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Decimonónica contemporaneidad

LEYENDO ESCRIBIENDO

Julien Gracq

Ediciones y Talleres de Escritura Creativa Fuentetaja, Madrid

Trad. de Cecilia Yepes

302 pp.

22 €

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«Mi siglo, en el pasado, es el XIX », dice Julien Gracq en la última página de Leyendo escribiendo. Y, al cerrar este libro, no hay duda alguna de que los gustos literarios de su autor –de nombre civil Louis Poirier– coinciden con ese tiempo que, algo esponjado, enmarcan Chateaubriand y Proust. Pero la frase permite entender su adscripción a tal siglo más allá de las filiaciones del gusto. Julien Gracq es un escritor que ejerce en simbiosis con la estética del XIX, y si la historia de la literatura estudiara las obras y no los autores –como él quisiera y como sugieren las más recientes propuestas teóricas sobre la disciplina– hay grandes posibilidades de que sus novelas se vieran atendidas a la par que las de Stendhal, Balzac o Flaubert.


La biografía de Louis Poirier no pertenece al XIX, pero casi: nace en 1910 cerca de Nantes, frente a la isla Batailleuse, lugar donde sigue viviendo en la actualidad. Hace treinta y cinco años que se retiró de la enseñanza, y cincuenta y tantos que rompió con los medios literarios oficiales, tras publicar El castillo de Argol y tras rechazar en 1951 el Premio Goncourt, que intentaba compensar a su novela El mar de las Syrtes de las irónicas críticas que había recibido su única obra de teatro: El rey pescador. La declaración de guerra a la crítica que supuso su opúsculo La literatura del estómago ha sido refrendada con parsimonia y tenacidad por sucesivos títulos de reflexión literaria: Lettrines, Lettrines II, Carnets du grand chemin. En su haber novelístico hay también que destacar Un beau ténébreux y Los ojos del bosque, y aunque esta lista no es exhaustiva, pocas obras más se podrían añadir: por su grado de fertilidad literaria, Julien Gracq se parece más a Stendhal que a Balzac, una comparación que en absoluto le desagradaría.

Llegados al siglo XXI, Gracq encarna la figura del escritor de culto altivo y distante, tan invisible como el otro recientemente desaparecido patriarca del pensamiento y las letras francesas –Blanchot–, tan arisco y acre como le dicta la máxima de su admirado Stendhal –«acuérdate de desconfiar»– y como le aconseja su propia convicción: «La literatura fundamental sólo se asienta y se consolida golpeada obstinadamente por el humor amargo, igual que los pilotes se endurecen en el agua salada».

A caballo entre tres siglos, no es extraño que la crítica prenda en Gracq variopintas etiquetas: barroco, romántico, gótico, surrealista; etiquetas que es necesario matizar, pues romántico lo es sin ensimismamiento ni acedía; gótico, con resonancias más míticas que sobrecogedoras; barroco, con frialdad de ajedrecista; y surrealista –como sugiere su gran aprecio por André Breton– lo es de manera mestiza y despegada de la imantación del subconsciente. Explícitamente, Gracq no se muestra incondicional de ninguna estética, y son pocas las obras de la historia literaria ante las que no expresa reservas: Leyendo escribiendo distribuye pocos elogios y muchos reparos de gran franqueza entre los escritores más consagrados. Por hacer un repaso: de Voltaire dice que ningún nombre le cuadra menos que el de «genio», que lo que le va como un guante es la idea del periodismo elevado al grado de excelencia, ese periodismo que –como decía Gide– es «todo lo que será menos interesante mañana que hoy». La estética clásica le disgusta por lo contrario, por su idolatría de lo anticuado, por el gratuito derecho a la mayúscula que tiene la vetustez literaria. En El Quijote, sin embargo, aunque no le entusiasma, aprecia «el alejamiento casi fabuloso de los objetos que lo pueblan» y la credibilidad de las hazañas del caballero, fruto del «retraso africano de las estepas de Castilla». Para Balzac tiene también palabras ambiguas: ve que en su obra el todo equilibra las deficiencias de las partes, advierte un reprobable efecto de ventriloquia en su narrador, admira la invención en Los chuanes del travelling aeropanorámico descriptivo. A Zola le cuelga acusaciones de mal gusto, de continua puerta falsa en la edificación de sus frases, de «sacar pecho cuando va a dar el do», de oler a ficha y a catálogo. Flaubert no sale mejor parado, pues «el asco con que trata a casi todos sus personajes los automatiza y les hace gesticular»; también le reprocha una sintaxis retumbante y plomiza no redimida por la compulsiva corrección de repeticiones, como si retirara «con la uña las migajas de una chaqueta». Proust, aunque admirado (y quizá secretamente envidiado), le llena de recelos: la excesiva precisión del recuerdo priva a los personajes del «temblor de futuro» que cifra la perfección novelesca, la articulación de su obra evoca la multiplicación celular, un mundo sin destino ni jerarquía algo agobiante; los fragmentos filosóficos y teóricos son el indispensable «cemento novelesco» para unos personajes «que tienden a desparramarse»; la prosa asfixia la producción imaginativa del lector.Y concluye: su obra es, «por su heterogeneidad, íntima a la vez que, por su consistencia, enteramente solidificada, como los pudines y las gelatinas».

