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El cómic hecho literatura

Mátame

David Lapham

La Cúpula, Barcelona

Trad. de Francisco Pérez Navarro

260 pp.

11,95 €

Love and Rockets X

Gilbert Hernández

Fantagraphics, Seattle

Locas 1

Jaime Hernández

La Cúpula, Barcelona

Trad. de Lorenzo Díaz

276 pp.

12 €

En busca del tiempo perdido. Por el camino de Swann. Primera parte: Combray

Marcel Proust

Sexto Piso, Madrid

Trad. de Conrado Tostado. Adaptación de Stéphane Heuet

72 pp.

18 €

Río Veneno

Beto Hernández

La Cúpula, Barcelona

Trad. de Lorenzo Díaz

196 pp.

8,95 €

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UNO

Cuando uno entra en Forbidden Planet, la librería de cómics y ciencia ficción de Nueva York, y se enfrenta con la sección de «novelas gráficas», la sensación puede ser intimidante y angustiosa. ¿Cómo encontrar un camino en este laberinto? ¿Cómo orientarse en esta masa multicolor de títulos y de nombres? ¿Hay verdaderamente tantas novelas gráficas? Algunos títulos resultan familiares para los no iniciados porque han sido recientemente llevados al cine: por ejemplo, Sin City, Una historia de violencia o V de vendetta. ¿Y las otras? ¿Merecen la pena? ¿Son verdaderamente «novelas» todas las obras que se presentan como «novelas gráficas»?

Mi interés por las novelas gráficas es asistemático y también asimétrico. No pretendo un recorrido exhaustivo por el género (¡líbreme Dios!), ni tampoco hacer un resumen de «características generales» o proporcionar una lista de obras importantes o de títulos «clave». Lo que me interesa es estudiar ciertos cómics que pueden ser descritos como «novelas» y explorar, aunque sea someramente, sus mecanismos narrativos, la forma en que dependen de las novelas «literarias» y, en general, las posibilidades narrativas de un género que combina texto con imágenes.

Pero, ¿qué es una «novela gráfica»? Para los propósitos de este ar­tículo y de mi modesta investigación, he decidido considerar «novela» gráfica a aquellos cómics que por el tono, el ritmo, la estructura y el tipo de historias que cuentan, se asemejan, o intentan asemejarse, a las novelas clásicas. Una novela gráfica ha de ser, por tanto, en algún sentido, «crítica» con la realidad, debe contar una historia articulada y coherente, cerrada y no episódica, y debe tener personajes dotados de interés y de complejidad. No me parece que El Príncipe Valiente de Hal Foster o que las historias de Corto Maltese de Hugo Pratt sean verdaderas «novelas». No tienen el sabor ni el sentido ni la estructura cerrada y creciente de una novela. A pesar de que Valiant crece, se casa, madura, tiene hijos y envejece, su historia es meramente externa, una sucesión de conquistas, enfrentamientos y victorias. Tampoco las historias de Tintín son novelas, aunque los últimos álbumes (Las joyas de la Castafiore, El asunto Tornasol) se aproximen a la forma cada vez más, y no lo son por la sencilla razón de que las historias del joven «periodista» y su perrito Milú están claramente dirigidas a un público infantil. ¿Es entonces la interiorización y la textura adulta de los personajes lo que hace que una historia sea una novela? Las historias de Stan Lee para Marvel, por ejemplo, están llenas de disquisiciones existencialistas, de conflictos psicológicos y de dilemas morales, pero no se parecen en nada a lo que suponemos que debe ser una novela. ¿Por qué? ¿Porque a pesar de sus largas parrafadas y sus ceños fruncidos (o, mejor dicho, a consecuencia de ellos) son, evidentemente, «cultura popular»? Vayamos, entonces, a las historias de Guido Crepax: son elegantes, son sofisticadas, están llenas de referencias librescas, tienen el aire decadente, torturado y exquisito de la alta cultura, pero no, tampoco son en absoluto «novelas».

Me gustaría aclarar, de cualquier modo, que decir de un cómic que «no es una novela» no es hacer ningún juicio de valor. Un cómic no es tanto más grande cuanto más se acerca a la forma novelística, de igual modo que un novelista no es mejor escritor si sabe disparar un rifle, ni un policía es mejor policía si sabe tocar el violín. 300 de Frank Miller no es una «novela» y La perdida,de Jessica Abel, sí lo es, pero 300 es una obra maestra del cómic y La perdida sólo un cómic excelente. Cada forma artística posee su propio código. El cómic se parece más al cine que a la literatura (muchas pe­lícu­las, de hecho, se dibujan en forma de cómic antes de filmarse), y las tres artes –cómic, cine y novela– poseen cada una su forma peculiar de contar historias, con técnicas distintas y con poéticas distintas.

Una «historia» del género nos llevaría a considerar obras como los Emblemata de Alciato (1531), uno de los mayores best sellers de todos los tiempos, o también La nave de los locos de Sebastian Brandt (1494) o El sueño de Polifilo de Francesco Colonna (1499), en las que las ilustraciones tienen casi tanta importancia como el texto, y también nos obligaría a detenernos en las histoires en estampes del suizo Rodolphe Töpfer (la primera, Histoire de M. Jabot, es de 1833), que un Goethe octogenario leyó con asombro y con deleite y en las que creyó vislumbrar las posibilidades de un género nuevo que podría acabar dando «cosas extraordinarias», así como a mencionar –aunque sea de pasada– obras tan curiosas como las novelas gráficas (no hay otra forma de describirlas) del suizo Frans Masereel (1889-1970) compuestas por xilografías sin pa­labras, como por ejemplo Mon livre d’heures (1919) o La idea (1920), que fue alabada por Thomas Mann; las «novelas sin palabras» (wordless novels)de Lynd Ward, la primera de las cuales (God’s Man) apareció en 1929 y que cuentan complejas historias de aventuras por medio de grabados en madera, o las «novelas en dibujos» de Otto Nuckel, cuya obra más famosa, Destino, se publicó en 1930.

Una «historia» del género nos llevaría a discutir, en fin, cuál es la primera novela gráfica, si fue It Rhymes with Lust, una «novela en imágenes» («picture novel») de 128 páginas publicada en 1950 con formato de libro y que iba dirigida a un público adulto, o la historia del Doctor Strange en Strange Tales (1965-1966), obra de Stan Lee y Steve Ditko, tal como asegura algún historiador del tema, y también a recordar que la primera vez que se utilizó el término «novela gráfica» fue en 1964, cuando apareció en un manifiesto escrito por el crítico británico Richard Kyle, muchos años antes, pues, de que apareciera en la portada de Un contrato con Dios (1976) de Will Eisner, que es para muchos la obra que inicia el género y también la que populariza el término y lo pone en el lenguaje común.

A partir de la publicación de su célebre Un contrato con Dios, Will Eisner está en el centro de cualquier discusión sobre el tema de la novela gráfica, aunque su papel en esta historia resulta ligeramente incómodo. En un momento de su carrera en que cualquier otro se hubiera dedicado a disfrutar de unos más que merecidos laureles, Will Eisner, uno de los grandes creadores de la historia del cómic, decidió dar un giro a su obra y se embarcó en una especie de cruzada personal cuyo propósito último era situar el cómic junto a las artes «elevadas», tales como la literatura o el tea­tro. Surgen así una serie de novelas gráficas tan admirables como Viaje al corazón de la tormenta (1991), Las reglas del juego (2001) o The Plot: The Secret Story of the Protocols of the Elders of Zion (aparecida en 2005, poco después de su muerte), y también dos importantes obras de reflexión sobre el lenguaje del cómic, Los cómics y el arte secuencial y La narración gráfica, publicadas en español por Norma Editorial. Todas ellas, las de creación como las teóricas, son obras importantes y que merecen la atención que han suscitado pero, a pesar de todo, resultan incómodas porque, me da la impresión, no acaban de dar en el blanco. En Los cómics y el arte secuencial, por ejemplo, Eisner postula la existencia de un «arte secuencial» que sería «una disciplina claramente diferenciada, una forma plástica y literaria que se ocupa de la disposición de imágenes o dibujos y palabras con el fin de contar una historia o dramatizar una idea». Este «arte secuencial» no sería, por tanto, el cómic en sí, y Eisner se limita a estudiarlo «dentro del marco de su aplicación a los cómics y a las tiras semanales, donde es universalmente empleado». Los otros ejemplos de «arte secuencial» serían los manuales de instrucciones en forma de cómic, los cómics educativos y los story boards que se usan para planificar una película. «En su forma más elemental», explica Eisner, «los cómics emplean una serie de imágenes repetitivas y de símbolos reconocibles. Cuando éstos se usan una y otra vez a fin de expresar ideas similares, acaban por convertirse en un lenguaje o, digámoslo así, en una forma literaria. Y es este uso disciplinado lo que crea la “gramática” del arte secuencial».

