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Dibujo de doce meses

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No creo yo que 2005 sea un año de los que hacen época en la historieta española o internacional. En la librería especializada, uno encuentra, como siempre, el fatigoso despliegue de portadas de colorines y series eternas de superhéroes vetustos, remozados –o maquillados– para su ineludible adaptación cinematográfica, o de robots, samuráis y mozuelas enamoradas de ojos inmensos. Más y más de lo mismo, como carteleras veraniegas de multicines fosilizadas en una teoría de pasatiempos tristes.Y si acude a la librería generalista, se topa con el Mortadelo o el Astérix de turno en la sección infantil, donde esos clásicos del entretenimiento han ganado su hueco.

Puede que en un rincón de cualquiera de ambas –como en la sala de menor aforo del multicine– halle libros dibujados, artefactos que cuentan un centenar de páginas o dos, encuadernados en rústica o en tapa dura, a veces editados con cuidado o hasta elegancia, en cuya lectura podrá perderse o encontrarse, o ambas cosas a un tiempo. Libros. Algunos los llaman novelas gráficas, aunque el marbete, traído del inglés graphic novel, encuentra enconados detractores entre quienes las escriben y dibujan, porque desde finales de los ochenta sirvió para vender las ediciones más pretenciosas –y caras– de las mismas inanidades de siempre. Pero no hay por qué abandonar un rótulo a sus peores expresiones: tan película es American Splendor como Daredevil, por mencionar dos relacionadas con lo que me ocupa; novela es la de García Márquez, pese a la de Barbara Cartland. Si dichos libros dibujados ambicionan una densidad significativa y una calidad estética parecidas a las de una buena novela, tal vez les cuadre la denominación.

El rincón de los libros dibujados prueba que la historia del medio prosigue también este año, confirmando tendencias entrevistas en los anteriores. Una de las más interesantes es que se consolida un nicho del mercado para dichas obras, para el libro dibujado que aspira a la expresión estética de contenidos significativos y a ser juzgado como cualquier buen libro.

Como suele suceder, la novedad es simultánea en latitudes diversas. El famélico mercado español de la historieta no renuncia a ella, por fortuna. Las causas serán, sin duda, varias. Hay quien apunta que creadores y lectores que crecieron leyendo tebeos han llegado a su madurez, es decir, a su plenitud intelectual y también a su plena capacidad de consumidores de cultura, sin querer renunciar a las posibilidades del medio.Tal vez ayuda la crisis de la industria del cómic donde antaño fue potente. La lucrativa producción de divertimentos de hace unas décadas en Estados Unidos o aquí ya no promete tantas ganancias ni atrae a quien sólo busca un buen sueldo, sino a quien pretende decir algo y decirlo de determinada manera personal.

Sea por lo que fuere, hay gentes prestas a invertir meses o años en completar un relato en viñetas a fin de expresarse y de procurar cierta belleza, aun sin garantía clara de beneficio monetario, y otras deseosas de comprobar si lo que tenían que contar merece la pena de ser leído y con capacidad económica para pagar por ello. Configuran una fracción del mercado editorial, de dimensiones diversas según los países. En paralelo, críticos y estudiosos van estableciendo pautas de reconocimiento: el Museo de Arte Contemporáneo de Los Ángeles (MOCA) organiza una exposición con el título Masters of American Comic. El Instituto Cervantes patrocina otra en Bruselas sobre El cómic de la democracia española, 19752005. Y aplican igualmente dichas pautas premios que reconocen a algunos cómics estatuto cultural equivalente al de las obras literarias o pictóricas.

Abrió camino el Pulitzer otorgado a Maus de Art Spiegelman en 1992; luego fue el American Book Award de 1996 a Palestine de Joe Sacco (lo reseñé en Revista de libros, número 74, febrero de 2003); más recientemente, en 2001, The Guardian eligió Jimmy Corrigan de Chris Ware (Revista de libros, número 95, noviembre de 2004) mejor primera obra; y entre nosotros Antoine de las tormentas de Luis Durán (véase Revista de libros, número 98, febrero de 2005) fue finalista del Premio Euskadi de literatura en 2004. La prestigiosa revista norteamericana McSweeney's Quarterly, una de las que marcan nuevos rumbos en la valoración literaria de aquel país, publicó en la primavera de 2004 su número 13, dedicado al cómic y editado por Chris Ware, un cuidadísimo y bello volumen que da la bendición cultural al medio, antaño tan universalmente mal considerado. A nadie asombra ya, aquí como allá, que revistas serias o suplementos culturales de los diarios analicen historietas y les reconozcan talla estética y hondura. Los críticos de la revista Time no titubean al incluir en su lista de las cien mejores novelas en lengua inglesa desde 1923 Watchmen de Alan Moore y Dave Gibbons (24 de octubre de 2005).

