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Liberalismo a la francesa

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Lucien Jaume, el autor de esta relevante contribución a la historia intelectual del liberalismo francés, no es un desconocido entre nosotros. El Instituto de España, entonces dirigido por Miguel Artola, publicó, con motivo del bicentenario de la Revolución francesa, un interesante conjunto de textos del autor. Todos ellos se referían a las implicaciones políticas que tuvo para la revolución de 1789 la superposición del concepto monolítico de la soberanía real, propia del absolutismo según un Bodin o un Bossuet, a la recién estrenada soberanía de la nación. El resultado fue hacer incompatibles la democracia con el liberalismo constitucional. Un problema que la política francesa arrastraría hasta la síntesis entre una y otro llevada a cabo por la Tercera República Lucien Jaume, El jacobinismo y el Estadomoderno, Instituto de España Espasa Calpe, Madrid, 1990..

No es extraño, por tanto, que Jaume encuentre lleno de interés para la Francia de hoy investigar qué le ocurrió intelectual y políticamente al liberalismo de su país durante el período que se extiende desde la tremenda derrota liberal de agosto de 1792, cuando con la monarquía fue derrocada también la constitución de 1791, obra de los Estados Generales de 1789, hasta la síntesis citada entre el liberalismo y la democracia, ochenta años después del violento fin del reinado constitucional de Luis XVI.

El libro de Jaume que comentamos tiene una estructura compleja. Empieza por describir los rasgos esenciales de las tres corrientes en que divide al liberalismo francés correspondiente a las tres cuartas partes del siglo XIX : la individualista, la doctrinaria u orleanista y la católica. Y una vez hecho esto, va perfilando el alcance doctrinal y, sobre todo, político de esas divisiones mediante el análisis de toda una serie de controversias en las que estas corrientes liberales chocaron entre sí y con otras tendencias. Los puntos de confrontación fueron la descentralización, la libertad de la prensa, la organización de la instrucción pública (especialmente el monopolio estatal de la universidad heredado del régimen napoleónico), el juicio por jurado y la legitimidad de la jurisdicción contencioso-administrativa. La obra termina con dos capítulos dedicados al pensamiento económico y a la filosofía del liberalismo francés, con las figuras apenas recordadas hoy de Victor Cousin y Main de Biran, siendo el capítulo filosófico más satisfactorio que el dedicado al pensamiento económico.

El recorrido resulta en todo caso, como se puede imaginar, muy amplio, y en él se combina el análisis de las ideas, con los debates políticos y periodísticos y las incursiones biográficas.

El título de la obra, L'individu effacé, da cuenta exacta, por otra parte, del principal hallazgo y conclusión del autor. «L'individu effacé» puede traducirse por el individuo «desdibujado» o «difuminado», y son las razones de esta difuminación las que constituyen el argumento de fondo del análisis de Jaume, ya que el individualismo representa, al mismo tiempo, el núcleo y el principal desafío del liberalismo en todos los órdenes.

El pensamiento liberal espera del individuo que sea independiente en lo económico y capaz de autogobernarse en lo moral y en lo político. La conciencia individual debe ser capaz, además, de mirar al mundo de frente, con una mezcla de convicción en las posibilidades de reforma y progreso del género humano, pero sin que eso signifique perder de vista los límites que corresponden a la condición de árbol torcido que, según Kant, es parte esencial de nuestra condición. En todo caso, el significado del mundo y de la vida y la naturaleza de la felicidad en uno y otra son todas cuestiones que corresponde esclarecer a la conciencia del individuo como última instancia.

La peculiaridad del liberalismo francés viene dada porque se vio confrontado, no sólo con el desafío general con el que ha de vérselas todo liberalismo político, y que consiste en tener que construir un Estado sólido partiendo de la autodeterminación individual. Además, en el caso de Francia, los liberales, ya desde los tiempos del Consulado de Bonaparte, tuvieron que enfrentarse con el desagradable dilema de si la única manera de escapar a la dictadura terrorista del jacobinismo y sus herederos revolucionarios era echarse en brazos del régimen autoritario que el bonapartismo representaba. Buscaron, por tanto, una tercera vía, que desembocó en el juste milieu de la Restauración –concretamente bajo Luis XVIII– y en la Monarquía de julio, con Luis Felipe de Orleans. La dimensión liberal de uno y otro régimen, junto con el breve Imperio liberal, en las postrimerías del reinado de Napoleón III, fue borrada de la conciencia republicana francesa –y en esto Jaume no hace suficiente hincapié–, pero todos contribuyeron decisivamente a debatir y elaborar los aspectos esenciales que hicieron posible la integración del liberalismo y la democracia en la política francesa.

