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El enigma de los dinosaurios

Los cazadores de dinosaurios. El descubrimiento del mundo enterrado antes del diluvio universal

DEBORAH CADBURY

Península, Barcelona, 432 págs.

Trad. de Isabel Murillo Fort

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La difícil tarea de divulgar la historia de la ciencia puede ser abordada desde diversas ópticas. Deborah Cadbury, productora de programas científicos para la BBC, ha optado en Los cazadores de dinosaurios por describir los comienzos de la Geología y la Paleontología durante las primeras décadas del siglo XIX mediante un procedimiento personalista. Toda la narración gira alrededor de la figura mitificada del doctor Gideon Algernon Mantell (1790-1852), descubridor y estudioso de dos de los dinosaurios de más temprana descripción (Iguanodon e Hylaeosaurus ). El sesgo del relato es de tal magnitud que da la impresión de que una gran parte de nuestro conocimiento inicial de la historia de la vida, a través del estudio del registro fósil, se debe al empeño personal y abnegación de Mantell. Cadbury lo describe como un hombre «de alta cuna venida a menos», luchando de manera epopéyica contra las fuerzas oscurantistas encarnadas en ocasiones por personajes como William Buckland (1784-1856) y, sobre todo, por Richard Owen (1804-1892), aunque, eso sí, ayudado por «adalides de la verdad» como Charles Lyell (1797-1875). El texto de Los cazadores de dinosaurios contiene un buen número de inexactitudes, tergiversaciones de personajes e ideas y opiniones personales de la autora en escasa consonancia con la interpretación ideológica y conceptual que la moderna biología evolutiva posee de este momento de los inicios de la Historia Natural.

Cadbury indica correctamente que la geología, tal y como se concebía por naturalistas como Buckland, era esencialmente un medio de conocimiento empírico al servicio de la «palabra de Dios». Es decir, el estudio de las rocas y los fósiles debía dirigirse a la confirmación del relato bíblico de la creación y, en particular, del «diluvio universal». Después de su nombramiento como profesor de Geología en Oxford, Buckland estaba listo en 1819 para probar la veracidad del relato bíblico. Las interpretaciones de Buckland, y muchos otros naturalistas contemporáneos, se sitúan dentro de la teología natural, que defendía el origen sobrenatural de toda la materia (animada e inanimada) a través de un acto de creación de Dios. Uno de sus razonamientos principales, el «argumento del diseño», era (y sigue siendo para muchos creacionistas actuales) que los organismos son objetos perfectos que tiene que tener un «diseñador». Los teólogos naturalistas propugnaban una serie de creaciones que explicaban el orden que podía observarse en el registro fósil. Estas ideas defendidas por los catastrofistas (para quienes grandes cataclismos habían provocado la extinción de los organismos existentes, surgiendo a continuación especies más complejas orgánicamente que las anteriores) procedían de Francia, a través de una interpretación sesgada de las propuestas del gran naturalista de la época Georges Cuvier (1769-1832).

Uno de los pilares conceptuales de la monumental obra de Cuvier es la idea de que la historia de la Tierra, tanto la biosfera como la geosfera, ha estado determinada por una serie de revoluciones que han configurado los cambios que geólogos y paleontólogos podían leer en las rocas. Cadbury muestra a Cuvier como un convencido diluvista, que admitía que la última de estas revoluciones era el diluvio universal que sustentaba la teología natural. No obstante, no existe ninguna evidencia conocida de que Cuvier fuera diluvista. Es más, el gran naturalista francés concebía a la más reciente revolución como aquella que separaba el mundo actual, dominado por los seres humanos, de uno anterior, esencialmente prehumano. La falsa interpretación ofrecida por Los cazadores de dinosaurios de la figura de Georges Cuvier va incluso más allá, presentándolo reiteradamente como creacionista. Cuvier nunca se pronunció sobre las razones últimas que gobernaban la secuencia de sus revoluciones sucesivas. Desde luego, podían ser interpretadas claramente como fenómenos físicos naturales (una incursión marina sobre la tierra, un descenso brusco de la temperatura, etc.). De hecho, el talante del Cuvier juvenil parece inclinarse, como otros intelectuales parisinos de la época, hacia un claro escepticismo en cuestiones religiosas. En diciembre de 1804, el papa Pío VII llegó a París como testigo de la autocoronación de Napoleón. Esta época marca un momento de transición en las relaciones franco-vaticanas, y constituyó un giro importante para la intelectualidad francesa. El historiador de la paleontología Martín J. S. Rudwick sugiere que Cuvier fue «pinzado» por dos facciones igualmente desagradables. Por un lado, el materialismo de los transformistas y, por otro, las interpretaciones del fundamentalismo religioso. De aquí, Rudwick cree que Cuvier necesitaba mostrar que las nuevas ciencias de la Geología y la Paleontología no eran necesariamente antirreligiosas, pero, al mismo tiempo, proporcionaban abundante y sólida evidencia empírica incompatible con las interpretaciones literales de la Biblia. En cualquier caso, es cierto que la interpretación errónea de la ideología cuvieriana por parte de Cadbury pertenece a una tradición muy extendida, todavía presente, por ejemplo, en algunos de nuestros textos de enseñanza secundaria. La razón de esta mistificación procede, probablemente, de las ediciones inglesas de la obra de Cuvier. Por citar un ejemplo, su Recherches sur les ossements fossiles des quadrupèdes-Discours préliminaire (1812) fue traducido casi inmediatamente al inglés por Robert Jameson, profesor de Historia Natural en Edimburgo. Jameson insiste en el prólogo y notas editoriales que el propósito de la obra de Cuvier es demostrar la historicidad del diluvio y, por tanto, reivindicar la autoridad de la Biblia.