Tal reconocimiento crítico acompaña a un fenómeno editorial. Las ventas de «novelas gráficas» crecen y ahora interesan a editoriales mayores y de amplio prestigio. En Francia, hasta hace nada, títulos tales los publicaban editoriales especializadas como L'Association, L'An 2 o Rackham; ahora compiten con mastodontes literarios como Gallimard, Seuil o Actes Sud. En España, salvadas las inmensas distancias en volumen de negocio, se atisban movimientos similares. Lo que fuera coto de Sinsentido, Ponent o Astiberri empieza a tentar, si los rumores y anuncios de novedades no mienten, a Anagrama, Mondadori o Alfaguara.

Lo significativo no es, pues, que gentes cultas den por sentado que el cómic puede alcanzar rango de arte. Ocurre desde hace décadas, según recuerda irónico José María Conget en El olor de los tebeos (Pre-Textos, 2004): «¿[N]o era T. S. Eliot fiel lector de Krazy Kat? ¿No conocemos el fervor coleccionista de Bertolucci o Alain Resnais? ¿Y no es cierto que John Steinbeck propuso muy seriamente a Al Capp, autor de la serie Lil' Abner, para ese marchamo de inviolable respetabilidad, el Premio Nobel de literatura?» (p. 15). Lo significativo es que exista una porción del mercado ocupada por obras tales, es decir, autores y lectores para constituirla.Ware escribe en el prólogo a la antología de McSweeney's Quarterly que, a pesar de que «dibujar cómics requiere del creador una cantidad increíble de tiempo y devoción», todos los seleccionados «han reinventado de algún modo el lenguaje para adecuarlo a sus particulares sensibilidades», sin atarse a «ninguna obligación comercial» (pp. 11-12). Hay, en definitiva, historietistas con vocación e integridad artística y lectores para apreciar sus obras.

De momento, la nómina de títulos a los que adorna cierta ambición formal y de contenido, acompañada a veces por una edición cuidadosa, ha aumentado en los últimos años. No faltan, pues, en lo editado a lo largo de este 2005 obras que representan logros sobresalientes del arte del cómic o que apuntan posibilidades de autores a los que leeremos en adelante. Anotaré unas cuantas que a mi juicio no defraudarán a un lector exigente.

Al proliferar las obras que quieren ser tomadas en serio, la producción de historietas tiende a reproducir la polarización que –según Bourdieu– estructura el campo literario, entre los editores, críticos y lectores de títulos comerciales, de usar y tirar, y los de títulos más arriesgados e innovadores. Pero la diluye que, como en la edición literaria, los primeros también acometan de vez en cuando la edición de clásicos o de títulos de la «vanguardia consagrada». Planeta deAgostini publicó en 2004 el galardonado Jimmy Corrigan de Ware, y Norma editó Sin la sombra de las torres de Spiegelman y Persépolis de Marjane Satrapi. En 2005, Planeta deAgostini ha emprendido la edición cronológica e íntegra, en tomos sólidos y a precios aceptables, de títulos clásicos como Rip Kirby de Alex Raymond, Terry y los piratas de Milton Caniff y, sobre todo, Snoopy y Carlitos de Charles Schulz: nunca hasta ahora pudimos leer las tiras de Peanuts desde su inicio.

Este año cumple cien la primera página publicada de Little Nemo in Slumberland de Winsor McCay, obra de entidad estética e interés muy superiores a los de Yellow Kid, tan conmemorado hace una década, deslumbrante, imaginativa, actual. Un homenaje de estudiosos y artistas, Little Nemo 1905-2005: Un siglo de sueños (Sinsentido), se lo reconoce con dibujos de Watterson, Moebius, Spiegelman, Mattotti, Otomo,Ware,Taniguchi y otros muchos, con ensayos y cuidadas reproducciones de algunas planchas. El campo de la historieta traza su tradición propia y la honra con dignidad editorial.