Todo esto parece, en verdad, un poco complicado, un poco gratuito, un poco excesivo, y no son pocos los que han mostrado cierto escepticismo ante los esfuerzos de Eisner, cuya mejor obra, en la humilde opinión de quien esto escribe, la encontramos en las aventuras de Spirit de su primera época: negras, pueriles, populares, burlescas, fascinantes, y cuyo estilo de dibujo retorcido y manierista, opulento y chorreante, parece estar en perpetuo conflicto con las ambiciones grandiosas de su autor y desear siempre regresar al cómodo y expresivo mundo de la pulp fiction.

En 1966, John Updike dio una conferencia en Liverpool sobre el tema, bastante de moda en esos años, de «la muerte de la novela». El autor de Corre, conejo, cuya vocación artística inicial había sido la de dibujante de cómics, especuló sobre la posibilidad de que el arte narrativo adoptara en el futuro formas nuevas y se desarrollara por medio de técnicas distintas de las tradicionales, y manifestó su esperanza de que un artista «con un doble talento» para la narración y para la plástica fuera capaz de realizar, en un futuro cercano, una obra maestra de la novela en forma de cómic.

Algunos años más tarde se le presentaría la oportunidad de participar en una obra de esas características, pero no se decidiría a aceptar el reto. Fue a principios de los años noventa. Art Spiegelman, que era ya mundialmente famoso por su «novela gráfica» Maus, una de las obras maestras indudables del género, se puso en contacto con una serie de conocidos escritores para proponerles la realización de una novela gráfica original en colaboración. Según explica Spiegelman, que cuenta esta historia en la introducción a Ciudad de cristal, él mismo había sentido un cierto rechazo inicial ante la etiqueta «novela gráfica», que le parecía algo pomposa, pero cada vez que visitaba una librería y se encontraba su obra Maus rodeada de libros de fantasía y de juegos de rol, se lo llevaban los diablos. Entre los nombres de escritores que barajaba se encontraban los de William Kennedy, Paul Auster, y también John Updike; después de lograr el apoyo de su editor, fue poniéndose en contacto con todos ellos. Pero no tuvo suerte. Los novelistas lo escuchaban con gran amabilidad e interés, mostraban incluso cierto entusiasmo y a continuación, explica Spiegelman, «salían corriendo». John Updike le confesó que le había costado cincuenta años reconciliarse con la idea de «poner palabras en sus dibujos» y añadió que, desde su punto de vista, la forma «más pura» de expresión del cómic exigía que el texto y los dibujos fueran realizados por la misma persona. Tengo la impresión de que a Spiegelman esta explicación no le convenció en absoluto.

El único escritor que aceptó el reto de Spiegelman fue Paul Auster, que comenzó a trabajar en una historia que surgía de la imagen de un cuerpo flotando en una piscina. Pero la historia empezó a crecer y a interesarle cada vez más, y finalmente Auster decidió convertirla en una novela: así fue como surgió Mr. Vértigo, a la cual Spiegelman contribuyó con la ilustración de la portada, pobre premio de consolación no exento de ironía. Más tarde, Auster accedió a participar en un proyecto que estaba muy lejos de lo que Spiegelman había imaginado en un principio, y que consistía en la «traducción en imágenes» de una de sus novelas, Ciudad de cristal. El resultado fue el cómic Ciudad de cristal, en la adaptación de Paul Karasik (texto) y David Mazzucchelli (dibujos), que hoy podemos leer en español en la edición de Anagrama. Se trata de una obra apasionante, cuya lectura deja un regusto de amargura, melancolía, horror y fascinación metafísica que no estamos precisamente acostumbrados a relacionar con la lectura de cómics, una obra verdaderamente sorprendente si tenemos en cuenta que la novela de Paul Auster no tiene apenas acción y está llena de digresiones (como, por ejemplo, la que relaciona la caída, la torre de Babel y la manzana del Paraíso con la Gran Manzana de Nueva York) y de temas esotéricos (el lenguaje original de los hombres antes de Babel), lo cual obliga a los adaptadores a traducir en imágenes pensamientos, estados interiores y secuencias puramente «literarias». La Ciudad de cristal de Karasik y Mazzucchelli es una obra maestra de la narración gráfica, y sería una de las grandes «novelas gráficas» de la breve historia del género si no fuera porque se trata de una adaptación de un texto preexistente. Pero a lo mejor no deberíamos ser tan puristas.

DOS

No cabe duda de que Maus, de Art Spiegelman, es la más importante novela gráfica jamás escrita (¿«jamás dibujada»?, ¿«jamás escrita y dibujada»?). Un crítico de The Wall Street Journal la consideró «el relato más eficaz y conmovedor jamás realizado sobre el Holocausto», y es verdad que la obra resiste fácilmente la comparación con Primo Levi y otros testimonios de la experiencia de la shoah pertenecientes a la cultura «seria» o «literaria», aunque quienes la lean en español se verán obligados a sufrir una traducción realizada por alguien que tiene sólo muy someras nociones de nuestra lengua, que desconoce la existencia del modo subjuntivo, confunde los verbos «ser» y «estar», utiliza las preposiciones y los pronombres como mejor le parece e inventa con total desfachatez palabras y expresiones. Indudablemente, el libro de Spiegelman se merecía algo mejor.
 

Maus no sólo es el relato en primera persona de un superviviente de Auschwitz, sino también un cuadro de lancinante realismo de las relaciones entre un padre y un hijo. El relato es tan detallado y está tan lleno de recovecos y de información de todo tipo que puede satisfacer con creces las más exaltadas exigencias de verosimilitud, valor documental y riqueza sociológica y psicológica, y su personaje central es tan ambiguo y complejo como sólo esperaríamos encontrarlo en una novela de las que sólo tienen palabras. Vladek es valiente, inteligente, generoso, pero también interesado y calculador; tiene un número tatuado en el brazo, pero siente un desprecio absoluto por los negros, a los que considera una panda de ladrones; lo vemos revolver los cajones de su futura prometida en busca de información que pueda comprometerla, y también decidido a no casarse con ella cuando sospecha que puede estar enferma; conocemos los pliegues y repliegues de su alma, su honradez y su astucia, su generosidad y su talento para la supervivencia; lo acompañamos en su horrible epopeya de los años cuarenta y en las miserias de su vida cotidiana en Queens, Nueva York, cuando ya es un hombre viejo lleno de manías y de mezquindades. Uno de los grandes triunfos de Maus es que su protagonista no es un gran héroe ni un mártir simbólico, sino una persona real: es un ser inolvidable y excepcional y, al mismo tiempo, una persona completamente normal, un ejemplo conspicuo, en fin, de una tradición realista de narrar que describe individuos por medio de circunstancias y que tiene su origen no sólo en Cervantes y El Lazarillo, sino también en los Evangelios y en Petronio.

