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Terrorismo anti(bio)tecnológico

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«Hasta ahora, la única persona dañada por el ADN ha sido el presidente Clinton…».
JAMES W ATSON
descubridor de la estructura del ADN y premio Nobel de Medicina.

Querida Amalia:

Una vez compartí mesa y mantel con la Primera Dama de Aquitania. Si empiezo contándote este hecho, insólito en la vida de un modesto científico, es porque fue el primer recuerdo que me vino a la mente cuando, hace unos días, nuestro director me mostró una portada del diario Le Monde –en la que aparecía un artículo sobre los actos vandálicos de José Bové F. Ewald y D. Lecourt, «Les OGM et le nouveaux vandales», Le Monde, 4 de septiembre de 2001. – y me sugirió que te escribiera si tenía algo que opinar sobre el asunto.

Resulta que fue precisamente el padre de Bové, hace más de una década, quien propició el encuentro mencionado. Se trataba entonces de promover el desarrollo biotecnológico en la región, y él, en nombre del gobierno aquitano, invitó a varios científicos para que habláramos sobre el asunto en el parlamento regional. Nunca fui tan bien tratado, desde el foie acompañado de vino de Sauternes, que se servía por ujieres de librea en los entreactos, a la aludida cena. Con posterioridad, el doctor Joseph-Marie Bové, científico de excelente reputación, y yo decidimos estudiar una rara enfermedad de las plantas causada por micoplasmas. Esta colaboración no dio los frutos esperados y dejé de tener noticias suyas hasta que su nombre afloró en la prensa asociado a diversas actividades antitecnológicas. Pronto confirmé que el ahora célebre José Bové es hijo de mi amigo y que, sin dejar de mantener buenas relaciones paterno-filiales, no pueden estar más en desacuerdo respecto a la biotecnología: «En la Edad Media se quemaba a las brujas. Hoy llevan a la pira a los transgénicos», declaró el científico a la revista Newsweek. En esta carta voy a resumir algunas historias de terrorismo antitecnológico, empezando por las protagonizadas por José Bové, para luego ofrecer una reflexión en torno a ellas.

Bové, dirigente de la Confédération Paysanne, saltó a las páginas de la prensa internacional cuando encabezó sus huestes –moderno Asterix a lomos de un todoterreno– en la destrucción de un establecimiento McDonald's. Él fue condenado a dos meses de cárcel, pero en la compañía McDonald's France Services cundió el terror, hasta el punto de contratar una costosa campaña publicitaria, cuyos anuncios eran de claro tinte antiamericano. Así por ejemplo, un cowboy de mala catadura aparecía diciendo: «Lo que no me gusta de McDonald's Francia es que no compran carne americana». Se trataba de resaltar que, «aunque nacida en Estados Unidos», sus productos, suministradores y trabajadores eran «made in France». A pesar de lo llamativo de este incidente, la guerra más sonada de Bové es la que libra contra los organismos transgénicos.

Como ejemplo típico, entre los que he conocido más de cerca, describiré una de sus hazañas, que afectó a personas que me son próximas, vinculadas a una organización científica de cuyo patronato he formado parte durante muchos años. En efecto, el Laboratorio Europeo Asociado incluye laboratorios españoles y franceses (CSIC, Barcelona; CNRS, Perpignan) que han acordado actuar de forma coordinada y, dentro de él, mi amiga la doctora Blanca Sansegundo dirige un equipo que investiga –con fondos públicos– cómo las plantas se defienden de las plagas. En el último simposio interno al que asistí, quedé sorprendido por el hecho de que, mientras los demás equipos presentaban sus respectivos resultados, el de la doctora Sansegundo sólo pudo mostrar una película muy detallada de cómo sus plantas –fruto de diez largos años de esfuerzo– eran minuciosamente destruidas en Montpellier, junto con los invernaderos que las contenían: los secuaces de Bové habían convocado con antelación a las cadenas de televisión, y el atropello fue filmado de forma exhaustiva y cómplice.

