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Lingua ex oriente: el griego en el español

Los helenismos del español

JORGE BERGUA CAVERO

Gredos, Madrid

295 págs.

16,35 €

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El léxico del español está estratificado en capas de diverso origen: latín, griego, árabe, lenguas germánicas, francés, lenguas prerromanas, como el vasco, y hasta lenguas de América nutren la masa del vocabulario del idioma común de España. El griego antiguo es un ingrediente esencial de la masa léxica española, y ha sido objeto de estudio por la filología española. La razón de ello es que los helenismos tienen interés tanto para la historia cultural de España como para la gramática española y la lingüística histórica.

Para la historia cultural, las palabras son testimonio de los contactos entre comunidades y manifiestan la mayor o menor penetración de una cultura (ya sea material o espiritual) sobre otra. El caso de los helenismos es, pues, pertinente para la comprensión de las influencias culturales en España. Para la gramática española –que comprende, claro, el diccionario–, el caso de los helenismos constituye una zona especial, porque este léxico obedece a restricciones que lo separan del resto del léxico, y que da origen a un patrón especial de formar palabras. Este interés por el conocimiento de los helenismos plantea, en consecuencia, un desafío a todo aquel que se atreva a visitarlo de nuevo. Y esto porque requiere saberes que la filología de hoy, con su estrecha especialización sólo en lingüística, o sólo en literatura, excluyendo a la historia, parece incapaz de afrontar. El libro de Bergua, fiel a esta especialización, se recoge en el aprisco del lingüista. Su interés radica en que enfoca de forma actualizada la descripción gramatical del léxico de origen griego en el español de hoy, sin por ello olvidar la historia. Por eso aborda con dos enfoques el tema: el histórico y el sistemático.

En cuanto a la historia, Bergua afronta el tema en el capítulo 3. Las vías y las épocas en que se ha introducido el griego en el español son varias. Hay helenismos que se remontan al contacto del latín con el griego en la Magna Grecia; otros, menos frecuentes, proceden de la dominación bizantina en España (años 554-625 de nuestra era); otras veces proceden de la lingua franca que empleaban marinos y comerciantes en el Mediterráneo. Esta vía de entrada de helenismos en latín a través del uso de varias lenguas en una misma comunidad era una situación no infrecuente en el mundo antiguo, como prueba el monumental estudio de James N. Adams, Bilingualism and the Latin Language (Cambridge University Press, 2003). Y del latín han ido al romance hispánico y al español.

También los árabes han sido vehículo de helenismos a través de escritos y traducciones. En fin, los eruditos medievales y renacentistas han tenido su parte en la introducción de helenismos por esta vía. La transmisión oral y la transmisión escrita transforman el helenismo de forma diferente, y esto da origen a dificultades. Una de ellas es el propio concepto de helenismo. Así, Corominas (Diccionario Crítico Etimológico Castellano e Hispánico ) afirma paladinamente y a contracorriente que la palabra bodega (del étimo griego, apothéka) no es helenismo sino latinismo, empleado ya por Cicerón y Horacio; lo mismo para palabras de origen griego pero usadas por mozárabes y andalusís, como jibia, adaptada plenamente a través del latín al árabe hispánico, y que Corominas cataloga, razonablemente, de arabismo, aunque tenga abolengo griego. En consecuencia, el criterio de helenismo debe quedar restringido y no acoger así toda palabra cuyo origen último sea griego, como hace Bergua. Por eso, la palabra gruta, de étimo griego, es considerada por el autor a la vez como helenismo e italianismo, por haber pasado a través del italiano. Lo mismo sucede con la palabra baño, que el latín tomó del griego, la adapta plenamente, y del latín pasa a las lenguas románicas como palabra latina. No tiene mucho sentido afirmar que es un helenismo, aunque Bergua precise que sea muy temprano. Mutatis mutandis, si el quichua (lengua amerindia) toma la palabra túnel, que es inglesa, del español, ¿diríamos que es un anglicismo del quichua? Lo que da valor explicativo a un concepto es la capacidad de restringir su dominio de aplicación, no su laxitud, que lo acaba privando de interés y de valor.