El grueso del relato lo constituye, sobre todo, la historia de ese proceso de degradación colectiva que se llamó nacionalsocialismo. La descripción de la forma en que los nazis van progresivamente humillando y abatiendo a los judíos, arrancándoles derechos, sujetándolos a sanciones cada vez más severas, imponiéndoles prohibiciones que les obligan a la miseria y al estraperlo, deteniéndolos por cualquier cosa, trasladándolos de una ciudad a otra, metiéndolos en guetos, amontonándolos en trenes de ganado, en un proceso lento, implacable y obsesivo que terminará en las pilas de cadáveres anónimos de Auschwitz es, sencillamente, magistral y nos ayuda a comprender muy bien el laberinto psicológico en que los gatos nazis forzaron a entrar, escalón tras escalón, a los pobres ratones judíos, dentro de un proceso de rarificación sistemática de la «normalidad» que tuvo el efecto hipnótico de lograr que una población de millones de individuos se dejara exterminar sin ofrecer la menor resistencia. Vladek recuerda con claridad que todo el mundo sabía ya desde el principio lo que sucedía en Auschwitz, que se sabía que los alemanes estaban matando en masa a los judíos de Europa. Entonces, ¿por qué nadie hizo nada? Pregunta Art, ¿por qué os dejasteis matar de esa manera? Pero la intención de Spiegelman no es contestar a esas preguntas que no tienen respuesta, sino dejar que se queden sonando en el aire.

Lo único que no acaba de dejarme tranquilo de este «cómic» es su celebrada metáfora central, que consiste en representar cada nacionalidad por medio de un animal, de modo que los judíos son ratones, los alemanes son gatos, los polacos son cerdos, los estadounidenses son perros, etc. No, no acaba de convencerme porque hay algo natural en que los gatos cacen ratones y se los coman, y porque un ratón y un gato pertenecen a especies distintas, mientras que la verdadera tragedia de todas las tragedias del hombre es que todos somos ratones, o todos somos gatos, aunque nos empeñemos en vernos unos a otros como animales distintos. Y, ¿qué sucede con la mujer de Art, que es francesa y, por lo tanto, debería ser una rana? El propio Art discute el asunto con ella en el cómic, que trata, después de todo, de un dibujante de cómics llamado Art Spiegelman que está dibujando un cómic que trata de un dibujante de cómics llamado Art Spiegelman que está dibujando un cómic que trata de un dibujante de cómics (Art Spiegelman) que está dibujando un cómic (Maus) que trata de las experiencias que tuvo el padre del dibujante en Auschwitz. Finalmente, Art decide dibujar a su mujer también como una ratona dado que, si bien es francesa de origen, ahora es judía por estar casada con él. Ya conocemos los líos tremendos que se hacen los norteamericanos, y los hispanoamericanos también, con todos estos temas de nacionalidad, religión, origen y raza. En Europa hemos resuelto el problema hace bastante tiempo (o al menos parecíamos tenerlo resuelto antes de este rebrotar de los nacionalismos) por el simple expediente de considerar que la nacionalidad es un concepto meramente administrativo y político que nada tiene que ver con el origen racial, la religión o la nacionalidad de los padres, de modo que un «español» es alguien que ha nacido en España o, de manera todavía más abstracta, alguien que tiene un DNI español. Sin embargo, en Estados Unidos alguien que tiene un abuelo polaco y otro italiano dirá que «es» «polaco» e «italiano», y en México consideran que los ciudadanos mexicanos de raza blanca son «españoles», aunque sean unos «españoles» que llevan viviendo quinientos años en el país del pulque.

Lo que quiero decir con todo esto es que la metáfora visual central de Maus es también la expresión más ostensible del propio tema de la obra –el racismo– y de las interminables perplejidades en que puede sumirnos. Porque la categoría «ratón» hace referencia a una religión o a una raza (la judía), mientras que la categoría «cerdo» hace referencia a una nacionalidad (polaca), pero no a una raza ni a una religión (ya que los alemanes y los polacos son ambos blancos y cristianos), mientras que la categoría «perro» hace referencia a una nacionalidad independientemente de la raza (norteamericana, independientemente de que la raza sea blanca o negra), ya que en Maus hay perros blancos y perros negros. Pero entonces, las distintas especies animales de Maus, ¿qué representan? ¿Nacionalidades? ¿Razas? ¿Religiones? ¿Culturas? ¿Lenguas? Una de las cosas buenas de la Revolución francesa fue considerarnos a todos «ciudadanos». Quizá fuera mejor dejarlo así.

Pero es posible que la metáfora de Spiegelman sea precisamente la opuesta: que nos vemos unos a otros como especies distintas –ratones, cerdos, perros, gatos, ranas–, cuando en realidad somos todos lo mismo. De cualquier modo, el impacto visual de su historia es indudable, y sus pequeñas y abarrotadas viñetas, que parecen evocar un arte rústico y arcaico de grabados en madera, parecen establecer a partir de su aparición algo así como un canon artístico del género, que preferirá casi siempre el blanco y negro, la economía expresiva y la evocación sintética de ambientes y materiales, objetos y lugares.

Es evidente que Maus cumple a la perfección las tres condiciones que nos habíamos impuesto a nosotros mismos para considerar que una «novela gráfica» es una verdadera «novela»: tiene un carácter más o menos «realista» (en este caso, de un realismo absoluto, si dejamos de lado la metáfora de los ratones), cuenta una historia cerrada y perfectamente articulada y coherente, y tiene personajes ricos e interesantes. Estos criterios dejan fuera muchas de las obras que se presentan como «novelas gráficas» o que son saludadas como tales.

La colección «La novela gráfica» de ediciones La Cúpula, por ejemplo, incluye obras como El Borbah, de Charles Burns, enloquecidas historias after-punk protagonizadas por un «detective privado» que va vestido como un luchador mexicano, o la divertidísima serie Odio de Peter Bagge, que cuenta las desternillantes aventuras de un joven grunge en esa gran capital de la lluvia que se llama Seattle, pero ninguna de ellas es una «novela»: la primera porque se trata de una serie de aventuras independientes, la segunda por su carácter episódico.

Un capítulo aparte lo forman las obras surgidas de la colaboración, o aquellos relatos gráficos que son sobre todo obra de guionistas, como The Invisibles, de Grant Morrison, que trabaja con un equipo de dibujantes (de modo que cada episodio tiene una apariencia gráfica distinta), Watchmen o V de vendetta de Alan Moore, o Sin City, Batman, el retorno del señor de la noche o 300 de Frank Miller, que a veces dibuja los guiones de otros, a veces escribe guiones para que otros los dibujen y en ocasiones hace él mismo las dos cosas. Algunas de estas obras, especialmente Watchmen y Batman, el retorno del señor de la noche, suelen citarse como ejemplos clásicos de «novela gráfica», y todos los cómics citados son largos y complejos y buscan conscientemente el hálito de la «literatura», lo cual quiere decir, en muchos casos, que los personajes hablan demasiado y utilizan demasiados adjetivos. Pero yo no incluiría estas obras, magníficas por otra parte, dentro de mis muy personales «novelas» gráficas. 300, por ejemplo,es una obra maestra de planificación y de claroscuro (aunque a este lector insoportablemente pedante le molesta sobremanera que los «persas» contra los cuales luchan los espartanos en Termópilas tengan rasgos negroides, con lo cual todo viso de credibilidad cae por los suelos), pero nada tiene de novela, y en cuanto a Watchmen y Batman, el retorno del caballero de la noche me parece que su lenguaje y su iconografía pertenecen claramente al mundo, a la historia, a las tradiciones del cómic. Son relecturas, reescrituras, redefiniciones de las historias clásicas de superhéroes, pero su mundo es el del cómic, no el de la novela.

En otro apartado podríamos situar a los raros, a los inclasificables. Ningún cómic encaja tan bien en esta categoría como Cerebus, del canadiense Dave Sim. Sim comenzó a dibujarlo un año antes de que Will Eisner publicara su célebre Un contrato con Dios, y en ambición y extensión no creo que haya ninguna narración gráfica que se le iguale. En 1977 apareció en un volumen Cerebus, que comprendía las primeras veinticinco entregas. Tras la publicación del segundo volumen, titulado High Society, Sim declaró que su saga sería una «novela» que iría apareciendo en trescientas entregas reunidas en dieciséis volúmenes, el último de los cuales, The Last Days (Latter Days, vol. 2), apareció en el año 2004. Cerebus es ahora, pues, una gigantesca «novela gráfica» que alcanza unas seis mil páginas de longitud, una verdadera muralla china de palabras y de viñetas y una de las historias más largas (al menos en número de páginas) jamás intentadas por la especie homo sapiens.
 