Esta difícil trayectoria política tuvo para el liberalismo francés la consecuencia de desdibujar sus fundamentos individualistas, de modo que los planteamientos de sus representantes más conspicuos, Madame de Staël y Benjamin Constant –pero también a los del siempre excepcional Tocqueville– fueron marginados por la corriente doctrinaria y, en concreto, por el más destacado de todos ellos, François Guizot.

El principal objetivo de Guizot fue reconciliar el Estado con la sociedad en la Francia post-revolucionaria, implantando lo que los doctrinarios llamaron la «soberanía de la razón». Desde un punto de vista metafísico, esa razón era una chispa de la inteligencia divina en la mente de los hombres. Este planteamiento aproximaba a los doctrinarios y a los católicos. Pero, en lo político, la soberanía de la razón significaba el gobierno de las clases medias más ricas y mejor cualificadas. Guizot integraba este criterio político dentro de una perspectiva histórica amplia y magnífica. Francia representaba para él la expresión mejor equilibrada entre aspiraciones ideales y realizaciones prácticas de la civilización europea. Un rico pluralismo institucional y social, cuyo fermento desde la baja Edad Media habían sido las ciudades, constituía el rasgo básico del paso por la historia de dicha civilización, que venía a culminar en el gobierno constitucional de las clases medias.

El propósito de Guizot era evitar que los burgueses permanecieran políticamente pasivos, entregados al cuidado de sus intereses particulares, y se volcaran en una labor de hegemonía, tanto en las instituciones políticas como en la sociedad civil. Pero su método no iba de esta última al ámbito de la política constitucional, sino a la inversa, y todo el proceso debía atenerse a un guión filosófico-político preestablecido. La espontaneidad social e individual y el efectivo papel mediador de las instituciones representativas quedaban así bastante restringidos, y fueron grandes las dosis de dogmatismo y autoritarismo que Guizot llegó a representar.

Su obsesión con el carácter definitivo de la revolución de 1830, a la que comparó una y otra vez con la inglesa de 1688, le empujó a una cerrada intransigencia ante las demandas de ampliación del censo electoral. Guizot estaba convencido de que el proceso debía ser al revés: no reducir el censo, sino aumentar el número de los acomodados; de ahí su invitación al «enrichissez-vous», tan denostado.

Sólo tras el fracaso aniquilador que significó para él la revolución republicana de febrero de 1848, empezó a comprender Guizot que el problema político del liberalismo francés no se limitaba a forjar una elite gobernante (que él confundió con la clase entera), hegemónica en el terreno intelectual. Tuvo que asumir –como observa perspicazmente Rosanvallon Pierre Rosanvallon, Le moment Guizot, Gallimard, 1985. – que si las clases medias querían seguir siendo dominantes, debían renunciar a ser hegemónicas; o, más concretamente, debían desarrollar esa hegemonía a través de la igualdad política de la democracia, procurando evitar que ésta derivara hacia la liquidación social. Ni más ni menos que el programa de Tocqueville, que había militado en la izquierda durante la Monarquía de julio y no había simpatizado nunca con Guizot.

A las escasas posibilidades ofrecidas por la política doctrinaria para el desarrollo de un liberalismo de inspiración individualista, añade Jaume las limitaciones que, en este mismo terreno, ofrecía la muy contradictoria plataforma del catolicismo liberal. Los católicos asumían plenamente también el concepto absolutista de la soberanía, típico de la tradición galicana. Sólo que, después de la revolución de 1789, no la reconocían en el rey o en la nación, sino exclusivamente en la Iglesia, aunque en esto no fueran unánimes todos los católicos liberales. Todas las soberanías laicas eran necesariamente derivadas de la institución que poseía en exclusiva la verdad revelada. El momento liberal de los católicos apareció cuando éstos optaron por defender que la verdad triunfaba mejor mediante el ejercicio pleno de la libertad política. Los católicos liberales se mostraron convencidos de que el triunfo de la libertad constitucional, y aun el de la democracia, haría de su fe el único fundamento sólido del orden social y político.

Así pues, las dificultades que encontró la corriente individualista del liberalismo para mantenerse a flote entre sus afines fueron grandes, pese a que era la más veterana. Jaume no oculta la simpatía que le producen sus dos principales exponentes: Germaine de Staël y Benjamin Constant, ya que, aunque incluye a Tocqueville en el grupo, apenas se ocupa de él.

