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LOS SITUACIONISTAS. HISTORIA CRÍTICA DE LA ÚLTIMA VANGUARDIA DEL SIGLO XX

Mario Perniola

Acuarela & Antonio Machado, Madrid

Trad. de Álvaro García-Ormaechea

176 pp.

13 €

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Nuestra época ha convertido la efeméride en un lugar común de la cultura, acaso porque hemos dejado de figurarnos el futuro como una promesa de mayor felicidad, y los resortes propios del animal nostálgico que somos nos empujen en la dirección contraria. Sea como fuere, los cuarenta años transcurridos desde el estallido del llamado mayo francés han propiciado un ejercicio conmemorativo en el que la reflexión sociológica va de la mano de la recreación estética, para confirmar el lugar privilegiado que la rebelión estudiantil parisina ocupa en el imaginario colectivo de la burguesía occidental: el chic radical de que hablara el lenguaraz Tom Wolfe. Así, Francia discute apasionadamente sobre la vigencia de su legado, una vez que el presidente Sarkozy se ha aventurado a condenarlo; Alemania debate sobre la excarcelación de miembros de la Baader-Meinhoff, epítomes del terrorismo anticapitalista. Entre nosotros, más discretos, la editorial Acuarela se ha propuesto presentar una historia del acontecimiento «subterránea, anónima y colectiva», a través de una serie de publicaciones monográficas. Su propósito es hacer justicia a la vocación rupturista del 68, frente a quienes pretenden reducirlo a la condición de mera algarada estudiantil. Se trata, en fin, de proteger la mitología de sus revisionistas.

Nada mejor, a esos efectos, que empezar por la singular aventura del movimiento situacionista, justamente considerado aquí como un prolegómeno de la revuelta estudiantil, su anticipación misma. Se ofrece al lector español el análisis que el italiano Mario Perniola, profesor de Estética en la Universidad Tor Vergata de Roma, y entonces fascinado observador de su objeto de estudio, publicase en la lejana fecha de 1972. Trentasei anni fa? Efectivamente, la fecha de su escritura y el planteamiento mismo del autor desmienten el subtítulo elegido por los autores. La obra es antes una crítica que una historia del movimiento: la reflexión sobre el situacionismo no puede ser la misma hoy que ayer. Sin embargo, lo que amenaza con ser una rémora termina siendo un aliciente para el lector, que tiene la impresión de vivir un tiempo suspendido, a la luz de la desenvoltura con que se despliega un vocabulario político que ha pasado, entretanto, de la hegemonía a la marginalidad. Que el autor añada un reciente epílogo, donde nada se dice sobre el efecto que el tiempo haya podido producir sobre sus viejas reflexiones, no hace más que reforzar la impresión de que la doctrina situacionista ha vivido siempre en una especie de limbo teórico y práctico, a pesar de proclamar, precisamente, la intención opuesta. Acaso sea la irónica condena de toda verdadera vanguardia, siempre por delante –o por detrás– del mundo.

Pero ¿qué es el situacionismo? Nacido en julio de 1957 en Cosio d’Arroscia, Italia, de la extravagante fusión del Movimiento por una Bauhaus Imaginista, el Comité Psicogeográfico de Londres y la Internacional Letrista, el situacionismo es un movimiento de crítica social y agitación política que durante sus doce años de vida oficial –a través, sobre todo, de los doce números de su legendaria revista Internationale Situationniste y de la obra de su más célebre representante, Guy Debord– trata de desarrollar nuevos instrumentos teóricos y prácticos orientados a la revolución anticapitalista. Dicho así, nada original; al menos, no en una época saturada de células teóricas y grupos subversivos. Sin embargo, el situacionismo se distingue de todos ellos, sin dejar de parecerse a los demás en algunos aspectos decisivos. Tal como sugiere Perniola, es una vanguardia artística que hace política, no una vanguardia política capaz de hacer historia. Y de ahí provienen tanto la originalidad de su filosofía como la debilidad de sus planteamientos, aunque no siempre por las razones que esgrime el autor italiano. Veamos.

Naturalmente, el situacionismo eleva una enmienda a la totalidad contra la sociedad neocapitalista. Su crítica alcanza al arte, el urbanismo, la ciencia, la tecnocracia, la economía, la cibernética: nada puede salvarse. En consonancia con el concepto de hegemonía propuesto por Gramsci, que aconseja atender a los mecanismos de dominación intrínsecos a la sociedad y la cultura burguesas, los situacionistas subrayan la radical importancia política de la vida cotidiana. Se adelantan, en esto, a todo lo que vino después, incluida la desmedida politización de las esferas vitales reivindicada por sus primeros herederos y desarrollada teóricamente por el estructuralismo francés. Para el situacionismo, la medida de todo es una vida cotidiana anulada por el capitalismo y transformada en simple tiempo libre. Así, cuando Débord habla de su «sociedad del espectáculo», recoge el hallazgo gramsciano para denunciar una organización social –la nuestra– en la que se ha producido la total ocupación de la vida por la mercancía, resultando ésta invisible para un ciudadano literalmente hipnotizado por las fantasías del capital e ignorante de su subsiguiente alienación. La frontera entre vida y supervivencia no dependerá ya de los medios materiales, sino de la autenticidad de la vida vivida, una figura romántica cultivada también por Adorno y que en el situacionista Raoul Vaneigem adopta una contundente formulación: «No queremos saber nada de un mundo en el que la garantía de que no moriremos de hambre se paga con el riesgo de morir de aburrimiento» (p. 64). Frivolidad y contestación.