También les cabe el rótulo de clásicos a otros títulos que el lector español desconocía. Aunque no gozaron como aquéllos de la prensa diaria enorme difusión y popularidad, sino de un aprecio más minoritario por sus aportaciones narrativas y formales, lo son Sahrazad de Sergio Toppi (Planeta deAgostini) y Totentanz de Dino Battaglia (Astiberri). Ambos maestros italianos, en los setenta punta de lanza de la renovación radical del lenguaje de la historieta, ofrecen dibujos y diseños de página inconfundibles, historias narradas con esmero, frecuentemente a partir de fuentes literarias, elegancia rotunda aun tres décadas después.
Pero la recuperación de obras indiscutibles, aunque contribuya a rellenar huecos de la cultura de cualquier lector de cómics –o socavones de ediciones anteriores, como aquella delirante de Terry y los piratas de Norma en los noventa, que sólo recogió las páginas dominicales, es decir, únicamente fragmentos de la historia–, no es de ningún modo lo que más le interesa. Son los nuevos títulos los que dibujan el estado de la edición de historietas, en particular los que firman autores españoles.

La historieta, por su carácter minoritario, ha dado en coto de voluntariosos y abnegados. Uno de sus recursos de edición habituales es el fanzine, revista no profesional a que acuden autores más o menos noveles con historias cortas. Publicar obras de mayor alcance requiere en el diminuto mercado peninsular la complicidad de editores que comparten la misma fe en las virtualidades expresivas del cómic y en las perspectivas comerciales de la novela gráfica. De dicha connivencia depende buena parte de los títulos que escapan a la tiranía de los géneros de entretenimiento.Tres autores españoles han firmado este año obras a mi juicio notables.

Luis Durán es uno de los más prolíficos. Lo es hasta bordear el disparate editorial, algo así como un Prince de la historieta, que no sabe cómo dar salida a su chorreante creatividad. Ha ganado numerosos premios por sus guiones, pese a un dibujo tan limitado como personal, y este año ha publicado dos historias de más de cien páginas, Caballero de espadas (Planeta deAgostini) y Nuestro verdadero nombre (Ediciones de Ponent), y tiene anunciada otra. En ambas, aunque no llegan a la complejidad de títulos anteriores, demuestra su habilidad para tramar relatos distantes de las simplezas argumentales de costumbre, que reflexionan sobre la interrelación de la realidad vivida y la contada. Es un gran narrador y sus historias rara vez decepcionan.
Santiago Valenzuela publica, de nuevo en otoño, la quinta entrega de las aventuras de su Capitán Torrezno, un antihéroe de estirpe berlanguiana metido a su pesar en una epopeya que bebe del peplum o de Star Wars con idéntico desenfado. El título mismo, Capital de provincias del dolor (Ponent), declara la soltura e ironía con que combina referencias y alusiones de la más variada índole.Todo sirve para edificar una extensa saga que va ganando densidad emocional y aliento épico sin abandonar la sorna inicial.

A estos autores experimentados se suma un novel, Javier de Isusi. La pipa de Marcos (Astiberri), su primer título, publicado en diciembre de 2004 pero distribuido en 2005, aportó un relato sólido, cuando no modélico, intriga, densidad significativa y distancia irónica. Isusi cuenta las aventuras de su protagonista en tierras de zapatistas, adonde acude para devolver al subcomandante Marcos una pipa que se convierte en foco de todos los espejismos. Lejos de la aventura convencional y del panfleto, esta invención de dibujo limpio y ritmo medido, da qué pensar acerca del despliegue de imágenes en que se juegan las batallas en Chiapas. Isusi se propone completar una serie de cuatro relatos con el mismo protagonista. Su primera entrega no podía ser más halagüeña.

En lo que a los cómics importados se refiere, los de origen japonés, que constituyen una auténtica avalancha hoy, son los que me han resultado menos pródigos en lecturas que excedan lo convencional. Aparte las fluidas ediciones de los muchos títulos del inagotable Osamu Tezuka, maestro del manga, o del también clásico El lobo solitario y su cachorro de Kazuo Koike y Goseki Kojima (Planeta deAgostini), son notables las intrigas endiabladas de Naoki Urasawa, quien se dio a conocer con Monster y que sigue enredándonos con 20th Century Boys (ambos títulos así, en inglés; Planeta deAgostini). Jiro Taniguchi es un valor seguro, aunque Tierra de sueños (Ponent Mon) no esté entre sus mejores obras: relatos de vidas cotidianas, de sueños y angustias, desplegados con un dibujo minucioso, limpio, y ritmo pausado.
Más generosa es la bande dessinée francófona, fuente en los últimos años de muchos títulos interesantes, que se apartan de la sólida pero rutinaria edición comercial del país vecino. La iraní Marjane Satrapi ganó con Pollo con ciruelas (Norma) el premio al mejor álbum en Angulema, es decir, el galardón más conocido de la industria europea, con la historia, bien contada, de un instrumentista virtuoso que se desmorona por culpa de conflictos domésticos. Obra correcta, su atractivo mayor es quizá la curiosidad que despierta en el lector occidental la cotidianidad del Teherán contemporáneo.