Fue Madame de Staël quien llevó a cabo la fundamentación filosófica del liberalismo individualista. En su obra De l'Allmagne Hay una versión española en Austral, de Espasa-Calpe, Madrid, 1991., escrita en 1810, pero cuya aparición la censura napoleónica retrasó tres años, Staël rompió con la filosofía sensualista de egoísmo racionalizado, heredera de la Ilustración, que había compartido hasta ese momento. Staël puso en tela de juicio, mediante el descubrimiento incompleto de la filosofía de Kant, que la racionalidad tecnológica (por emplear la terminología weberiana) propia de esa filosofía carecía de todo vínculo cualitativo y necesario con un orden político basado en la libertad. El sensualismo fiaba los progresos de la libertad al simple incremento de factores externos a la conciencia humana: más prosperidad, mayores luces. Tras su estancia en Alemania y su contacto con la filosofía del idealismo crítico, Madame Staël defendió la necesidad del entusiasmo. Es decir, aquel desarrollo de la conciencia individual capaz de generar hacia determinadas instituciones y valores una afección mayor que la experimentada hacia los intereses particulares.

Pesaba, sin duda, en el ánimo de Madame de Staël su fracasada experiencia política, en la cual le había precedido su padre, Necker. Staël dio, primero, un apoyo pragmático al régimen del Thermidor y, luego, al Consulado de Bonaparte con la esperanza vana de una rectificación constitucional de la revolución que no llegó a fraguar. Tuvo que enfrentarse, por el contrario, al maquiavelismo y al uso sistemático de la razón de Estado asumidos sin complejos por el régimen imperial. Y fue en esa empresa donde Madame de Staël comprobó la impotencia de la filosofía sensualista y de la moral utilitaria para oponer argumentos sólidos a un régimen autoritario, tal como les ocurrió al grupo de los Ideólogos, al que Staël había estado próxima.

Madame de Staël no llegó a concretar en un modelo político-constitucional su giro filosófico, salvo por lo que se refiere a sus reflexiones sobre la Revolución francesa. Fue su íntimo amigo, Benjamin Constant, quien se encargó de ello.

Del análisis que lleva a cabo Jaume de las ideas políticas de Constant destacaremos tres. Éste reivindicó, en primer lugar, el derecho del ciudadano a equivocarse; es decir, a descartar errores políticos merced a la experiencia del análisis periodístico, del debate parlamentario y de la lucha electoral. Esta premisa significa que la conciencia individual seguía siendo, al igual que en el caso de Madame Staël, el fundamento último de la legitimidad del orden político. En segundo lugar, Constant elaboró con mano maestra la teoría del poder monárquico como Poder Neutral. Una teoría que Thiers sintetizó magistralmente en la expresión «le roi règne, mais ne gouverne pas». Constant extendía la neutralidad al conjunto del Estado constitucional, lo que venía a significar que sus reglas eran incuestionables, pero las mayorías y las minorías políticas mudables. Por último, Constant definió el interés general como fruto de la representación, deliberación y acuerdos parlamentarios, rechazando el planteamiento de que existiera un interés general trascendente a las partes e intereses representados en el Parlamento. No hace falta mucha imaginación para comprender hasta qué punto eran discrepantes las posiciones de Constant y las de Guizot.

Un estudioso británico del régimen de Napoleón III, Sudhir Hazareesingh TlS, 29 de octubre de 1999. De este autor puede verse From Subject to Citizen. The Second Empire and the Emergence of Modern French Democracy, Princeton U.P., 1998., comentó con sagacidad que la magnífica obra de Jaume estaba recorrida por una mezcla de irritación y perplejidad ante la adversa fortuna del liberalismo en la Francia de las primeras ocho décadas del siglo XIX, sin perjuicio de que el Antiguo Régimen fuera liquidado y aflorara una sociedad plenamente capitalista y burguesa. Jaume atribuye ese fracaso a lo que se desprende de su análisis con toda naturalidad: los liberales estuvieron demasiado divididos y la mayoría de ellos combinaban su liberalismo con premisas demasiado estatistas, anteponiendo la sociedad al individuo. Ahora bien, la pasión política francesa más poderosa fue la igualdad y no la libertad. Pesó con fuerza en la política del país vecino el mito de la soberanía una e indivisible encarnada carismáticamente por un líder incorruptible (Robespierre) o invencible (Napoleón), de manera que el liberalismo sintió siempre en su cuello el aliento desafiante de la democracia, cuyo poder se hizo evidente desde el comienzo mismo de la revolución de 1789. En la medida en que toda situación constitucional, sostenida por un Estado burocráticamente poderoso, tiende a evolucionar democráticamente, Hazareesingh señala que el imaginario popular, tanto republicano como bonapartista, era infinitamente superior al respetable elitismo, moderado, constitucional, pero socialmente restrictivo que exhibían los liberales. Exactamente el tipo de problemas cuyas raíces y consecuencias absorbieron la vida entera de Tocqueville. Él sabía muy bien que la democracia sin libertad es insufrible, pero comprendió con igual claridad, gracias al ejemplo norteamericano, que sin aliarse con la democracia la libertad no podía prevalecer.

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