Cerebus es también uno de los cómics más extraños y obsesivos de la historia de este arte. No he leído la serie completa, pero soy el orgulloso propietario del tercer volumen, un impresionante tocho de seiscientas páginas titulado Church and State («Iglesia y Estado») donde Sim, según declaraciones propias, se dedica a estudiar las relaciones de poder existentes entre ambas instituciones y hace incluso alguna velada referencia a la historia del papado. Sim ha explicado que en su texto ha intentado aligerar (y subrayo la palabra) las referencias, las disquisiciones, las digresiones, los diarios, cartas, etc., a pesar de lo cual Church and State es víctima de una verborrea incontenible, un mal que parece endémico a los cómics que aspiran a ser considerados verdaderas obras de arte. Cerebus está dibujado en blanco y negro con una pluma muy refinada que evoca delicadezas victorianas, aunque los fondos son obra de un colaborador. Cerebus, el protagonista, es un cerdo hormiguero que parece un muñequito de peluche, está desnudo como un muñequito de peluche y, al contrario que todos los muñequitos de peluche, está siempre enfurruñado o furioso. La acción se desarrolla en una especie de universo paralelo donde una especie de Edad Media estilo Conan el Bárbaro (la historia se de­sarrolla, al parecer, en el «siglo xv») se mezcla libremente con una especie de siglo xviii lleno de personajes con pelucas y una especie de lánguido si­glo xix con interiores cómodamente amueblados en estilo art déco. Coexisten también distintos estilos de dibujo: Cerebus es una especie de muñequito, una caricatura, mientras que el resto de los personajes son seres humanos bastante realistas, pero hay además numerosos personajes venidos de otros cómics: en Church and State, por ejemplo, aparece un joven moreno horriblemente pedante que se llama Trystrim y es idéntico al Príncipe Valiente; un superhéroe llamado Volverine que a ratos es idéntico al Capitán América y un monstruo gigantesco que se parece en todo a la «Cosa» de los Cuatro Fantásticos y es, al parecer, Tarim, es decir, nada menos que Dios, o el Dios de este mundo.

Es imposible resumir la historia de Church and State, que procede por saltos, digresiones y desviaciones continuas y avanza a menudo con desesperante lentitud a fin de representar, en palabras de su autor, el transcurso real de la vida. Cerebus vive en Iest, uno de los United Fedwar States, y está escribiendo un libro titulado Sobre el gobierno. Cerebus siempre está enfadado, entiende todas las cosas al pie de la letra (lo que le provoca todavía más sensación de frustración), aborrece la ropa, bebe sin parar, es obsceno y maleducado y totalmente insensible a los sentimientos de los demás, habla de sí mismo en tercera persona y es dado a los ataques de melancolía. Es una mezcla del perverso polimorfo del doctor Freud y el autista funcional del doctor Sacks. A su alrededor David Sim intenta crear un mundo lleno de intrigas políticas y de complejas y enrevesadas luchas por el poder, aunque sus tramas, una vez superados los interminables parlamentos y las larguísimas historias o antihistorias que suelen relatar todos los personajes, resultan algo toscas. Weisshaupt, el líder del país, visita a Cerebus y lo convence de que vuelva a ser primer ministro. Cerebus acaba por aceptar, no sabemos muy bien por qué, y se dedica a escribir novelas eróticas para pasar el tiempo. Está casado con una chica guapísima que va siempre medio desnuda y que tiene una madre horriblemente desagradable, y hay además una niña flotante que habla con Cerebus telepáticamente durante la noche, y están también los «padres fundadores» de los United Feldwar States, que son idénticos a los hermanos Marx. Aunque en Iest hay separación de poderes entre la iglesia y el Estado, el obispo Powers nombra a Cerebus «pontífice oriental» con la esperanza de que nuestro cerdito hormiguero, que está todo el día borracho y pasa de todo (lo único que hace como gobernante es firmar los papeles que le dan, sin molestarse en leerlos), se deje manipular con facilidad. Durante un largo capítulo en que la imagen de Cerebus sentado en un sofá con una botella de licor se repite idéntica decenas y decenas de veces, Cerebus bebe y bebe y repite obsesivamente frases como «Cerebus es feo», «Cerebus está gordo», «Nadie quiere a Cerebus». Finalmente, vestido con sus ropas papales, se sube a un tejado y pronuncia un discurso en el que afirma que Tarim (Dios) ama sólo a los ricos y a los poderosos, y que si los habitantes de Iest no le entregan todo su oro, el mundo será destruido en quince días. Es entonces cuando aparece Tarim en persona en la forma de la Cosa de los Cuatro Fantásticos.

Tengo que confesar que Cerebus me aburre muchísimo.

Otra historia extraña, original y ambiciosa es Locas de Jaime Hernández, el creador, junto con sus hermanos Beto (Gilberto) y Mario, de la serie Love and Rockets que revolucionó el lenguaje de cómic allá por los años ochenta. Locas se desarrolla aparentemente en un mundo futuro en el que hay superhéroes, robots y naves espaciales, y en el que la profesión más prestigiosa y admirada es la de «mecánico prosolar». Maggie, la protagonista, es una aprendiz de mecánica que trabaja al lado del mecánico prosolar más célebre de todos, Rand Race, y vive con dos compañeras de piso, Hopey y una «bruja» llamada Izzy, dentro de un ambiente muy post-underground, muy post-punk, muy post-todo. La tía de Maggie, Vicky Chascarrillo, es una célebre campeona de lucha libre que logró vencer en cierta ocasión a la mejor luchadora de todos los tiempos, Rena Titañón, que es ahora una mujer madura y corpulenta y también un personaje de la historia. Otros personajes son Penny Century, una chica rubia muy guapa cuya única obsesión es ser superhéroe, y Costigan, un millonario que tiene la pequeña particularidad de tener dos bonitos cuernos en la frente, y que está perdidamente enamorado de Penny.

La historia está dibujada con un arte tan depurado, tan elegante, tan perfecto, que podría colocarse al lado de los grandes clásicos del género, pero la trama es demasiado arbitraria, demasiado desvaída. Da la impresión de que, en su intento por salirse de los caminos trillados, Jaime Hernández ha acabado por no tener ninguna historia que contar. Locas es una obra de una belleza visual deslumbrante, pero las verdaderas «novelas» de la serie Love and Rockets no son obra del genial Jaime Hernández sino, como veremos, de su no menos genial hermano Beto.

 

TRES

Mátame de David Lapham, cuya obra más ambiciosa es la serie Balas perdidas, es una verdadera novela gráfica. Cuenta a lo largo de 256 páginas una historia negra al estilo de James M. Cain que incluye un crimen sin resolver, una femme fatale y un protagonista que no tiene ni idea del lío en el que está metiéndose, y está ejecutada con un estilo voluntariamente clásico, aunque su guión parece más proclive a la truculencia que a la densidad psicológica que suelen alcanzar las obras que son sus modelos más obvios. Una historia violenta, de John Wagner (guión) y Vince Locke (dibujos), es también una novela gráfica que pretende, quizá, una renovación del género negro, aunque, como suele suceder con las historias en colaboración, la realización visual sea ligeramente decepcionante. Tiene casi trescientas páginas y cuenta una historia de venganza tan morbosa que no es extraño que haya suscitado el interés del director cinematográfico más morboso de todos, David Cronenberg, que la ha llevado al cine recientemente.
 

