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Dibujar para comprender

LA CIENCIA DE LEONARDO. LA NATURALEZA PROFUNDA DE LA MENTE DEL GRAN GENIO DEL RENACIMIENTO

Fritjof Capra

Anagrama, Barcelona

Trad. de Marco Aurelio Galmarini

416 pp.

20 €

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Leonardo da Vinci –no parece necesario subrayarlo– se erige ante nosotros como una figura abrumadora. Aclamado ya en vida como un genio de inspiración divina que, según Vasari, había iniciado la Terza Età –es decir, aquella fase del desarrollo de la pintura en la que los paradigmas clásicos habrían sido no ya alcanzados, sino superados–, la fascinación por el artista y su obra no ha hecho sino aumentar con el tiempo. Algo que resulta sorprendente, primero porque es relativamente escaso lo que conocemos de su vida y, en segundo lugar, porque su obra (dibujos aparte) se reduce a un puñado de pinturas, tanto de caballete como murales, en su mayoría inacabadas o en distintos estados de ruina. De las dos grandes pinturas murales del artista, por ejemplo, la Batalla de Anghiari, pintada para el Palazzo Vecchio florentino y enseguida deshecha, la conocemos sólo por algunos dibujos de su mano y por copias parciales de Rubens y otros (entre ellos, nuestro Pedro Machuca), mientras que la Sagrada Cena del convento de Santa Maria delle Grazie de Milán es hoy poco más que una sombra espectral de la composición original. Quizá sea por esa especie de vacío en torno a su persona por lo que, en épocas recientes, ésta se haya visto burdamente manipulada en obras pseudohistóricas que lo sitúan en toda suerte de esotéricas confabulaciones.

Lo más asombroso de todo ello es que, sin embargo, contamos con una abundantísima documentación manuscrita del propio artista, contenida en un numeroso grupo de cuadernos y álbumes en los que los dibujos se alternan con textos. La transcripción de estos textos, que fue iniciada por Jean Paul Richter en 1888 y continuada por su hija Irma, fallecida en 1956, resultó ser una tarea de proporciones colosales, no sólo porque Leonardo escribía de derecha a izquierda (era ambidextro), según Vasari para que no le copiaran sus ideas, lo que obligaba a leer los textos reflejados en un espejo o, modernamente, invirtiendo el negativo de la fotografía, sino porque éstos eran una especie de escritura privada, sin puntuación y llena de abreviaturas de difícil interpretación. Pese a todo –y gracias, entre otros, a estos investigadores–, hoy contamos con transcripciones de todos los manuscritos del artista, publicados además on line. Sin embargo, al tratarse en su mayor parte de escritos de ciencia –física, anatomía, perspectiva, óptica, geometría, etc.–, los historiadores del arte le han prestado escasa atención, con la excepción del llamado Tratado de la pintura, que, sin embargo, hoy sabemos que es sólo una compilación arbitraria de las múltiples reflexiones de Leonardo sobre el tema diseminadas por sus cuadernos, realizada por su discípulo Francesco Melzi. Por otro lado, los científicos tampoco se han sentido demasiado atraídos por estos documentos, ya que se trata de textos «históricos» para los que la mayoría carecían de la suficiente preparación. El libro de Fritjof Capra que reseñamos viene a llenar este vacío de una manera tan amena, tan accesible para el no especialista como rigurosa para el especialista y abre una nueva vía para acercarnos, ahora sí, a la mente del genio.

En cierta medida, los cuadernos de Leonardo constituyen lo más genuino del artista; en ellos vemos brillar esa scintilla della divinità que más tarde teorizaría Lomazzo y que nos obliga a hacer ciertas reflexiones. Leonardo comenzó a dibujar y escribir sus códices con anotaciones sistemáticas hacia 1489, cuando contaba treinta y siete años y continuó la tarea hasta su muerte en 1519. Hoy día se conocen unas seis mil páginas de notas y dibujos sobre todos los temas imaginables, aunque Irma Richter calculaba que éstas constituían sólo la quinta parte de los originales. Todo parece indicar que Leonardo tuvo el objetivo de escribir y eventualmente publicar una especie de enciclopedia científica universal, pero a su muerte sólo quedaron cuadernos sueltos que fueron heredados por su discípulo y amigo Melzi. Luego, como es bien sabido, los herederos de éste fueron vendiéndolos y aun regalando hojas sueltas. El escultor Pompeo Leoni consiguió un número de estos álbumes que vinieron con él a España y fueron vistos por Rubens en Madrid en su segundo viaje, de 1628-1629. Parte de estos manuscritos fueron arbitrariamente reordenados por Leoni para formar el hoy denominado «Codex Atlanticus», actualmente en la Biblioteca Ambrosiana de Milán, mientras que unos seiscientos dibujos acabaron en la Colección Real Británica, actualmente en el castillo de Windsor. Sin embargo, en 1633, al menos dos de los álbumes de Leoni habían pasado a la colección de un enigmático personaje, con fama de mago, don Juan de la Espina, y son mencionados por Carducho en sus Diálogos de la pintura. Éstos eran los denominados actualmente «Códices de Madrid» que fueron redescubiertos en la Biblioteca Nacional en fecha tan tardía como 1965. Es sólo una muestra del azaroso devenir de los manuscritos vincianos, pero los otros volúmenes que se conservan han sufrido peripecias similares. Fritjof Capra ha tenido el valor de enfrentarse a la titánica tarea de leer esta masa de documentos y a intentar sacar sentido de los mismos; ningún historiador del arte hubiera querido (o podido) hacerlo, pero él es un físico y teórico de sistemas con una distinguida carrera en la Universidad de París y en el Imperial College de Londres y dotado con una evidente fascinación por la figura de Leonardo.

