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Libros en la calle

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Por motivos nada líricos, la primavera y el libro se llevan bien. A la gente le gusta ver los libros en la calle, algo que sólo suele ser posible con buen tiempo. Se organizan ferias por doquier y el público se pasea entre las casetas hojeando las novedades que se han ido aventando en los últimos meses, sobre todo si los autores son mediáticos y salen por la tele. Los editores sacan lo mejor de cada casa, y los suplementos literarios se hacen eco de la floración libresca estacional. Las razones de esa preferencia por el libro al aire libre habría que buscarlas, más que en una expansión del ánimo provocada por el despertar de los sentidos tras el largo invierno, en el más prosaico y tradicional recelo hispánico (tal vez latino) a entrar en la librería, un ámbito en el que se diría que el problemático cliente se siente particularmente escrutado.

Tengo para mí que esa es una de las razones del enorme éxito de los llamados libros de quiosco: un capítulo de la producción editorial que en 2002 supuso el 5,5% del total. En esos edículos callejeros, convertidos en la última década en auténticos bazares o minizocos, pueden hoy encontrarse, además de las novelas de más éxito del año anterior, ediciones de libros para públicos muy restringidos, como El ser y la nada de Sartre (a 7,95 euros) o las Obras completas de James Joyce encuadernadas en vistosa piel (sintética) de color rojo y papel semibiblia, por sólo 9,95 el tomo. La venta de libros de quiosco se ha incrementado poderosamente este año con las «promociones» de numerosos diarios nacionales y autonómicos y que, al revés de lo que ocurría en el pasado, no se planifican como medio de difusión del periódico, sino como pingüe negocio en sí mismo: la venta de enciclopedias por tomos no sólo ha constituido un factor de fidelización de los lectores, sino que ha generado, en todos los casos, unos sustanciosos ingresos extras que ayudarán a las respectivas empresas a redondear sus cuentas de resultados. Los que afirman que esos canales de venta de libros no perjudican a la librería tradicional (sobre todo a la pequeña librería independiente) o están ciegos o, posiblemente, forman parte del negocio.

Un país muy culto este, al parecer. Si descendemos a las cifras que proporciona la Federación de Gremios de Editores, la producción de libros sigue aumentando: en 2002 se alcanzaron los 62.337 títulos, de los que 31.423 fueron absolutas novedades y, el resto, reimpresiones o reediciones de libros publicados anteriormente: unas cifras que nos colocan en el tercer lugar de la Unión Europea, por detrás únicamente del Reino Unido y Alemania, países ambos con una población que supera –y en el segundo caso, dobla– la española. El hecho de que las tiradas de los libros que se editan se mantengan en algo más de 4.400 ejemplares (por debajo de la media de la Unión Europea) indica, sin embargo, que el sistema falla en algún sitio: por mucho que los editores, ayudados por las nuevas tecnologías, hayan aprendido a precisar las tiradas, existe una contradicción entre el número de libros que se editan y la escasa demanda que suscitan (exceptuando, claro está, los best sellers).

En cuanto a la lectura, las cosas, según las encuestas encargadas por los editores, mejoran lentamente. Una visión optimista de los resultados del estudio sobre Hábitos de lectura y compra de libros correspondiente a 2003 haría hincapié en el hecho de que, aunque un 47,2% de la población española mayor de catorce años no lee libros «nunca o casi nunca», el resto (un 52,8%) son lectores. La visión pesimista o, simplemente, más cuidadosa, descubriría que, de entre los lectores, sólo el 37,3% lee libros más de «una o dos veces por semana» (lectores frecuentes); el resto (15,5%: «lectores ocasionales») sólo lee libros alguna vez «al mes o al trimestre», es decir, prácticamente «casi nunca».

La librería sigue siendo el ámbito preferido de esos lectores para la adquisición de libros. Pero se trata de un concepto en entredicho. ¿Pueden ser llamados «librerías» los espacios de los hipermercados en los que se ofrecen enormes cantidades de ejemplares de pocos títulos, seleccionados, en general, en función de que hayan sido masivamente «mediatizados», o de que sus autores sean personajes conocidos?

En las últimas tres décadas del pasado siglo, la edición europea experimentó una serie de profundas transformaciones que cambiaron para siempre su estructura y comportamiento. La introducción de las corporaciones americanas (primero en el Reino Unido) acabaron definitivamente con el viejo concepto de editor atrabiliario y «artista». Salvo excepciones gloriosas, los antiguos capitanes del oficio estaban al frente de empresas descapitalizadas que seguían creyendo (así les fue) que si un libro era bueno, se vendería inevitablemente. La división entre los gentlemen (propietarios y miembros del departamento editorial) y los players (administración, red de ventas, departamento comercial, cuando lo había) era casi una división entre dos castas: brahmanes con glamour y prosaicos intocables. Los americanos trajeron nuevos métodos y una clara concepción de que el oficio era también un negocio como cualquier otro, lo que ayudó a muchos independientes a cambiar su concepto de la edición. Pero el péndulo terminó oscilando al lado contrario. La relación de fuerza en las empresas se transformó radicalmente en favor de los managers, los comerciales y los especialistas en mercadotecnia. Los departamentos editoriales, obsesionados por la cuenta de resultados, sacrificaron riesgo y, sobre todo, creatividad, que a menudo se refugió en las agencias literarias. Y en aras del negocio, al que había que forzar rentabilidades que nunca se habían exigido, los grandes grupos (en Estados Unidos y Gran Bretaña) empezaron a devorar a los independientes y, cuando no quedaron más, se devoraron entre ellos (Bertelsmann y Random House).

Hoy el panorama es distinto. En algunos países, como el nuestro, la concentración empresarial ha sido moderada y sólo dos de los cinco o seis grandes grupos editoriales son de capital transnacional. Por ahora, y a diferencia de lo que ocurre en el Reino Unido, el precio fijo de los libros sigue garantizando las precarias oportunidades de libreros y editores independientes, que dan constantes muestras de creatividad y adaptación a tiempos difíciles. Las empresas medianas y pequeñas forman un humus del que se benefician también los grandes, pero los peligros para la bibliodiversidad cultural siguen latentes. Las mesas de novedades de las librerías se convierten en arenas en las que tienen lugar batallas encarnizadas entre los más débiles y los más fuertes. Los primeros (los que menos se venden o están menos promocionados) tienen menos oportunidades de subsistir, no importa su calidad ni su valor cultural. De los trece libros de literatura más vendidos durante el 2003, once fueron editados por sólo cuatro grandes grupos, uno por un editor independiente y otro (El Quijote) es de dominio público. Y, en cuanto a los dieciocho autores más vendidos, dieciséis pertenecían a los cuatro grupos, uno estaba editado por un independiente y otro (Cervantes) era de dominio público. Que a pesar de todo ello, los editores y libreros independientes sigan gozando entre nosotros de relativa buena salud (o de una mala salud de hierro, depende) me sigue pareciendo uno de los grandes milagros de la edición española.

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