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Del poder y la derrota

LOS PERDEDORES DE LA HISTORIA DE ESPAÑA

Fernando García de Cortázar

Planeta, Barcelona

550 pp.

22,50 euros

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Dos libros recién aparecidos, el de Pedro González-Trevijano y el de Fernando García de Cortázar, nos introducen en el mundo apasionante de la historia a través de unos personajes cuidadosamente elegidos y que van a ser testimonio fiel del poder (la victoria) y de la derrota (el olvido). Son protagonistas activos de su tiempo, de un tiempo en el que el triunfo sonrió a unos y frunció el entrecejo a los otros. No obstante, ¿unos perdieron y la vida les marcó inequívocamente como perdedores para siempre jamás, o hubo momentos, pocos, en que una luz brillaba al fondo del camino y les iluminó con un tímido resplandor? Por otro lado, ¿ese poder ejercido por los triunfadores fue siempre sinónimo de felicidad? Pues ni una cosa ni otra.Y aquí entran los dos autores en su análisis sobre diez poderosos personajes, de Gengis Khan a Napoleón Bonaparte, y sobre innumerables perdedores, olvidados muchos de ellos por la Historia, con mayúscula.

Don Alejandro Malaspina, marino español de origen italiano que dirigiera la más importante expedición española por el Nuevo Mundo a finales del siglo XVIII, uno de los personajes estudiados por el catedrático de Deusto, se convertiría en uno de los más sonados perdedores políticos de nuestra historia, acabando su carrera militar y política en el penal de San Antón de A Coruña, condenado por conspiración, tras un rápido enjuiciamiento celebrado en la cámara de la reina María Luisa, lugar que el valido Godoy, según dicen, conocía muy bien. Tras una vida sumamente compleja en que las decepciones familiares dieron paso a una dura carrera militar iniciada en la Academia de Guardiamarinas de Cádiz, a lo largo de los cinco años que durara su viaje en torno al globo perdió y ganó algo más. Cuenta el propio brigadier de la Armada española en su diario de travesía que él llevaba especial cuidado en que sus oficiales no tuvieran ningún tipo de relación sexual con las nativas de los puertos en que fondeaban las corbetas a su mando, la Descubierta y la Atrevida.Asegura que la transmisión de enfermedades sexuales ya causaban suficientes bajas entre la marinería para que, además, sus más directos colaboradores tuvieran problemas de ese tipo y se viera obligado a dejarlos en tierra. Otros, los que hemos estudiado a don Alejandro, Alessandro en cuanto perdió importancia en la corte española, creemos que tal vez sus muchas prevenciones sobre el particular respondían, también, a motivos más relacionados con su pertenencia como caballero a la orden de San Juan de Jerusalén, a la que él había prometido permanente celibato. Sucedió en el archipiélago polinésico de Vavao. Malaspina acababa de cerrar un importante acuerdo político con el cacique de la isla y éste, tras haberles ofrecido reiteradamente a los oficiales españoles los favores de bellas muchachas indígenas, consiguió convencer a don Alejandro para que desembarcara en una de las islas y asistiera junto a sus hombres a una fiesta muy particular. No sabemos bien –el propio Malaspina no lo reconoce en su diario de viaje– si la «imprudencia» del marino se limitó solamente a probar el alcohol, al que era tan reacio. Lo que sí sabemos con certeza es que en el Museo de América madrileño se conserva un boceto del pintor Ravenet, su compañero de cuitas, en el que un oficial español, sospechosamente parecido a don Alejandro, aparece, al día siguiente, con el cabello suelto y la guerrera abierta, con semblante extremadamente satisfecho, sentado junto a dos bellas nativas que llevan los pechos desnudos y acarician cariñosamente al oficial español. Por si quedara alguna duda de la identidad del personaje, escrito de puño y letra de Ravenet, figura la leyenda: «Obsequio de las muchachas de Vavao a los oficiales».Y a lápiz, con la misma letra, «el oficial es Malaspina…».

