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Arrojar el corazón

Los amores imprudentes

GUSTAVO MARTÍN GARZO

Areté, Barcelona, 414 págs.

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Permítanme empezar con un símil, dado que al autor del que me ocupo le gusta recurrir a ellos. Ya casi al final de Los amores imprudentes, la última novela de Gustavo Martín Garzo, una mujer mayor le recuerda a una joven, a modo de despedida y consejo, la enseñanza de un afamado jinete en respuesta a la pregunta hecha por un periodista y referida a las claves de su éxito profesional: «Es muy sencillo, primero hay que arrojar el corazón por encima del obstáculo y después es fácil conseguir que pase el caballo», le contestó el interpelado.

Posiblemente la fórmula resulte eficaz en las competiciones hípicas, pero en la literatura, lo dudo. Y es que me temo que Gustavo Martín Garzo ha elaborado Los amores imprudentes con demasiados elementos de índole cordial. Porque, si bien es cierto, como afirma la narradora, que «una historia hay que contarla de tal forma que consuele al que la cuenta como a los que la escuchan», no menos cierto es que ese consuelo debería, en algunos casos, haber provocado primero el sufrimiento, si se aspira a que la literatura sea una forma de conocimiento. Y es que estamos ante una novela que podría describirse como un asalto a la sentimentalidad del lector, y no a los sentimientos, que para hacerlos aflorar requieren un tratamiento artístico más elaborado y profundo que el que aquí se nos da. Y también más selectivo. Porque en esta novela no sólo los ingredientes principales son de un mismo tipo, sino que, encima, el autor los sazona y condimenta con más de lo mismo. De modo que al lector al final le queda un regusto empalagoso, cierto empacho por el modo en que se van incorporando al relato las piezas de que se compone, porciones meticulosamente elegidas para responder a lo que el lector demanda al parecer hoy (o eso nos asegura), y elementos todos ellos monocordes, afines a una sentimentalidad trivial, excesivamente confiada a los (posibles) efectos del mero attrezzo escénico, sin apenas traspasar nunca unos decorados que, aunque pintados y pretendida o pretenciosamente sublimados con referencias artísticas, musicales y literarias, amén de paisajísticas, o bien realzados por los grandes hechos históricos (una vez más los destellos de la Guerra Civil española y de la Segunda Guerra Mundial agitándose al fondo), no sobrepasan el plano de un efectismo muy elemental. Si añadimos que todo esto se elabora siguiendo puntualmente la plantilla (la receta) que Martín Garzo ha aplicado en anteriores «platos», tenemos además el desencanto que produce todo producto amanerado.

Veamos. Una joven parisina de padres españoles, doblemente desengañada al ver frustrarse sus expectativas de integrarse en la universidad como investigadora y al sorprender a su novio en la cama con otra mujer, emprende su «particular viaje de invierno» (Schubert sonando al fondo), que presiente como un viaje «al corazón de la desdicha», ya que se propone averiguar la identidad de una joven que aparece en una fotografía hallada entre las pertenencias del padre recientemente fallecido y en cuyo dorso se lee esta dedicatoria: «A Andrés, mi dulce caballero del lago. Con todo mi amor, Gloria». Para ello, la joven (y narradora de unos hechos que ya de antemano califica de «inverosímiles», sin que el lector consiga al final de su recorrido averiguar por qué los había calificado así) se traslada al pueblecito burgalés de las Moradas y se hospeda en «El erizo azul», hostal regentado por doña Fernanda, una soltera de temperamento adusto y amargo, muy aficionada a la lectura de novelas y mujer que concibe la vida como una estafa. Tanto doña Fernanda como Federico Miranda, el farmacéutico del pueblo, eran niños durante la Guerra Civil e inmediata posguerra, pero ambos fueron testigos y depositarios de una serie de secretos que enmarcan la historia de amor entre Gloria y Andrés, de trágico desenlace. A los relatos de ambos se les sumará después el de Julia Ballester, prima de Gloria y activa protagonista de algunos de los episodios evocados.

Martín Garzo sitúa la historia en un pueblo del que se nos dice que contiene un mundo oscuro y secreto, un mundo «tejido de vidas rotas, de promesas no cumplidas, de esperanzas truncadas» (se nos dice eso, pero no acabamos de verlo), enmarcado en un paraje natural vagamente tenebroso, con laguna incluida y muchachas ahogadas en ella. Hay una historia de amor (la de los padres de Gloria) que nos permite pasearnos por la Europa de entreguerras y asomarnos al delirio del nazismo alemán. Hay otra (la de Gloria y Andrés) que nos instala en el mundo de intrigas y represiones de nuestra Guerra Civil, con todos sus ingredientes previsibles, desde los falangistas de cinturón con cartuchera hasta el maquis. Y, por supuesto, un sinfín de personajes a cual más extravagante, pues al farmacéutico nazi (e impotente sexual), empeñado en encontrar el santo grial, y a la hospedera lesbiana y déspota, se le irán añadiendo un joven mudo que habla con los animales y las fuentes o un cura boxeador, por ejemplo. Tediosamente asiste el lector al desfile de unos y otros sin apreciar la necesidad narrativa de algunos (por ejemplo, el cura) así como al recuento de los mismos hechos, a veces incluso con las mismas palabras.

Este es uno de los graves defectos de la novela. Porque la historia (a mi modo de ver excesivamente salpimentada con crímenes, ahogadas y perversiones sexuales, además de todo tipo de sueños, recuerdos y analogías) puede interesar o gustar más o menos, según. Pero lo que no se soporta es que en la indagación de la narradora pasemos una y otra vez por los mismos hechos (progresa muy lentamente su investigación, apenas se hace uso de las elipsis, como si la progresión narrativa fuese cosa de simple adición o suma y sigue) y que encima éstos se nos cuentan de igual modo: todos los personajes hablan con un mismo tono, independientemente de la edad, formación, etc. Y no es que queden fagocitados por la voz de la narradora (bastante incongruente, si consideramos que se trata de una joven de veinticinco años), porque el autor emplea el estilo directo, y además en tiradas lo suficientemente extensas.

El otro problema es el empeño por sublimar la historia con gloriosos aditivos: largas parrafadas sobre Lohengrin de Wagner, o sobre un cuadro de Burne Jones, sobre Grandes esperanzas de Dickens, sobre Schubert…, en contraste, por ejemplo, con la típica escena de los feriantes con cabra danzarina en las calles de Burgos (escena absolutamente innecesaria, puesto que irrelevante es el recuerdo de infancia que dicha escena suscita en Julia), o el chiste del señor gordo. También cuesta digerir el cúmulo de sentencias pretendidamente filosóficas que se nos van suministrando, y que versan sobre la vida, el amor, el dolor, la vejez, la realidad, la melancolía, los deseos, los secretos…, no siempre de interés ni formuladas con acierto. Así, por ejemplo: «La melancolía hizo presa en mí de tal manera que muy pronto apenas podía con mis propios zapatos»; «Eso es lo que hace el dolor, darnos el cuerpo absurdo de los jugadores de baloncesto»; «Poder percibir el mundo sin temor, eso era la felicidad».

Cuando antes hablaba de amaneramiento es porque al leer Los amores imprudentes he tenido la impresión de que Martín Garzo se ha alejado de la literatura para adentrarse en lo literario: el profesionalismo aplicado a donde no procede, en la creencia de que del gesto puede brotar la obra.

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Ficha técnica

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