Berlín, ciudad de piedras, de Jason Lutes, es una obra muy diferente, y aquí sí que entramos de lleno en el terreno de la novela, con su pasión por la exactitud, por la evocación, por el ambiente, por el detalle, por la sensación de realidad. Esta obra admirable, lujosamente editada por Astiberri, se de­sarrolla en Berlín a finales de los años veinte y es­tá ejecutada con una «línea clara» muy elegante y dentro de ese estilo «clásico» que parece ser la marca del género y que no es, desde mi punto de vista, más que un intento de lograr un lenguaje claramente adulto y tan alejado como sea posible de esas reminiscencias de la pulp fiction y los dibujos animados que un Will Eisner, por ejemplo, nunca consideró necesario abandonar. Berlín quiere reflejar el ambiente de una gran ciudad recorrida por relámpagos subterrá­neos y fuerzas contradictorias en un momento clave de la historia de Europa. Comienza en un tren que se dirige a la ciudad que da título a la obra: en el compartimento, coinciden Marthe Müller, una joven estudiante de arte, Kurt Severing, periodista y escritor, y un joven nazi que duerme a pierna suelta. Encontramos aquí la primera metáfora puramente visual de la obra, ya que el joven nazi de aspecto rústico e indefenso que duerme con la boca abierta pronto, muy pronto, despertará para gran desgracia de todos. Marthe comienza a ir a la escuela de arte y a conocer a jóvenes artistas fascinados con el movimiento «nueva objetividad» (Neue Sachlichkeit), entre ellos a una muchacha, Anna, que viste como un hombre. Un compañero de clase lleva siempre consigo la novela gráfica El viaje apasionado de Frans Masereel, de la cual vemos un par de ilustraciones, un episodio en el que Jason Lutes parece querer darnos a entender que conoce bien el género y que es perfectamente consciente de lo que está haciendo. En la escuela de arte hay una mujer que posa desnuda como modelo. Los jóvenes estudiantes especulan que debe de ser prostituta, pero luego la encuentran también participando en un cabaré donde se canta una pegadiza canción sobre la «nueva objetividad». En realidad se trata de una simple mujer del pueblo que tiene varios trabajos para sobrevivir, y que enseguida se convierte en otra importante línea de la acción. Se llama Gudrun y tiene dos hijas pequeñas, un hijo, Heinz, y un marido que se siente fuertemente atraído por el nacionalsocialismo. Finalmente, Gudrun abandonará a su marido con sus dos hijas y se irá a vivir a un refugio, dejando atrás a Heinz, que decide quedarse con su padre y se convertirá también en un joven nazi. Gudrun encontrará muy pronto la ayuda de los camaradas comunistas, aunque es una mujer demasiado inculta y demasiado agotada como para tener verdaderas ideas políticas. El escritor y la estudiante de arte se reencuentran y viven una historia de amor. Hay un mitin comunista donde vemos cómo la postura de la izquierda se radicaliza hasta el extremo de llamar «socialfascistas» a los socialdemócratas, y también vemos a los nazis en sus frías y pobres guaridas, un montón de jóvenes desharrapados hambrientos de pan y de violencia. Aparece un Hitler jovencito y todavía sin bigote hablando a un grupo de seguidores en una esquina, pero también el puente desde el cual arrojaron al río el cadáver de Rosa Luxemburgo, fiestas de alta sociedad donde se habla de finanzas, escenas callejeras, canciones del momento, una familia judía ortodoxa donde todos discuten con el abuelo que ellos también son alemanes además de judíos, escenas de la guerra de trincheras de la Primera Guerra Mundial, una clase de arte sobre el tema de la perspectiva y el punto de fuga, además de toda una galería de personajes secundarios entre los que hay obreros, agitadores políticos, poli­cías, intelectuales, guardias de tráfico, muchos de cuyos pensamientos íntimos o triviales, patéticos o ridículos, escuchamos con toda claridad…

Sí, no cabe duda de que Berlín, ciudad de piedras ofrece todo aquello que suponíamos que sólo puede ofrecer una novela. Con una diferencia, que es quizá la diferencia clave: que al leer una novela verbal, por rica que sea la pluma del autor, por agudas que sean sus capacidades descriptivas, cada lector crea sus propias imágenes basándose en sus recuerdos, sus asociaciones y sus prejuicios, mientras que en una novela gráfica todos vemos las imágenes exactamente como desea el autor que las veamos. Cuando leo las escenas finales de La metamorfosis de Kafka, por ejemplo, veo el tranvía corriendo por calles y plazas de Madrid, a pesar de que en Madrid no hay tranvía, y veo también hileras de castaños a pesar de que en Madrid no hay castaños y a pesar de que tampoco hay castaños en Kafka. Tal cosa nunca sucedería en una novela gráfica.

También La perdida, de Jessica Abel, es una novela gráfica. Trata de Carla, una joven estadounidense de padre mexicano que decide ir a México en busca de sus raíces ya que, aunque no habla una palabra de español, siente que Estados Unidos no es realmente su país. Carla llega a México D. F. y se instala, en un principio, con un ex novio estadounidense que sólo sale con otros estadounidenses y apenas tiene contacto con el país. Enseguida encuentra un trabajo dando clases de inglés y comienza a hacer amigos mexicanos, y entonces comienza el apasionante y a ratos irritante «choque cultural» que constituye la médula de La perdida. Ya que Carla no entiende nada del país al que acaba de llegar y se convierte en pasto fácil de manipuladores, seductores baratos e izquierdistas en contra del sistema. Carla se hace novia de un joven mexicano que la explota, se aprovecha de ella e incluso la golpea. Y uno se pregunta cómo Carla es tan estúpida y cómo no se da cuenta de que sus supuestos amigos, con su anacrónico discurso marxista-leninista y su irritante monserga antiamericana, son en realidad una pandilla de inútiles dispuestos a cualquier cosa, sea el tráfico de drogas o sea uno de esos raptos por los que es tristemente famosa la ciudad de México; no, no se comprende cómo puede ser tan necia como para tragarse el discurso «no somos criminales, sino pobres, y en realidad los verdaderos criminales sois los ricos americanos imperialistas». Falta, quizá, un gramo o dos de distancia para que La perdida sea la gran narración que podría haber sido. Gráficamente es fascinante, y Jessica Abel tiene una capacidad casi milagrosa para representar con los medios más económicos y una envidiable soltura de trazo todo tipo de lugares, climas y situaciones, el sabor y el ritmo de las calles de México, el ambiente de las taquerías, el ruido de los bares modernos, el calor y los aromas de los parques, el aire lleno de feromonas de las fiestas o esa fascinante visita a Xochimilco que hace Carla con sus nuevos amigos, tan repleta de detalles sensoriales como uno de esos «días en barcas» de Auguste Renoir o una de esas «meriendas campestres» de Jean Renoir en las orillas del Sena. Otro triunfo de La perdida es su magnífica traducción, vertida a un español mexicano coloquial tan exacto (el original está practicamente todo escrito en inglés) que tiene casi el interés de un documento lingüístico.