Si no queremos aburrirnos, entonces, es preciso hacer la revolución. ¿Y cómo? Para el situacionismo, la revolución ha comenzado ya, porque la sociedad conoce prácticas subversivas no conscientes de sí mismas, carentes de una teoría capaz de guiarlas. La contradicción es subrayada por Perniola: el mismo espacio de alienación total de la vida cotidiana es la semilla de la rebelión. Para procurarla, hay que sustraerse al espectáculo, al modo del himno soul que cantara Gil Scott-Heron en 1971: «The revolution will not be televised». En este propósito está lo mejor del situacionismo, empeñado en arrojar luz sobre aquellos valores y prácticas que simplemente adoptamos por contagio ambiental. Así, Perniola: «El primer paso hacia la emancipación consiste en dejar de identificarnos a nosotros mismos con el ambiente y con las conductas-modelo» (p. 56). Sin embargo, cuando se trata de generar nuevos modos de vida y de producir «una nueva subjetividad», el situacionismo recurre a una jerga a veces indescifrable, a veces banal: psicogeografía, deriva urbana, juego, desvío, espontaneidad, escándalo. Dice Perniola que la tarea fundamental de la Internacional Situacionista es realizar la poesía, yendo un paso más allá de las vanguardias artísticas; se trata de dar la vuelta a la vida cotidiana, de vivir de otra manera. Pero, en el paso de la teoría a la práctica, algo no funciona. Y quizá sea la teoría misma.

Sucede que realizar políticamente la poesía es más difícil que hacer versos. La traducción política de la ruptura artística, de acuerdo con el modelo revolucionario de la transformación total, desemboca fácilmente en el dogmatismo. De hecho, el colectivo situacionista no escapó –a pesar de su crítica del bolchevismo y su defensa de los consejos obreros– al sectarismo iluminado propio de la tradición leninista. La historia del movimiento fue un rosario de expulsiones y condenas, que comienza con la sección italiana, sigue con la alemana y culmina en la centralización de su inicial estructura federal, de acuerdo con la siguiente divisa: «Hay cien maneras de estar de parte del poder. Sólo hay una forma de ser radical» (p. 111); la suya, claro. Se impone en el situacionismo una concepción absoluta del grupo que desmiente todos sus llamamientos a la creatividad y libertad individuales. Dice Vaneigem que el grupo debe ser «un conjunto de perspectivas individuales armonizadas, que no entren jamás en conflicto entre ellas y que constituyan el mundo conforme a los principios de coherencia y colectividad» (p. 109; la cursiva es mía). Para el autor italiano, esta idea del grupo como entidad superior a sus componentes, dotada de un destino histórico trascendente, trae causa de la identificación de la subjetividad revolucionaria con la subjetividad artística; puede ser. No obstante, el modelo marxista de inspiración hegeliana está sin duda presente en esta mitificación: la Historia marcando el paso al individuo. Es conveniente añadir que el único contacto de la Internacional Situacionista con la práctica revolucionaria, en forma de participación indirecta en la revuelta estudiantil de Estrasburgo, en 1966, devino en un absoluto fiasco. ¡Maldita realidad!

No obstante, el problema principal del proyecto situacionista es que, por más que pueda seducir filosóficamente, está condenado a fracasar políticamente. Y ello, debido a que hay un vacío en su centro, un hermetismo que no significa nada. Es verdad que los movimientos sociales de los años sesenta produjeron nuevos espacios de libertad; pero también lo es que éstos no sirvieron a los fines de la revolución ni, en lo que aquí nos interesa, reinventaron por completo la vida cotidiana. Acaso esto último no sea tan fácil, porque la soledad y el tedio sean condiciones existenciales del hombre, no consecuencias del modo capitalista de producción. En su empeño por desmentirlo, los situacionistas –con el aire distinguido y cool que muestran las fotografías– incurrieron a menudo en un hermetismo involuntario, que bordea la literatura cómica. Defienden, por ejemplo, «una comunicación que contenga su rechazo y un rechazo que contenga su comunicación, es decir, la superación de este rechazo en proyecto positivo. Todo lo cual deberá llevar a alguna parte» (p. 81). ¡Sublime! Como los protagonistas de la espléndida novela situacionista de Georges Perec, Las cosas, el situacionismo quiere ir a alguna parte, pero no sabe bien adónde.

En realidad, la sociedad liberal-capitalista no tardó en asimilar el legado del 68 y en experimentar una sutil mutación que la ha llevado a ser más libertaria que conservadora. Que la libertad así ganada no haya llevado a ninguna parte es un problema distinto; quizá no podía ser de otra manera y los sueños ilustrados de grandeza cultural estén condenados a frustrarse. Sugiere Perniola en su epílogo que el movimiento poseyó siempre un aire aristocrático, personalizado en la desdeñosa actitud de Debord; un desdén muy artístico. Y quizá la paradoja final del situacionismo sea la imposibilidad de universalizar lo mejor de su legado, en contraste con la facilidad con que se lo ha malbaratado.

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