Aunque, claro está, no todos los perdedores que aparecen en el libro de García de Cortázar pudieron disfrutar de pérdidas, digamos, tan dulces. Este fue el caso de un cenetista que participó en el gobierno republicano de Largo Caballero, Juan Peiró, nacido en la Barcelona de finales del siglo XIX y de vida, como señala el autor, tan similar a la de cualquier militante obrero de la época y de la zona: miserias, cárceles, exilios, represión. Tras una infancia dura y despiadada de la que encontramos ejemplos palpables en las novelas de Charles Dickens sobre la Inglaterra industrializada, Peiró, siempre autodidacta, llegaría a ser director de Solidaridad Obrera y responsable máximo del sindicato anarquista CNT. Su encuentro con Salvador Seguí, «el noi del Sucre», le hace vivir en vivo y en directo aquellos años dorados del sindicalismo revolucionario en la Barcelona de comienzos del siglo XX que contemplaba entre admirada y expectante los resultados de la revolución sovietista de 1917. Seis años después, Seguí caía abatido por los pistoleros de la patronal catalana y el general Primo de Rivera daba un golpe de Estado aplaudido por Alfonso XIII. Peiró, como todos los militantes de la izquierda, vuelve a conocer momentos tristes y amargos. Comparte las diferencias que plantean a la organización Ángel Pestaña o Federico Urales ante un Buenaventura Durruti que tira fácilmente de pistola. Mientras, Peiró elude, como puede, las persecuciones a tiro limpio de la represión patronal y oficial. Un nuevo tiempo está a punto de alumbrarse con el advenimiento de la Segunda República.Teórico partidario de profundizar en el comunismo libertario y dejar de lado el reformismo burgués imperante, no puede evitar disentir de sus compañeros de organización, especialmente de Federica Montseny y de los partidarios de la recién creada FAI, que pensaban que colaborar con la República suponía, tal vez, la última posibilidad de que el movimiento obrero revolucionario pasara de vencido y dividido a posible vencedor. El levantamiento del proletariado anarquista barcelonés con el golpe de Franco lleva a utópicos como Peiró a creer a pies juntillas que nada está perdido y que todo puede ganarse. El mismo George Orwell, en su excelente obra sobre Cataluña en 1937, exclama, arrobado, que «era la primera vez que me encontraba en una ciudad en la que la clase obrera ocupaba el poder». Fueron instantes efímeros de victoria que Peiró saboreó con deleite. Luego, al poco, vendría la parte más oscura. El sindicalista moderado había dejado paso al sindicalista revolucionario: «Cuando la historia no se pone de acuerdo con el anarquismo, que sea el anarquismo el que se ponga de acuerdo con la historia».

El exilio se acaba cuando los nazis invaden Francia y lo envían de vuelta a España, a las cárceles del franquismo. En julio de 1942, cuando la barbarie azul todavía fusilaba españoles, Peiró recibía una curiosa petición cuando se encuentra en capilla: si se afiliaba al nacionalsindicalismo imperante, salvaría la vida y dispondría de un futuro. Pasaría, de nuevo, de vencido a vencedor.Y esta vez, por lo que parecía, para siempre jamás. Pero Peiró prefirió ganarse a sí mismo, como declararía ante el pelotón de fusilamiento, y no renunció a su ideología eligiendo entre la dignidad y la vida.Y triunfó, claro.