En el apartado de las narraciones de estilo «clásico», ninguna tan impresionante y conmovedora como la masiva Blankets de Craig Thompson. Con sus casi seiscientas páginas, Blankets cuenta una historia perfectamente medida y coherente. Se desarrolla en el corazón de una América muy profunda, entre Michigan y Wisconsin, una América rural cubierta de nieve y obsesionada con la religión, una Améri­ca donde los programas de televisión, las canciones y hasta los anuncios de las carreteras tienen como único protagonista a Jesucristo, una América, en fin, que no conocemos tan bien y en la que resulta fascinante adentrarse. Autobiografía. Ritos de paso en el salto abismal que separa la adolescencia de la juventud, la presión brutal de los compañeros de clase que no comprenden la estética grunge de Craig, la obsesión con el pecado transmitida por padres, maestros, pastores de escuela dominical, la historia de un primer amor, contada con una sencillez y una delicadeza ejemplar. Hay algo muy triste en esta historia en la que no sucede nada terrible y en la que no hay ningún personaje malvado ni malintencionado. Los dos hermanos que dormían juntos y hablaban todas las noches comienzan a separarse al llegar la adolescencia. Craig y Raina están enamorados y se las arreglan para dormir juntos, pero no van más allá de abrazarse fraternalmente bajo el edredón y darse algún que otro beso, aterrados por la idea de la carne y el pecado. Raina tiene una hermana, Laura, que tiene síndrome de Down y se encariña muchísimo con Craig. Sus padres están en el proceso de separarse y la familia se desmorona calladamente, casi dulcemente, a su alrededor. Hay algo estremecedor y punzante en estas escenas tan cálidamente cotidianas, tan calladamente trágicas, algo casi embarazoso y conmovedor en el hecho de contemplar tan de cerca el sufrimiento de estas personas normales que no tienen grandes planes ni esperan grandes cosas y que intentan hacer las cosas bien y ser fieles a sí mismos y, a pesar de todo, sufren. El dibujo es muy expresivo y recrea a la perfección la naturaleza, el frío, la sensación de aislamiento, el brillo de la nieve, la oscuridad de los bosques, pero también el miedo, el amor, la tristeza, la decepción, en vigorosas imágenes realistas que a menudo se transforman en el simbolismo de los sueños o las fan­ta­sías diurnas. Hay un pasaje extraordinario en que se oponen el negro y pesimista mensaje del Eclesiastés con el mito de la caverna platónica, explicado a través de una serie de imágenes de gran fuerza expresiva que culminan en el momento en que Craig logra librarse de las cadenas, darse la vuelta, salir de la caverna y ver el sol… El sol de lo real, el sol del que logra librarse de los negros sueños de culpa y pecado, el sol también del habitante del norte que desea luz y calor… Blankets es una obra extraordinaria, que alcanza una intensidad en la descripción de los sentimientos como raras veces encontramos en la literatura. En algunas ocasiones, los dibujos no registran la «realidad» visual sino la psicológica, como esas viñetas surrealistas que recogen los temores de los niños durante la noche, pero en su mayor parte Craig Thompson deja que seamos nosotros quienes juzguemos lo que vemos. Es el viejo ideal de «mostrar sin juzgar» que viene practicando la verdadera novela desde que Cervantes de Salazar inventara la técnica en El Lazarillo. Lo cual me trae a la mente una reflexión que, acaso, era inevitable. Porque una de las técnicas fundamentales del creador de El Lazarillo consiste en trabajar con imágenes, con situaciones visuales (las migas del chaleco, la casa vacía del escudero, por ejemplo) que son las que le permiten su famosa «doble perspectiva». Y lo que intenta la novela gráfica es, precisamente, convertir esas «imágenes» literarias en verdaderas imágenes gráficas.

¿Podríamos, quizá, prolongar un poco más esta digresión? Creo que no se ha estudiado bien la relación del Quijote con el teatro, que comparte con el cómic el hecho de ser también un género visual. Cervantes, fallido autor teatral, se vuelve a la novela pero trae consigo la técnica de la escena, gracias a lo cual (entre otras cosas, claro está), logra crear la novela moderna, que ya no es narración pura, arte de las palabras y del oído, sino también ambiente y situación, arte de las imágenes y de la vista. Porque lo importante en Cervantes no es lo que pasa o lo que va a pasar, sino la situación en sí: la imagen estrafalaria de Don Quijote subido en su caballo es ya la historia. En la aventura del león, por ejemplo, la «aventura» no existe porque no sucede nada digno de contar: la verdadera aventura es la imagen del león dándole la espalda a Don Quijote con total indiferencia. Podemos argumentar, aunque sólo sea hoy y aunque sólo sea aquí, que parece lógico pensar en un desarrollo de este arte de imágenes que nos lleve hasta un tipo de novela donde todo aquello que no sean diálogos sean, literalmente, ilustraciones. En la Edad Media (en El conde Lucanor, por ejemplo), «historia» significa literalmente «pintura», ilustración, y todavía hoy utilizamos el adjetivo «historiado» para referirnos a un diseño decorativo muy elaborado y algo amanerado. Las «historias», al fin y al cabo, son palabras que se convierten en imágenes, imágenes que se convierten en palabras y todas las demás posibilidades que se nos puedan ocurrir.

En los antípodas estéticos y geográficos de Blankets se encuentra una obra como Río de veneno, la obra maestra de Beto, Gil, Gilbert, Gilberto Hernández. La gran creación de Beto Hernández es el pueblo de Palomar y sus estrafalarios y pintorescos personajes, unos cuarenta en total, entre los que destaca con fortísima personalidad Luba, propietaria de una casa de baños y más tarde alcaldesa del pueblo. ¿Dónde está Palomar exactamente? Nunca se nos dice con claridad. Los hermanos Hernández son estadounidenses de origen mexicano, por lo que es fácil suponer que el pueblo se encuentra en el norte de México, en la costa, cerca de la frontera, pero la geografía nunca es clara ni reconocible. El único dato que identifica claramente Palomar como pueblo mexicano es el nombre de uno de los personajes, Tonantzin, que es un nombre náhuatl. El pueblo parece mexicano, con sus calles de tierra y sus casas de arcos blancos, y también sus habitantes parecen físicamente mexicanos, pero la ausencia sistemática de referencias a un país concreto en un cómic tan concreto y tan lleno de detalles como éste (ninguna referencia al nombre del país, ni a la moneda, ni al Estado o provincia donde se encuentra Palomar, ninguna referencia a otras ciudades reconocibles) nos hace sospechar que lo que pretende Beto Hernández con su Pa­lomar es crear más bien una metáfora de Latinoamérica que una ilustración de un lugar concreto. No olvidemos, por otra parte, que los hermanos Hernández nacieron en California, y que quizá por esa razón la visión que Beto transmite de Palomar está siempre tamizada por un velo de distancia, magia y fantasía. Algunos han puesto en relación, de hecho, el arte de Beto Hernández con el «realismo mágico» de un García Márquez. Me parece una identificación desafortunada, porque la «magia» de Beto Hernández es algo que sucede siempre como en el rabillo del ojo, misteriosos monos negros que atacan de pronto a los habitantes del pueblo, súbitas y casi subliminales referencias a unos extraterrestres abductores, pero en general sus historias son «realistas», teniendo en cuenta que la realidad de Latinoamérica suele incluir toda clase de enfermedades y comportamientos extraños, junto a oficios tan improbables, por ejemplo, como el de vendedora de babosas. Realmente no creo que nadie coma babosas, y no creo que nadie se dedique a vender babosas, pero recordemos que en México, por ejemplo, se comen gusanos de maguey, saltamontes, grillos, hormigas y huevos de hormiga: si las babosas son una licencia poética no están, al fin y al cabo, muy lejos de la realidad. Y es cierto que en Palomar también hay «brujas» y «magia» de vez en cuando (además de violencia, mucho sexo, niños abandonados, violaciones, surfistas americanos, una extraña secta de nudistas amorosos, arqueólogos, adulterios), pero la «magia» no es mágica en las sociedades rurales de Latinoamérica, sino parte del folclore, parte de las creencias y, por tanto, parte de la realidad.
 

Río de veneno es la obra maestra de Beto Hernández. Cuenta los orígenes del personaje de Luba, y termina poco después de la llegada de Luba a Palomar, en el momento en que comienza la gran saga y se inician la mayoría de las historias que conocemos. Río de veneno nos permite conocer mejor a Luba y también entender mejor su fuerte personalidad, su falta de romanticismo, su relación con los hombres, su relación con sus hijos, y también el hecho de que vaya a todas partes con un martillo en la mano. Es uno de esos personajes gigantescos y fascinantes que resultan atractivos a pesar de sus muchos defectos y por los que sentimos cariño y admiración a pesar de que probablemente ellos no tuvieran ninguna compasión con nosotros si nos los encontráramos en carne y hueso.