Junto a la historia del helenismo, encontramos en el libro el estudio de dos importantes aspectos de su gramática: a) la fonología, o cómo se ha adaptado a la forma sonora del español, y b) la morfología, o la estructura y categoría de la palabra griega cuando pasa al español. Ocupa los capítulos 2, 4 y 5, y es la parte más provechosa del libro, pero también donde más se echa en falta un tratamiento conforme a los modelos morfológicos actuales, y donde se observa alguna confusión. Así, en el capítulo 4 se dice que la vocal e con que pueden terminar sustantivos del español (noche, torre, jefe, padre…) forma parte de las vocales que marcan el género, como la vocal a (niña, mesa, perra, casa…) y la vocal o (niño, perro, libro…). Pero esta vocal es indiferente al género, formando parte del cuerpo de la palabra. Por eso, la vocal e de esos sustantivos puede permanecer en la palabra cuando ésta recibe un sufijo: noche-cita, torre-ón, jefezuelo, padre-cito…, mientras que las vocales a y o del género no pertenecen al cuerpo de la palabra y aparecen como desplazadas: niñita, os-ito, libr-ero, etc. Y, en contra de lo que dice el autor, los adjetivos autodidacta y políglota sí tienen variación de género; junto a éstos tenemos autodidacto y polígloto, que son masculinos, tal como lo recoge la última edición del Diccionario de la Lengua Española de la Real Academia.

Los problemas más interesantes para la gramática española se discuten en el capítulo 5, donde se ocupa de la forma y estructura de los helenismos reales, introducidos en el vocabulario culto, científico y técnico desde el siglo XVIII esencialmente. Se trata, primero, de establecer a qué categorías morfológicas del español (prefijos, sufijos, temas léxicos) corresponden los elementos formantes del griego. Pero para explicar la forma y estructura de los helenismos se habría necesitado recurrir a una maquinaría más poderosa que la que ofrece el autor. Algunos problemas de la morfología española en relación con la del griego son bien vistos. Por ejemplo, que en la española los compuestos raramente admiten posterior derivación, como cuentacorrentista (de cuenta corriente), algo que ocurre normalmente en griego. Pero no se ofrecen explicaciones, que quizá en términos de morfología formal sí podrían darse.

En otras ocasiones se introduce una clasificación de las palabras compuestas, sin que ello aporte una explicación real. Así, la división que hace Bergua de los compuestos en heterólogos –cuando la palabra compuesta tiene una categoría distinta de la que tiene la primera palabra; por ejemplo, sacacorchos, que es un nombre, no un verbo, o bien pelirrojo– y homólogos –cuando la categoría del compuesto no es distinta de la que tiene la primera palabra, por ejemplo, bocacalle, que es un nombre como lo es boca– no aporta ninguna explicación ni a la semántica ni a la sintaxis del compuesto. No se han ofrecido razones para eliminar la clasificación tradicional de los compuestos en exocéntricos, sin núcleo y en los que no cabe una interpretación composicional de lo denotado a partir de ninguno de sus componentes (necrófago, sacacorchos, pelirrojo ) y endocéntricos, con un núcleo y una configuración morfológica que refleja las relaciones semánticas entre sus constituyentes (bocacalle, cardiopatía ). Tampoco creo que haya muchos lingüistas que estén dispuestos a afirmar que en la palabra pelirrojo el núcleo semántico sea el sustantivo pel(i), puesto que el núcleo está fuera: [alguien] que tiene rojo el pelo (Diccionario de la Real Academia).

La teoría que sostiene Bergua (página 131, por ejemplo) viene a concordar con la idea tradicional (Meillet, Sapir) de la lexicalización. Que un formante griego pertenezca a la categoría de prefijo, sufijo o tema léxico depende del grado de lexicalización: cuanto más contenido semántico y fonético posea, más tiende a independizarse, y ser así una palabra española con su propio acento de intensidad. Así, fago, que es un formante en bacteriófago, por acortamiento se ha convertido ya en sustantivo independiente. Por tanto, bacteriófago es una palabra compuesta en el español moderno, parcialmente reconocible por el hablante común. Lo mismo pasa con filia (hemofilia) y fobia (fotofobia), formantes que tienen ya vida propia. Así, se habla de las filias y las fobias de alguien. Pero los formantes de la palabra polígono, poli- y -gono (ángulo), no han alcanzado esa autonomía. La fuerza que mueve a los formantes griegos parece ser la inercia: lo que era un prefijo o una preposición en griego sigue siéndolo en español, etc. Raramente una preposición termina por ser un nombre, como para, acortamiento de paramilitar, usado en la frase «los paras».

Este último capítulo contiene, no obstante, observaciones que deberán tenerse en cuenta tanto para corregir como para corroborar la caracterización que hace Bergua de la gramática de los helenismos en el español de hoy, caracterización en la que certeramente se compara el griego con el español. El libro contiene un índice que recoge más de tres mil palabras y afijos, lo que lo convierte en una excelente base de datos. Es necesario destacar una vez más que en este libro se aborda un tema que no es fácil, debido a los no siempre rectos caminos por donde ha llegado el helenismo y por los desajustes que presenta el léxico del griego en relación con el español y las lenguas indoeuropeas modernas. Por ello, hay que reconocerle al autor el mérito indiscutible de haber agarrado el toro por las astas y dejarlo preparado para próximas faenas.

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