Puestos a degustar exotismos, Pyongyang de Guy Delisle (Astiberri) me parece pieza más nutritiva. El dibujante canadiense nos propone acompañarlo a una estancia de trabajo en la capital norcoreana y a la sorpresa repetida ante los delirios e incongruencias de esa penúltima patria socialista. Delisle elabora, con sencillez de libro de viajes y también sin medias tintas, todo un tratado en casi doscientas páginas acerca del choque cultural y los mecanismos insólitos del sometimiento político absoluto. Pyongyang es buen ejemplo de las capacidades del cómic para desvelar como un buen reportaje, con inteligencia y mesura, las miserias de cualquier realidad humana.
 

Babel de David B. (Sinsentido) nos sumerge, en cambio, en la intimidad más honda, mediante un formato que difiere no poco del de los títulos citados. Con sólo 32 páginas, prosigue la indagación en el mundo de los recuerdos, los sueños y las fantasías como pilares de la propia personalidad de su obra mayor, La ascensión del Gran Mal (cuatro tomos publicados en castellano hasta el momento), un relato de la vida familiar desde la infancia, presidida por la epilepsia de su hermano, a la que Babel remite. Imaginación visual, masas negras contundentes, dibujo inconfundible al que el francés agrega por esta vez rojos inquietantes. Un universo personal traducido en imágenes de extraña elocuencia.
 

Lupus de Frederick Peeters (Astiberri) es obra de género que sabe buscarle las vueltas a éste. El suizo encandiló al lector español en 2004 con su excepcional Píldoras azules (véase Revista de libros, número 99, marzo de 2005), un relato autobiográfico conmovedor. Lupus no desmerece en nada. Esta primera entrega de cuatro previstas da inicio a una historia de ciencia ficción en la que dos amigos que vagabundean por el espacio se enredan en una trama de triángulo amoroso, asesinos a sueldo y otros tópicos de varia procedencia para desplegar incidencias en que lo determinante es el sentimiento genuino –el hastío, la irritación, el enamoramiento o el desasosiego– y no la convención. Peeters, con su dibujo desenvuelto y expresivo, con su narrar premeditado y sabio, ofrece de nuevo una historieta densa y apasionante.
El cómic alternativo americano es pródigo en buenas sorpresas –allá acuñaron la denominación «novela gráfica»–, quizá porque los autores que se quieren tales tienen enfrente a una industria alzada sobre la producción en serie de los tópicos genéricos más anodinos. Beto Hernández es, desde los ochenta, uno de los alternativos paradigmáticos. En la revista que comparte con su hermano Jaime, Love & Rockets, comenzó por entonces a desplegar con paciencia un mundo personal cuyo perfil aún continúa trazando cuando le llega la hora de las recopilaciones. Palomar (La Cúpula) da ocasión a muchos de leer sus historias, situadas en el pueblo de ese nombre. Protagonismo coral, personajes singulares, ligados por parentesco y vecindad –en especial los femeninos, como la inolvidable y promiscua Luba–, e historias imaginativas, que se entrelazan en la realidad caótica y fascinante de este pueblecito latinoamericano.
Frente a la fantasía, el acontecimiento histórico: otro relato coral que articula el espacio de una población es Berlín: Ciudad de piedras (Astiberri), una novela histórica en la que Jason Lutes reflexiona acerca de las turbulencias que preludian el ascenso del nazismo en la capital alemana de 1928 y 1929. Bien ambientada, con un dibujo laborioso y claro y una historia bien construida, que prefiere la reflexión a la obvia condena moral, es uno de los títulos que, en vez de rumiar o discutir las limitaciones del medio, explora sus capacidades narrativas y analíticas con osadía y acierto.
 

Madre, vuelve a casa (Astiberri) de Paul Hornschemeier, en fin, es en cambio un relato intimista, que explora los mecanismos del recuerdo y la topografía mínima del dolor a través de un chaval de siete años que queda huérfano. Hornschemeier dibuja con trazo escueto un relato medido y conmovedor, que anuncia seguramente, desde este su primer título extenso, un autor consistente y al que merecerá la pena leer.
No es mal balance que, en un año para nada sobresaliente, pueda uno espigar, en un recorrido trazado como éste, al solo arbitrio de sus apetencias de lector, una docena larga de títulos interesantes. La historieta, desde hace décadas enferma de marginalidad y raquitismo editorial, parece, sin embargo, terreno fértil para las obras de excepción, que la reaniman y embellecen de nuevas expectativas. Si la realidad del mercado español lo permite, no parece que vayan a faltarnos lecturas estimulantes en los próximos años.

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