La Luba de Río de veneno es primero un bebé, luego una niña que corretea desnuda por Palomar y luego una adolescente con acné que trabaja en una casa de baños. Es aquí, para defenderse de los avances de un cliente, cuando Luba empuña un martillo por vez primera. Es una época de conflictos políticos en Palomar, con mucha discusión sobre el comunismo y la revolución, con guerrilleros que surgen de pronto y violan y matan a las mujeres que encuentran, con cadáveres llenos de moscas en medio de la calle. Un grupo musical llega al pueblo y varias de las chicas se van de fiesta con los músicos. Luba pasa la noche con el percusionista y apoderado del grupo, un hombre de mediana edad llamado Peter que tiene un extraño fetichismo sexual con el vientre femenino y se queda fascinado con la joven Luba. Sin pensarlo dos veces, la muchacha lo abandona todo (no tiene mucho que abandonar, realmente), se va con él a la gran ciudad, y se convierte en su mujer. Nos adentramos así en un mundo fascinante y cruel. Peter se mete en negocios cada vez más sucios, que tienen que ver con las drogas y con el tráfico de niños. Es propietario de un club de travestis, y la acción se adensa con todo tipo de personajes secundarios, poli­cías, gángsters, travestis del club, relaciones de dominio y de deseo, de política y corrupción, de crimen y de hastío. Luba lleva una vida de esposa rica y aburrida, y comienza a inyectarse heroína con sus únicas amigas, que son también esposas ricas y aburridas. La historia se hace cada vez más sórdida: Peter acepta que un capitán de policía tenga relaciones sexuales con Luba para dejarla embarazada, con idea de entregarle más tarde el niño a su jefe. Luba, que llegará a tener siete hijos de diversos hombres, pero que en este momento carece por completo de instinto maternal y se refiere al hijo que está esperando como «la sanguijuela», da a luz a un niño muerto, o al menos eso es lo que le hacen creer en el hospital. Harta de este mundo de corrupción y violencia, decide escaparse y regresar a Palomar, donde se reencuentra con su prima Ofelia, y pone una casa de baños. Nos enteramos de que después de la huida de Luba en la ciudad ha habido una verdadera orgía de sangre entre grupos políticos y facciones mafiosas, y que Peter ha muerto en horribles circunstancias. La historia continúa en el ahora casi idílico Palomar hasta el momento en que Luba tiene a su primera hija, Maricela.

Beto Hernández es uno de los genios de la historia del cómic, lo cual quiere decir no sólo que es un gran artista desde el punto de vista plástico (es decir, que dibuja «muy bien»), sino que es un verdadero maestro en la narración visual, en la caracterización de estados de ánimo, en la resolución gráfica de todo tipo de situaciones tanto externas como internas, desde la violencia hasta los celos, desde la timidez a los dolores de una enfermedad. Su estilo de narrar es personalísimo y de enorme concentración, ya que Beto procede por elipsis continuas, de modo que casi entre una viñeta y otra hay saltos de espacio y de tiempo y es raro encontrar más de tres viñetas seguidas que sucedan en un mismo lugar. El resultado es de una complejidad tal que a veces desborda los límites de nuestra memoria y de nuestra atención, pero el ritmo, la riqueza, la capacidad de sugerencia de este estilo resultan absolutamente fascinantes. No, yo no relacionaría a Beto con el «realismo mágico» de García Márquez, que es un estilo narrativo basado en la redundancia y en las exageraciones de la oralidad, sino más bien con el arte de los novelistas posmodernos estadounidenses, con su elegante concentración, su sintaxis elusiva y su oblicua y hermética fragmentación de la información.

Entre las historias de Palomar, que ahora podemos leer íntegramente en las excelentes ediciones de La Cúpula (aunque demasiado reducidas de tamaño, ay, si las comparamos con las amplias, bellísimas ediciones en inglés) se encuentran otros relatos largos que también pueden ser considerados «novelas» o novelas cortas, como «Diastrofismo humano», por ejemplo, que está incluida en el volumen segundo de Palomar, pero Beto Hernández es autor también de otra obra maestra de la novela gráfica que, si bien tiene obvios vínculos con la serie de Palomar, se desarrolla en un mundo muy diferente. Su título, Amor y cohetes X. Todavía no ha sido traducida al español. Es mucho más ligera que Río de veneno, y se desarrolla en Los Ángeles poco antes de las revueltas de Simi Valley. Es una historia coral contada con el peculiar estilo de zigzags entrecruzados que es marca de su autor, y abarca una enorme cantidad de personajes de todas las clases sociales y todas las combinaciones raciales, entre ellos un joven grunge llamado Stranski; Rex, un chico pijo cuya madre está en el mundo del cine; Riri, su criada mexicana que es en realidad lesbiana y vive con Maricela, la hija mayor de Luba, que se ha colado ilegalmente en Estados Unidos y se dedica a vender flores en una esquina; un grupo de skinheads que atacan a una anciana negra; Mike Niznick, un director de documentales homosexual y su hija Kristen, que es anoréxica y vomita todo lo que come; Sean Ogata, el miembro más guapo del grupo «Love and Rockets», que es medio japonés; Igor, cuya familia es hispana pero que rechaza definirse en términos étnicos cuando es acosado por unos adolescentes chicanos del barrio…

Con todo, la obra más original del género aparecida hasta la fecha es, sin duda, Jimmy Corrigan, el chico más listo del mundo, que ya comienza a tener una estela de seguidores. Todo en este cómic es especial, único y sorprendente: el formato, que imita el de los antiguos libros de cómics apaisados; la cubierta, lomo y contracubierta, en el estilo barroco de los libros de principios del siglo xx; el forro, que contiene un complicadísimo recortable plegado varias veces; las guardas, donde encontramos una minuciosa explicación ilustrada (y, como es obvio, totalmente innecesaria) de las convenciones del lenguaje del cómic; el estilo, que parece una especie de interpretación estadounidense de la «línea clara» de estilo belga, los diálogos, la historia… Jimmy Corrigan es una obra realizada con un grado de detalle, perfección y estilización verdaderamente insólitos: es como si Chris Ware hubiera decidido no dejar absolutamente nada al azar y usara una regla para trazar todas las líneas rectas y un compás para trazar todos los círculos. El resultado es una extraña combinación de lirismo y dibujo técnico. Los edificios y perspectivas parecen surgidos de la mesa de un arquitecto, y las figuras humanas parecen amoldar su pobre y malherida humanidad a gruesos trazos geométricos que son capaces, a pesar de su alto grado de estilización, de expresar una variada y sutil gama de emociones, especialmente las que se encuentran entre la desesperación y el tedio, la suave de­silusión y el ensimismamiento, la sensación de vacío y de fracaso.

Ningún resumen de la historia de Jimmy Corrigan podría dar idea de su fabulosa riqueza y de su extraordinaria complejidad. Jimmy Corrigan es un hombre mayor que vive en Chicago y trabaja en el servicio de Correos y tiene la vida más temerosa, rutina­ria y aburrida que uno pueda imaginarse. La única persona con la que habla es su madre, que lo llama continuamente al trabajo para preguntarle si la quiere. Un día sucede algo especial: Jimmy recibe una carta de su padre en la que éste le dice que ya es hora de que se conozcan y le envía un billete de avión para que se reúna con él en algún lugar de Michigan. Jimmy coge el avión y se reúne con su padre, un hombre mayor y afable que tiene una vida tan rutinaria y vacía como la suya y con el cual Jimmy no llega a establecer lazos de ningún tipo. Comienza así una extraña odisea de conversaciones vacuas, de rutinas caseras, de pequeñas sospechas y sentimientos cuidadosamente reprimidos. Jimmy tiene un pequeño percance al cruzar una calle y acaba en la clínica local, donde algo más tarde descubrirá que tiene una hermana o, mejor dicho, una media hermana, que es el único personaje femenino del libro al que se le ve la cara (hemos de suponer que los rostros de las otras mujeres aparecen siempre fuera de cuadro por la sencilla razón de que Jimmy no se atreve a mirarlas a los ojos). Hay además otra línea narrativa, que se desarrolla en Chicago a finales del siglo xix y durante la construcción de la Worlds Columbian Exposition, y cuyos protagonistas son de nuevo padre e hijo, en este caso el abuelo y el bisabuelo de Jimmy, un hombre tosco e insensible que finalmente dejará abandonado a su hijo en lo más alto de uno de los bellísimos, casi celestiales, edificios de la exposición. Es la historia de un hijo tímido y acomplejado y un padre amargado y embrutecido, una historia de abandono que establece un melancólico contrapunto con la historia de reencuentro de Jimmy y su padre, como si los errores de las generaciones pasadas pudieran ser redimidos por las generaciones siguientes, como si en realidad las mismas personas y las mismas situaciones aparecieran y volvieran a aparecer una y otra vez a través del tiempo, generación tras generación, y sólo cambiara el decorado exterior. En un determinado momento, un pájaro rojo vuela por encima de una escena de la Guerra Civil estadounidense y luego continúa su vuelo (pero a lo mejor se trata de otro pájaro) hasta posarse en un árbol justo frente a la clínica donde Jimmy espera la visita del médico.
 

