgia feudal y con el sueño arcaico de su Galicia. Y tampoco debemos dejar de tener en cuenta, por cierto, que Buñuel dejó escrito un excelente guión para una adaptación de Là-bas, la novela más intensa de Joris-Karl Huysmans, y donde encontró las huellas de ese apocaliptismo fin-de-siècle que le complacía tanto, justo al borde de otro fin de milenio. Cuando estalló en Cannes el escándalo de Viridiana, galardonada en el certamen y denunciada por L’Osservatore Romano, parece que una de sus copias fue proyectada en la sala privada de El Pardo para que el general Franco pudiera juzgar por sí mismo el tamaño de sus blasfemias. Y, si es cierta la leyenda que corre, el estólido militar sentenció: «Eso no son más que chistes de baturros». Si así sucedió, puede que sea la única frase ingeniosa y el único atisbo de inteligencia crítica que dio el dictador a lo largo de su dilatada vida.

Deconstruyendo a Buñuel

Cuando una biografía se escribe a partir de la convivencia tan minuciosa con sus materiales, casi a brazo partido con ellos, es inevitable que vuelva una y otra vez sobre las dimensiones menos simpáticas del biografiado. Aquel hijo de familia que nunca conoció los apuros económicos y que prolongó el limbo de los estudios universitarios (de los que nunca vivió), aquel residente de la Colina de los Chopos que exhibía vanidosamente sus condiciones atléticas, fue, sin duda, un egoísta redomado. Gibson aborda en varias ocasiones las dimensiones de un edipismo que determinó siempre su concepción de la mujer: sierva, enigma o vampiresa. La relación del cineasta con su esposa, Jeanne Rucar, fue cuando menos peculiar, por decirlo de un modo piadoso. Bastante sabíamos por los recuerdos de la interesada (Memorias de una mujer sin piano, Madrid, Alianza, 1991) que, por supuesto, silenció que se había casado embarazada de su primer hijo con un Luis Buñuel que, poco antes, había coqueteado lo suyo con la atractiva escritora y actriz Josefina de la Torre (quien desde ahora se une a los otros deslumbramientos del cineasta por mujeres con proyección artística relevante: la poeta Concha Méndez, que acabó por casarse con Manuel Altolaguirre, y la pianista Pilar Bayona, que nunca lo hizo).

Retrato de Luis Buñuel, por Salvador Dalí (1924).Tampoco queda Buñuel muy bien parado en su relación con Salvador Dalí. Con sus terribles faltas de ortografía y su vocabulario plurilingüe, los reproches epistolares del pintor parece que llevan toda la razón en lo que toca a los títulos de crédito de Un chien andalou y a la colaboración en L’âge d’or, aunque también es evidente que –a despecho de estos malentendidos– la relación resistió los embates, incluido el turbio asunto de la denuncia de Dalí que acabó con el trabajo de Buñuel en Estados Unidos. Las páginas de Ian Gibson (que, desde luego, no es un entusiasta de la política cultural comunista en los años treinta) subrayan el papel nunca demasiado relevante de su biografiado en las febriles actividades de aquellas fechas y tiende a ver su trabajo en Francia durante la Guerra Civil (con pasaporte diplomático firmado por el embajador Araquistáin) como un refugio cómodo, que lo mantenía al margen de la temida movilización militar. Pero Gibson también nos proporciona una atrayente lectura política (y antifascista) de L’âge d’or, que convendrá tener muy en cuenta, y nos recuerda que Buñuel estuvo en la lista de los adheridos a la Alianza de Intelectuales Antifascistas cuando se constituyó a finales de julio de 1936. Sin embargo, es mucho más escéptico al tratar del reflejo de esas convicciones en Las Hurdes (1933; luego será Tierra sin pan) e incluso al considerar el documental España 1936.

Es evidente que Buñuel se sintió incómodo con aquellas páginas de su pasado y, como subraya su biógrafo, eludió y hasta mintió en su versión posterior de los hechos. Por alguna razón, a Buñuel no le gustaba reconocer aquello que contradecía su imagen de sí mismo, muy vinculada a una independencia personal sin restricciones: cuando trabajó muy seriamente como productor ejecutivo (y algo más, quizá) de las películas populares de Filmófono (Don Quintín el amargao, La hija de Juan Simón, ¿Quién me quiere a mí? y ¡Centinela, alerta!), también disimuló lo que pudo su nombre y no sabemos qué pudo pensar de las críticas muy negativas de la prensa comunista de 1937 con respecto al éxito comercial de la última película citada, textos que Gibson ha exhumado muy oportunamente. Y es lástima, por cierto, que no los haya relacionado con la larga polémica de aquellos años sobre la construcción de un «cine nacional», que acaba de estudiar un convincente libro de Marta García Carrión (Por un cine patrio. Cultura cinematográfica y nacionalismo español (1926-1936), Valencia, Universidad de Valencia, 2013).