Ahora Bové ha sido condenado en primera instancia a cinco años de cárcel y a pagar casi trescientos millones de pesetas, en concepto de indemnización a las instituciones y a los jóvenes investigadores, cuyas carreras científicas han quedado irreversiblemente dañadas. El antes aludido artículo de Le Monde muestra cómo el furor ciego de este terrorista le ha llevado últimamente a destruir incluso ensayos relativos a la fibrosis quística, enfermedad incurable y mortal que, entre las de origen genético, es la más frecuente en humanos. No andan muy descaminados cuando le comparan con los vándalos que destruyeron «los monumentos de las ciencias y las artes» en el período de terror entre la Constituyente y la caída de Robespierre.

La situación no es más halagüeña en otros países de larga tradición científica, como Alemania o el Reino Unido. Así por ejemplo, el Instituto Max Planck en Colonia hubo de adoptar medidas de seguridad extremas después de unas tumultuosas manifestaciones –en las que hasta aparecieron pancartas de organizaciones tan acreditadas como el GRAPO– y de que estallaran varias bombas en sus instalaciones. En los últimos años, he visitado con frecuencia esta institución –como conferenciante y como miembro de su Consejo Científico– y me ha resultado opresivo discurrir dentro de su perímetro electrificado y por sus parcelas experimentales, protegidas por vallas altísimas y, cada una de ellas, vigilada de modo continuo por dos guardas y dos perros (un guarda y un perro resultó ineficaz). A pesar de estas medidas extremas, fui testigo en mi última visita de la llegada del siguiente fax: «Sabemos que su ensayo de patatas resistentes a virus ha sido un éxito, pero le advertimos que los tubérculos no germinarán cuando los plante porque los hemos tratado con herbicida». Precisamente en ese momento estaba yo discutiendo dicha investigación con su autor, Francesco Salamini. Semanas más tarde, recibí un e-mail con la noticia de que, en efecto, las patatas no habían germinado.

Mención aparte merece la que podríamos denominar batalla de Walnut Tree Farm, que en apenas media hora destruyó un experimento contratado por el gobierno británico y acabó con el jefe vándalo en la cárcel sin fianza y con uno de los propietarios de la finca atacada en el hospital. Las tropas de asalto, bien equipadas y entrenadas, iban nada menos que al mando de lord Melchett –lord hereditario, ex ministro laborista, latifundista y director ejecutivo de Greenpeace en el Reino Unido–, quién abría la marcha a lomos de un combinado tractor-segadora. Los hermanos Brigham, últimos miembros de la familia que ha cultivado la finca durante más de trescientos años, se defendieron con sus enormes tractores, aunque no lograron evitar la destrucción de la cosecha.

Casi al tiempo en que Melchett (Mel shit, le llamaba un Brigham en plena pelea) salía absuelto, el Sunday Express publicó que en su latifundio se empleaban plaguicidas y abonos químicos, tanto en la producción de cereales por sus aparceros como en los cientos de acres de remolacha cultivada directamente por el lord, y que, en contra de su imagen autopublicitaria como ciclista empedernido, éste no sólo poseía un automóvil sino que lo conducía con frecuencia, como cada hijo de vecino. Curiosamente, poco después de estos incidentes dejó su puesto en Greenpeace por el posiblemente más lucrativo de asesor de la cadena de supermercados Iceland, cuyo comercio se basa en los productos mal llamados «biológicos».

Si me he demorado en narrar lo que antecede es para subrayar que no se trata de hechos aislados sino de un preocupante conjunto de atentados contra la razón y contra la legalidad vigente. En efecto, no se puede estar al mismo tiempo en contra de un avance tecnológico, basándose en que no se han realizado suficientes ensayos previos, y en contra de que se realicen éstos. Además, la destrucción de ensayos –hechos con dinero público, bajo supervisión institucional y con todas las bendiciones legales– supone un despilfarro intolerable y una grave quiebra del sistema democrático. A estas transgresiones fundamentales hay que añadir la inexplicable paradoja de que los agresores aparecen como héroes en los medios de comunicación, mientras que los agredidos –modestos científicos que, con más o menos acierto, se dedican al avance del conocimiento y a la búsqueda de soluciones razonables a problemas acuciantes– son reflejados como perversos, insensibles, ciegos e incluso «malos de película».