Jimmy Corrigan está ejecutado con una mezcla extrañísima de austeridad y exuberancia, de ternura y crueldad. Bajo sus viñetas perfectas late una especie de risa helada, una ironía devastadora. El protagonista de la historia es una especie de autista, y el mundo que describe Chris Ware se parece al mundo de los autistas, que se obsesionan con detalles sin importancia y son incapaces de descifrar las expresiones de los rostros de los demás, un mundo fabulosamente visual en el que todas las cosas (que no son realmente «cosas» sino simples imágenes trazadas con regla y compás) tienen la misma importancia y la misma carga emocional: una hoja ­caída, una mano cortada, un bebé llorando, una señal de tráfico. Oliver Sacks se une con Samuel Beckett en una historia sin historia que recuerda a veces el ritmo de ciertas películas independientes estadounidenses al estilo de Hal Hartley, y que está ejecutada con una riqueza desconcertante de tramas paralelas, ensueños diurnos, sueños, flash-backs, vivencias simbólicas, obsesiones recurrentes, y «adornada» con todo tipo de juegos, planos, recortables, anuncios publicitarios que anuncian el propio có­mic, etc. Jimmy Corrigan logra lo que a primera vista podría parecer un empeño imposible: contar una historia sobre la soledad, la incomunicación y el absurdo poblada por personajes anodinos y vulgares y transformarla en una narración con un ritmo vibrante, visualmente muy bella y llena de regalos y sorpresas continuas para el lector.

Una obra que no pertenece realmente al género, pero que no nos resistimos a incluir en nuestra panorámica, aunque sea de pasada, es la adaptación al cómic de En busca del tiempo perdido, la gran novela de Marcel Proust, de la que acaba de aparecer en español el primer volumen, que cubre la primera parte (Combray) del primer tomo de la novela (Por el camino de Swann). El caso es similar al de la primera obra que comentábamos (Ciudad de cristal, de Paul Auster), y también en este caso se trata de la transformación al lenguaje de las imágenes de una obra que apenas tiene acción. El desafío es enorme, y el éxito de la empresa limitado. Enfrentada con el dragón Proust, Stéphane Heuet, autora de los dibujos y de la adaptación, no tiene más remedio que claudicar y cederle la mayor parte de la página a la prosa apasionada y mágica del original, de modo que su En busca del tiempo perdido parece más una versión ilustrada de una selección de pasajes de la novela que una historia independiente. No hay, de hecho, historia, y parece que la transformación de un medio a otro no ha llegado a realizarse por completo. Los dibujos, por otra parte, nos llevan al mundo de la ilustración de los cuentos de niños, con líneas rectas dibujadas sin regla, arrugas inventadas en la ropa y rostros simplificados en los que la nariz es una «c» y los ojos dos puntos o dos comas que, como los de Tintín, parecen perpetuamente sorprendidos. Heuet no rehúye los momentos más escabrosos de la narración, como el episodio de la querida del tío de Marcel, o la perplejidad del niño, que no sabe distinguir entre la elegancia de una actriz del teatro o el de una «mantenida», y recoge con enorme delicadeza el episodio siniestro de la hija de Vinteuil, que disfruta encontrándose con su amante ante el retrato de su padre muerto, para hacerle así testigo impotente de sus aventuras lésbicas. El lector niño discurrirá por estos pasajes (si es que lo hace) sin entender gran cosa, aunque es posible que les plantee a sus padres alguna que otra pregunta embarazosa.

Lo más admirable de la versión de Heuet es el cuidado por el detalle y el interés con que se ha tomado la evocación exacta de la época. No todo es exactamente como lo era en la realidad: la fachada de la casa de los Proust no estaba enjalbegada como aparece en el cómic, sino con los travesaños vistos, y las habitaciones no tenían suelos de madera sino una continua re­tícu­la de losas hexagonales. La habitación de Marcel no era tan grande, la chimenea no tan imponente y el reloj de la repisa no tan barroco. La linterna mágica del cómic no es exactamente igual que la que había en la casa de Proust, aunque sí la mesilla de la tía Léo­nie, con sus medicamentos, sus Biblias y sus vírgenes. De cualquier modo, la novela de Proust es una novela y no una autobiografía, y no hay ninguna razón para que las casas imaginadas sean idénticas a las vividas, aunque la plaza de Combray del cómic es absolutamente idéntica, casa por casa y cartel por cartel, a la del Illiers de la época.

Más interesante resulta la representación de las personas de carne y hueso. El Marcel niño se parece a un joven Tintín con pelo color violeta, y el maduro es el de la fotografía de 1896 que era la preferida de Celeste Albaret. Vinteuil es idéntico al compositor Cesar Franck, en cuya vida se dice que está inspirado el personaje, y Swann razonablemente parecido a su principal modelo, Charles Haas, aunque Marie de Bérnardaky era de niña mucho más guapa y elegante que la tosca Gilberte que conoce Marcel en el cómic. En general, todos los personajes, empezando por los padres de Marcel, son en el cómic más delgados y estilizados que en la vida real, pero para representar a la señora de Guermantes, Stéphane Heuet elige, de entre todos los posibles modelos, al menos atractivo físicamente, Mme. Emile Strauss, de la que se ha dicho que le inspiró a Proust el «espíritu» de la duquesa de Guermantes. Como vemos, el arte de imágenes del cómic muchas veces representa más las imágenes interiores que las imágenes de los ojos.
Me gustaría cerrar este recorrido por el género de las novelas gráficas con una obra diferente de las comentadas anteriormente, que no es un cómic a pesar de que se trate de una obra gráfica, y que no es exactamente una «novela» por mucho que tenga un hilo narrativo. Es, de todas las obras comentadas, la única que tiene un verdadero interés literario, la única en la que el texto es realmente deslumbrante. Se trata del Poema en viñetas de Dino Buzzatti, el célebre autor e ilustrador italiano, más conocido por su novela El desierto de los tártaros.

El Poema en viñetas es una versión del mito de Orfeo ejecutada por medio de láminas coloreadas de gran impacto visual acompañadas de un texto enormemente lírico y a menudo estremecedor, un poema verbal y visual en el que no se sabe muy bien dónde comienza la poesía de las imágenes y termina la de las palabras, o viceversa, y que nos llega a través de una magnífica, como suya, traducción de Carlos Manzano. Poema en viñetas trata de un músico de rock llamado Orfi y de una casa misteriosa de la que nunca se ve salir a nadie. El ritmo del poema-narración tiene algo de Edgar Allan Poe, tanto del Poe de las narraciones morbosas como el de los oscuros y melancólicos poemas. Orfi se acerca a la casa de la mansión misteriosa, que es la puerta de entrada al país de los muertos; para permitir que lo dejen entrar ha de cantar sus canciones, una serie de maravillosas historias que tienen como tema común el de esa sombra negra que nos persigue infatigable desde que nacemos. Creo que hasta los más duros de pelar se sentirán intrigados y conmovidos por esta obra extraña y limítrofe cuyos temas son, claro está, el amor y la muerte, y que muestra las capacidades ilimitadas de un género que, a pesar de todo, está todavía en sus inicios. 

 

BIBLIOGRAFÍA 

  • Church and State I. Cerebus Volume Three, David Sim, Aardvarsk-Vanaheim, Ontario.
  • Blankets, Craig Thompson, Astiberri, Bilbao.
  • Una historia violenta, John Wagner, Astiberri, Bilbao.
  • Berlín, Ciudad de Piedras, Kike Benlloch, Astiberri, Bilbao
  • Jimmy Corrigan, el chico más listo del mundo, Chris Ware, Planeta De Agostini, Barcelona.
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