Sus colegas del siglo XX no le inspiran mejor opinión. La poesía de Perse es una «pasta fundamentalmente exclamativa» que parece incorporar su propio plagio y puede durar indistintamente diez o doscientas páginas, aunque su sabor se agote pronto: «como el chicle». De Valéry, padre de la fecunda crítica literaria francesa del siglo XX y exponente de su vertiente más intelectualista, no salva ni la teoría: en ese «Lucifer», dice, «el placer de la lectura alcanza su mínimo, la preocupación por la verificación profesional, su máximo». «Su frigidez natural en la materia» le hace abordar la novela «a la manera de un gimnasta que criticara la falta de economía en los movimientos del coito»; y, metido ya en metáforas carnales, le atribuye haber tratado a la poesía «como a una amante con la que uno siente vergüenza de mostrarse en público».

Es ese mismo registro de metáforas físicas el que encontramos en las escasas ocasiones en que Gracq se expresa en positivo sobre la literatura: cuando la escritura es sensual, ha de recibir algo del flujo de humores y estados que operan en el cuerpo del artista. La observación, que incita a asociar a Gracq con las estéticas de este siglo, desvela pronto que sus raíces más firmes se hallan en el terreno romántico: la descripción del paisaje gracquiano refleja más el espíritu que el cuerpo, y ello según una técnica que inventara su maestro Chateaubriand, consistente en superponer sobre la escena sucesivas láminas de recuerdos y hacerlas girar rápidamente para confundir sus tonos y producir irisaciones. Tal parece ser la técnica de El mar de las Syrtes, novela de la imprecisión y de la inactividad, de la ensoñación solitaria y del contagio brumoso entre la ficción y la lengua que la cuenta. Sin embargo, algo distancia a Gracq del escritor romántico: aquí la descripción se convierte en algo mental, se «surrealiza», dice el poeta Bernard Noël. Los siglos no pasan en vano.

No pasan en vano, aunque también tienen vanos que los comunican. En el orden de una descripción impregnada por el espacio mental, se dan la mano a través del tiempo escritores como Nerval, Rimbaud y Breton: precisamente los escritores favoritos de Gracq. En Nerval admira la «incoherencia inimitable, la libertad de su vagabundeo», sin duda vinculadas a una enfermedad psíquica y a una percepción alterada que redefinen la descripción; de Rimbaud, cuya escasa presencia sorprende en Leyendo escribiendo, baste recordar Las iluminaciones o Ciudades; Breton le seduce particularmente en Nadia, narración capaz de comprender y describir la vida a través de conjunciones excepcionales que resultan de convertir mentalmente todo elemento en signo.