Que tampoco le gustaba la homosexualidad es ya conocido, porque contó en Mi último suspiro su ruptura con Lorca, aunque en una versión seguramente abreviada y un tanto irresponsable por lo jocosa. Gibson la amplía y, sobre todo, la rastrea y contextualiza a lo largo de toda su trayectoria. Y añade que también reaccionó del mismo modo al conocer la tendencia sexual de su propio hermano menor, Alfonso Buñuel, a cuyo entierro ni siquiera acudió (él se encontraba en Madrid, rodando Viridiana, y envió a su hijo Juan Luis, como éste ha confirmado a Gibson). Alfonso no era un ser vulgar, ni mucho menos: estudió arquitectura, aunque sus estudios fueron tan intermitentes como los de su hermano mayor; mantuvo siempre interés por la vanguardia y lo esotérico, fue un aceptable autor de collages y ejerció su profesión, más como decorador que como constructor de edificios (entre otros locales comerciales, diseñó en Madrid el de la peletería Lobel, propiedad de la familia de Pepín Bello, y el del galerista de origen zaragozano Tomás Seral y Casas, el hombre que llevó Un chien andalou a la Zaragoza de 1930). La biografía de Luis Buñuel –en soporte electrónico– escrita por Javier Rubio Navarro (a la que me he referido más arriba) recoge bastante información sobre esta otra figura familiar y cuenta que Luis Buñuel suspendió por un día el rodaje de la película y se acercó a Zaragoza, en un viaje rápido, para ver el cadáver de su hermano. En ninguna de las dos versiones queda, sin embargo, muy bien parado.

A Buñuel no le gustaba reconocer aquello que contradecía su imagen de sí mismo

Es indudable que ni una sola de estas cosas resta un ápice de valor a la obra de Buñuel. Y es patente incluso que un cierto ejercicio del egoísmo es inseparable de la creación estética o científica, al igual que lo son la versatilidad del humor o la capacidad de abstraerse de la realidad del momento, que puede resultar tan irritante para los seres más cercanos. El ambiente refinado y esnob que rodeaba a los Noailles vale mucho menos que la película L’âge d’or, pero sólo ellos fueron capaces de pagarla franco a franco, sin queja alguna. Del mismo modo que la alevosa supresión del nombre de Dalí en los títulos de crédito (donde sólo aparece como coautor del guión), no nos impide sentir el mismo cosquilleo de inquietud cada vez que empiezan las notas obsesivas del tango y las imágenes del «marista» (tan ostensiblemente afeminado, por cierto) que recorre en bicicleta las calles de París. Si hoy hubiera que sacrificar dos cabras y un borrico para obtener unas imágenes dramáticas, la película correspondiente no hubiera sido autorizada. Eso, sin embargo, sucede en Las Hurdes y nadie sería capaz de reprochárselo a Buñuel a la vista de las turbadoras estampas de su documental. Al fin y al cabo, también esa preciosa comedia de John Huston que es La reina de África se rodó para que el director pudiera asesinar a un elefante.

Es cierto que el despliegue de Buñuel como artista se produjo después de estos años de forja. Pero también lo es que, en 1938, cuando este libro se cierra, el legado del director era comparable al de otro cineasta intuitivo (y malogrado), Jean Vigo, al que Gibson cita a menudo. Y muchos lo sabían, incluso los más ajenos a la ideología y el emplazamiento político de Buñuel. Siempre atento a las citas oportunas, Gibson –que ha localizado un estupendo retrato del joven Buñuel en la novela de Ramón J. Sender, El mancebo y los héroes– ha recordado también que José Félix, el protagonista de Madrid de Corte a Cheka (1938), de Agustín de Foxá, vio L’âge d’or en el Madrid de 1934. Y vale la pena apurar un poco esta referencia, a la que Gibson no da mucha importancia, seguramente con razón. Pero en aquella tesitura de las vísperas republicanas, la confusión de ideas era achaque común y menos del canto de un duro separaba a menudo a la extrema izquierda del fascismo. Es Gibson quien reconoce que la mejor reseña del estreno parisiense de Un chien andalou fue la escrita por Eugenio Montes en La Gaceta Literaria (núm. 60, 15 de junio de 1929) de Ernesto Giménez Caballero. Y Montes estaba entonces en un tris de dar el salto mortal desde el galleguismo al nacionalismo español solemne y conservador que tuvo su epifanía en en «Discurso a la catolicidad española», apenas tres años después. En el caso de Foxá, aquel señorito en crisis espiritual, que era su alter ego, asistió al mitin «fundacional» de Falange Española, el 29 de octubre de 1934. Pero unos días antes presenciaba en el Palacio de la Prensa una proyección de la película de Buñuel y entendió muy claramente que aquellas imágenes insólitas hablaban de todos nosotros y siempre seguirán haciéndolo de aquel momento de la historia de mundo: «Todo era turbio como entre incienso, gasas de sueño o fondo de mar; alcobas lentas de solteras, con tormentas en los espejos del tocador y una pesada vaca lechera con cencerro sobre el edredón de la cama nupcial, simbolizando el aburrimiento. Y escorpiones en la costa de la isla, en cuyos acantilados cantaban, entre el viento y las gaviotas, unos esqueletos revestidos de obispos, con báculos recargados y mitras sobre las calaveras»El título de la presente reseña parafrasea de lejos la dedicatoria de la sección «Juegos», de las Canciones de Federico García Lorca, que dice exactamente: «A la cabeza de Luis Buñuel (en gros plan)»..

José-Carlos Mainer es catedrático emérito de Literatura en la Universidad de Zaragoza. Sus últimos libros son La isla de los 202 libros (Barcelona, Debolsillo, 2008), Modernidad y nacionalismo, 1900-1930 (Barcelona, Crítica, 2010), Galería de retratos (Granada, Comares, 2010), Pío Baroja (Madrid, Taurus, 2012), Falange y literatura (Barcelona, RBA, 2013) e Historia mínima de la literatura española (Madrid, Turner, 2014).

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