La investigación inicial sobre la enigmática naturaleza de los dinosaurios es, obviamente, uno de los temas principales del texto de Cadbury. En 1824 Buckland describió a Megalosaurus, concluyendo que, a pesar de su enorme tamaño, los restos hallados en Stonesfield (cerca de Oxford) podrían identificarse como pertenecientes a un animal del grupo de los saurios o lagartos. Mantell atribuyó igualmente los huesos fósiles de Iguanodon a un gran lagarto. En 1842 Richard Owen identificó por primera vez el carácter singular de los dinosaurios, incluyendo en este grupo a Megalosaurus, Iguanodon e Hylaeosaurus. La descripción del enfrentamiento entre Mantell y Owen durante los primeros años de la década de 1840 está también sesgada por un claro partidismo hacia Mantell. Cadbury parece sugerir que, en la carrera final hacia la propuesta de un nuevo linaje de organismos (los dinosaurios), Owen ganó a Mantell debido al accidente que éste tuvo en 1841, que lo dejó discapacitado. Es obvio que desconocemos qué habría sucedido si Mantell no llega a estar en una clara desventaja física. No obstante, parece muy probable que el resultado de la competencia hubiera sido semejante. Mantell representaba la ciencia tradicional, mientras que Owen era la vanguardia de la Zoología y la Paleontología. Cadbury coloca a ambos investigadores en el mismo lado del antitransformismo francés (frente a naturalistas como Lamarck y Geoffroy SaintHilaire), pero sus razones eran fundamentalmente diferentes. Mantell seguía representando las viejas ideas de la teología natural, mientras que Owen era un brillante representante de la Naturphilosophie. Es poco probable que Mantell hubiera llegado a las mismas conclusiones que Owen, ya que seguía creyendo firmemente que los grandes reptiles como Iguanodon eran esencialmente lagartos magnificados de hasta treinta metros de longitud. Por el contrario, utilizando las más modernas técnicas de observación (incluida la ultraestructura de huesos y dientes mediante el microscopio), Owen llegó a la conclusión de que los grandes saurios del Weald inglés se parecían más a los mamíferos que a los lagartos. La autora de Los cazadores de dinosaurios llega a proclamar que «Owen desconocía, además, el verdadero aspecto de los dinosaurios», o bien que «la clasificación de Owen resultaba incorrecta y quedaba obsoleta». No obstante, los dinosaurios de aspecto mamiferiano de Owen constituyen la mejor conclusión a la que se podía llegar para la interpretación de tan enigmáticos huesos fósiles con la información disponible en 1840. El tamaño, número de vértebras sacras, la poderosa construcción del esqueleto apendicular, se referían obligatoriamente al único modelo posible conocido, mamíferos como elefantes o rinocerontes.

Por otra parte, Owen es el primer naturalista con una percepción moderna de la sistemática dinosauriana, perdida a finales del siglo XIX y recuperada por los dinosauriólogos de comienzos de la década de 1970. De hecho, Owen incluyó a los dinosaurios en un único linaje, exactamente igual que la moderna dinosauriología a través de la sistemática cladística. Bajo cualquier aspecto, Owen no es el científico olvidado y obsoleto que pretende Cadbury. Por último, es necesario plantear algunas reflexiones sobre la edición española. Ya se ha comentado la importancia del concepto diluvista en la historia inicial del estudio de los dinosaurios, ictiosaurios y plesiosaurios en la Gran Bretaña de las primeras décadas del siglo XIX. El subtítulo de la edición española («El descubrimiento del mundo enterrado antes del diluvio universal») contrasta vivamente con el correspondiente a la edición inglesa («Una historia verdadera de rivalidad científica y los descubrimientos del mundo prehistórico»). El alterado subtítulo español es muy poco afortunado por varias razones. Sólo un lector bien informado puede interpretarlo correctamente dentro del contexto de los comienzos del estudio de los dinosaurios. La mayoría de los lectores potenciales pueden relacionarlo con las posturas creacionistas, a las que no puede concederse ni un simple resquicio por el que puedan adentrarse en su proceso de intoxicación de la opinión pública.

Nunca puede hablarse de «el Iguanodon», «el ammonites» o «el belemnites» cuando cada uno de estos términos representa un alto número de especies, cada una compuesta por millones de individuos repartidos en diversas poblaciones a lo largo del tiempo y del espacio. Iguanodon es un género de dinosaurios del Cretácico inferior europeo, y los ammonites y los belemnites grupos extintos del linaje de los cefalópodos, hoy día representados por pulpos y calamares. El término «old red sandstone» se traduce como «arenisca rojo viejo», cuando en realidad hace referencia a la denominada «antigua arenisca roja». El término anatómico «rostro» de los belemnites («guard») se ha traducido como guardia o guarnición, etc. Finalmente, ningún paleontólogo español dice Cretáceo, Devoniano o Siluriano, sino Cretácico, Devónico y Silúrico. Una revisión de la traducción por parte de una persona con una información paleontológica básica habría eliminado estas calamidades.

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