Sobre el poder, uno de los fenómenos más difundidos en la vida social, especialmente en la política, el filósofo Norberto Bobbio señalaba que para medirlo de forma adecuada había que tener en cuenta tanto sus «costos» como su «fuerza». Pero esta aseveración del famoso politólogo italiano –que entendemos perfectamente si la ponemos en relación con las reflexiones del sociólogo Max Weber– no la conocieron dos de los personajes que el rector González-Trevijano plantea en su documentada obra: Fernando, el Rey Católico, y el primer ministro británico Winston Churchill. Ambos ejercieron el poder de manera absoluta y en circunstancias bélicas similares, aunque bien lejanas en los tiempos, y ambos se vieron apartados, asimismo, del poder de forma brusca cuando su éxito parecía sonreírles para siempre. Uno, Fernando, inspirador al parecer de la obra de Maquiavelo y tan alabado por Guicciardini o Baltasar Gracián, resulta un aventajado jugador de ajedrez que manejaba sus piezas como nadie en aquellos convulsos años del último tercio del siglo XV europeo. El marido de Isabel sabía, como Wilhelm Steinitz, creador del ajedrez moderno, que las piezas valen por lo que hacen, y no por su mera presencia en el tablero. El tablero de juego de su poder político fue, por un lado, el afán triunfador de unificar lo que ahora llamamos España en tres formas distintas y complementarias para sus objetivos: la reunificación política, tratando de finiquitar el omnímodo poder de una nobleza castellana que siempre le había mirado con recelo; la reunificación territorial, uniendo el reino de la Granada nazarí a las coronas castellana y aragonesa, y a la que años después se añadiría la conquista de Navarra; y la reunificación religiosa, tan importante para los creyentes de una única religión verdadera, la cristiana, donde los cultos hebreos y mahometanos ya no tenían cabida. Nace una monarquía efímera, que se expande, también, por Italia, las costas del norte de África y América, que instaura un nuevo modelo de organización respetuoso con las peculiaridades de cada reino, al menos con los de Castilla,Aragón y Nápoles, que el rey conocía bastante mejor. Pero, siempre lo hay, el poder absoluto del soberano se complica conforme avanza el siglo XVI. El poderoso príncipe de finales del Medioevo deja paso a un titubeante y ya anciano gobernante renacentista. Los fallecimientos de sus hijos y nietos, así como el de la reina Isabel; las siempre difíciles relaciones con su yerno Felipe, esposo de su desquiciada hija Juana; las revueltas de Granada a causa de sus incumplidas promesas a la población musulmana; su discutido enlace matrimonial con Germana de Foix; o las inesperadas derrotas en las campañas italianas le obligan, al final de sus días, a designar en su segundo testamento a Carlos de Gante como su heredero. Con este gesto tan poco deseado como inevitable, Fernando nunca tuvo especial simpatía por su nieto, una nueva dinastía se entronizaba en España.

Asegura el profesor González-Trevijano que pasó por bastantes dificultades para la elección del personaje más relevante de los tiempos modernos. Finalmente, se decantó por la del político conservador británico Winston Churchill, ejemplo bien representativo de aquellos que gozaron de un poder omnímodo aunque democrático en tiempos bien difíciles, la Segunda Guerra Mundial, y que se vio más que defraudado al perder las elecciones frente a los laboristas nada más finalizar la guerra contra la Alemania nazi, saldada en forma victoriosa por los ingleses. El 25 de julio de 1945, tras la conferencia de Potsdam, Churchill se dirige a Londres, donde acaban de celebrarse comicios. Su partido, el conservador, tan solo alcanza 215 escaños, frente a los 399 del socialista Clement Attlee. Perplejidad. Es una derrota tan dura como inesperada para quien ha gobernado un país en guerra durante cinco largos años durante los cuales la sangre, el sudor y las lágrimas han impregnado la vida cotidiana de decenas de millones de británicos. Churchill encaja mal el veredicto de las urnas y rechaza la condecoración de la orden de la Jarretera. Su despedida del gobierno se produjo con el pesar de la derrota y de la incredulidad: «Me alejo de la dirección de los asuntos públicos».Y aunque no fue exactamente así, ya que continuó siendo reelegido una y otra vez por su distrito electoral de Essex, el poderoso político y fumador empedernido de puros habanos continuó pintando en su estilo entre fauve e impresionista; aceptó, finalmente, la máxima condecoración británica; contempló cómo los conservadores volvían al poder; y recibió en 1953 el Premio Nobel de Literatura «por sus magistrales exposiciones históricas y biográficas y también por su brillante oratoria en la cual ha descollado como defensor de los eternos valores humanos». Pero, a pesar de todo, en el ocaso de su vida, próximo a cumplir ochenta y un años, no dudaba en recordar, con la amargura que siempre lo acompañaría desde la campaña electoral de 1945, el momento «en que fui despedido por el cuerpo electoral británico». Poder y derrota, dos caras de una moneda siempre intercambiable.

 

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