Pero el que se lleva la mayor parte de los aplausos en Leyendo escribiendo es Stendhal. La pasividad imperante en la obra de Gracq parece aspirar secretamente a la energía stendhaliana, a su vivacidad, a ese «alegro íntimo» que hace «bailar a la vida», dice, aunque su obra no tenga ni imaginación, ni técnica, ni siquiera profundidad psicológica: con La cartuja de Parma, Gracq disfruta de la despreocupación feliz de Stendhal para con los contenidos de su obra; en Rojo y negro, por el contrario, le subyuga el relato estrictamente regulado por la cronología; de ambas alaba el estilo, alejado del habla y lo conversacional pero lleno de «la sutilidad, la desenvoltura y la libertad de la no concatenación casi total».Y aquí es donde, partiendo de un modelo del XIX, Gracq vuelve a reencontrarse con su siglo biográfico: sin pretender hacer de él un experimentador del lenguaje, lo cierto es que su confesado abuso de la elasticidad de la frase latina dota a las proposiciones de gran autonomía, relaja la sintaxis, diluye la estructura lógica, potencia los procesos de sentido virtual, emparenta en suma a esta prosa con los modos poéticos contemporáneos. Menos estructurada que la de Proust, su escritura en forma de «bola de nieve» adquiere volumen a medida que arrastra todo tipo de materiales encontrados en su camino. Algunos lectores pueden ver en ella un estilo de «anticuario» lleno de epítetos abstractos e inusuales que han perdido aroma, otros pueden ver un ejercicio de matices, desvíos y desarticulaciones que inventa en la lengua un estado de latencia del significado: dos posturas de signo enfrentado que recogen la adscripción plurisecular de la prosa de Gracq.
 

Leyendo escribiendo no es exactamente un libro de crítica; es un libro que alterna observaciones sobre autores muy consagrados con breves y fragmentarias reflexiones sobre la novela, la poesía, la pintura, la historia o la crítica literaria. Siempre incisivo, Gracq descalifica el estructuralismo y la idea de una «ciencia» de la literatura que pretende que la suma de los medios detectados y las operaciones descodificadas sea igual a la obra de arte. De la crítica, repudia su búsqueda de «armonías de agrimensor», su recuento de aquello que no es exclusivo en una obra concreta; desconfía de «todo lo que teoriza», aboga por «un impresionismo de múltiples facetas» y, volviendo al vocabulario pasional, espera que la crítica sea «la inflexión exacta de voz que me haga sentir que se está enamorado [del libro]». Son, como se ve, posiciones que hablan de un rechazo de todo análisis formal, pero que no proponen recambio positivo de procedimiento de análisis para los textos, y que incluso flirtean con vetas envejecidas de la crítica, como es el caso de la crítica impresionista. Sin embargo, sí hay en su pensamiento intuiciones de posturas más contemporáneas, de posturas que riman con las de cierta escuela ya bien instituida en 1980, fecha de publicación del libro de Gracq: Tel Quel, los posestructuralistas y los barthesianos dejan ver su influencia en frases como ésta: «La escritura, como la lectura, es movimiento, y la palabra se comporta en consecuencia como un móvil cuya masa, por reducida que sea, nunca puede considerarse nula, y puede sensiblemente cambiar la dirección».

No tengo ninguna duda de que la observación anterior desagradaría a Gracq, y doy por seguro de que lo que sigue también. El caso es que Leyendo escribiendo anuncia ya en el título su operación esencial: la de una escritura que surge al hilo de la lectura, que se engendra, depende y se justifica a través de ella, y que no es exactamente escritura crítica. De aquellos libros cuya voz llama a un acompañamiento de la voz del lector, de aquellos que demuestran su fecundidad engendrando en el lector un texto paralelo de orden creativo, Barthes decía que eran «textos de goce»: un goce que se transparenta en el libro de Gracq incluso a través de los reproches que les lanza.

Pero, más aún que en Leyendo escribiendo, es en su obra literaria donde Gracq degusta y digiere libros ajenos. Dicen los especialistas que su escritura es palimpsesto donde se agazapan Poe, Balzac, Pushkin, Salustio, Spengler o Nerval.Y el propio autor corrobora: «A pesar de las apariencias, la literatura se escribe en realidad a dos manos, como la música de piano; la melodía verbal se apoya sobre una base continua, sobre un acompañamiento de la mano izquierda que recuerda la presencia en segundo plano del corpus de toda la literatura ya escrita»; y es pasión literaria el tratar «de avivar la chispa de esos minúsculos contactos y cortocircuitos que se producen entre la punta de la pluma y la vasta carga de electricidad estática de la biblioteca». Pura doctrina intertextual y de reescritura. Está visto que, aun con voluntad eremítica o con vocación decimonónica, es imposible soslayar el siglo en que uno vive y su cultura.

 

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