Las agresiones se justifican por una interpretación del «principio de precaución» que lo hace equivalente a una precaución sin límite ni fundamento, única forma, según sus proponentes, de asegurar el riesgo nulo: «precaución sin principios», la ha denominado H. I. Miller. A los organismos transgénicos se les ha aplicado el principio de precaución con un rigor que no tiene precedentes en la historia de la innovación tecnológica. La aprobación de un nuevo producto transgénico se hace caso por caso y requiere la evaluación previa de cualquier riesgo formulable racionalmente. Una vez aprobado, está también estipulado un seguimiento para detectar riesgos desconocidos que puedan hacer aconsejable su retirada. Además el proceso de aprobación se repite para los distintos ámbitos nacionales: algo así como si un nuevo modelo de automóvil hubiera de ser sometido a extensas pruebas en cada país antes de ser comercializado. De todas formas, la seguridad absoluta ––el riesgo nulo– es un concepto utópico que no es de este mundo y, en cualquier caso, si existiera no sería demostrable. Lo único abordable científicamente es la cuestión de si una innovación tecnológica comporta mayor o menor riesgo que aquella a la que viene a sustituir. En otras palabras, la cuestión es, por ejemplo, si una planta transgénica resistente a insectos presenta más o menos riesgo que una planta convencional, protegida frente a las plagas por los métodos habituales.

La realidad respecto a los alimentos transgénicos es que se pide conocer de ellos aspectos que desconocemos por completo respecto a los tradicionales, mientras que se exime de cumplir el principio de precaución –aun en sus formulaciones más benignas– a usos que, contra todo fundamento científico, se consideran exentos a priori, tales como fumar o el consumo de productos de herbolario y de alimentos «biológicos». Respecto a estos últimos, por ejemplo, nadie propone ––ni yo tampoco lo hago– que se pongan en cuarentena, a pesar de concurrir en ellos circunstancias tales como las siguientes A. Trewavas, «Urban myths of organic farming», Nature, 410: 409-410, 2001.: su producción ocupa más espacio natural por tonelada de alimento que la de sus alternativas; el insecticida natural rotenona puede inducir la enfermedad de Parkinson; la frecuencia de contaminación de los pollos orgánicos por bacterias del género Campylobacter fue tres veces superior que la de los convencionales en un estudio danés; la frecuencia de infección por la cepa O157:H7 de Escherichia coli, que es potencialmente mortal, suele ser superior entre los consumidores de productos orgánicos que en el resto de la población; la presencia de toxinas fúngicas suele ser más alta en los productos orgánicos; y se podrían añadir más hechos similares. Lo que sí debemos exigir, de acuerdo con la normativa vigente, es que no se publiciten los productos biológicos atribuyéndoles una mayor garantía nutricional o sanitaria, ya que esa pretensión no tiene base científica y supone una estrategia comercial lesiva para los derechos e intereses de los consumidores, así como de los productores de alimentos convencionales F. Biaggini, «Productos biológicos. Una imagen falseada», Mundo Científico, 222: 82-83, 2001..

Si el ejercicio del principio de precaución es exigible para las multinacionales de semillas, en la misma medida debe serlo para las multinacionales de la protesta y del miedo. Estas últimas gastan más dinero en señalar problemas –falsos unos, reales otros– que, por ejemplo, puede gastar la FAO en tratar de resolverlos. Si las multinacionales de semillas pretenden ingresar dinero con las transgénicas, lo mismo ocurre con la industria de la protesta, que ha venido evitando la bancarrota gracias a las campañas anti-OGM. Hay que legislar y hacer cumplir la ley para que las empresas de semillas no se lucren indebidamente, pero al mismo tiempo, a una multinacional de la protesta ––cuyo presupuesto anual puede alcanzar la respetable cifra de casi ciento cincuenta millones de euros, cuarenta de los cuales pueden destinarse a la búsqueda de más dinero– hay que exigirle que no use la ciencia en vano. No es de recibo que uno de sus organizadores declare que «nuestro propósito no es la corrección científica, eso queda para las corporaciones», ni que Bové diga «el tiempo perdido por la ciencia es tiempo ganado para la conciencia». Son frases aterradoras y no tienen gracia, son demasiado parecidas a la justificación de las tropelías de Robespierre: «la Raison n'etais pas mise au service de la Vertu».

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