Al contrario de otros artistas del Renacimiento, Leonardo careció de una formación «humanista»; apenas conocía el latín, por ejemplo, cuando la inmensa mayoría de la bibliografía científica circulante estaba escrita en esa lengua y escaseaban las traducciones. Pero tuvo la suerte de pasar su infancia, como hijo ilegítimo del notario florentino Ser Piero da Vinci, en el pueblecito toscano de ese nombre, en contacto con la naturaleza, que fue quien lo educó; toda su vida estuvo marcada por el amor a la naturaleza, a los animales, a las plantas, a las propias rocas y aguas. Por otro lado, al carecer de una educación formal, Leonardo pudo, además, librarse del peso de la auctoritas de los clásicos, que constituían la base, todavía medieval, de la ciencia contemporánea. De este modo, empujado por esas circunstancias, Leonardo llegó a inventar, como afirma Capra, el «método científico moderno», cien años antes que Galileo o Bacon, fundado en su insaciable curiosidad por cuanto le rodeaba y por la observación empírica y sistemática.

Más sorprendentemente, todavía, Capra desvela cómo Leonardo, de un modo intuitivo, anticipó corrientes de pensamiento actuales como la «teoría de sistemas» y la holística; es decir, que Leonardo pensaba en términos de configuraciones, de modo que, por ejemplo, sus estudios de la anatomía humana le conducían a la anatomía de las aves, y de éstas saltaba a sus estudios de máquinas voladoras. Por otro lado, su enfoque holístico le llevaba a entender lo existente –tanto lo animado como lo inanimado– como un todo interrelacionado, insuflado de un mismo «espíritu», de modo que veía la circulación de las aguas en la Tierra, por ejemplo, como un fenómeno equivalente u homólogo a la circulación de la sangre en el cuerpo humano. La desconcertante variedad de los intereses vincianos no serían, pues, sino los fragmentos mudos de una colosal, y a la larga fallida, empresa por desentrañar, diríamos, la naturaleza misma de lo creado.

Una observación sumamente interesante que Capra deja caer, de un modo casi de pasada, y que yo al menos no había escuchado nunca, es que del estudio de los manuscritos originales se desprende que Leonardo primero realizaba sus dibujos y después escribía sus anotaciones en el espacio restante. Lucien Febvre, en su admirable libro El problema de la incredulidad en el siglo XVI. La religión de François Rabelais (1942), señalaba los límites de lo pensable o, aún más, de lo decible en el siglo XVI, cuando no existían, entre otros muchos términos, adjetivos como abstracto, concreto, complejo, intrínseco, inherente, o bien sustantivos como causalidad, regularidad, análisis, síntesis, clasificación, etc. Y eso que todos estos términos pertenecen, en definitiva, al ámbito de la filosofía, en el que la ruptura medieval con el pasado clásico había sido menos abrupta que en otros campos como la ciencia.

En efecto, parece como si Leonardo hubiese confiado más en sus prodigiosas dotes de dibujante para presentar, para hacer visibles los secretos de la naturaleza, que en una lengua carente todavía de un vocabulario específico que hoy consideraríamos básico. No había entonces términos para designar las complejas estructuras del cuerpo humano, ni para diferenciar sus texturas o peculiaridades. El dibujo se habría convertido, así, para Leonardo en una especie de lengua universal, asequible a todos los hombres e infinitamente más precisa que el latín o las lenguas modernas. No sólo eso: como un demiurgo, Leonardo buscó en el dibujo una vía para actuar como la propia naturaleza; el paisaje en el que se inserta su Virgen de las Rocas del Louvre, con sus fantásticas concreciones geomórficas, sería una creación, no igual a la de ningún paisaje visto, sino análoga. Y aquí encontraríamos el vínculo que para Leonardo existía entre arte y ciencia, dependientes ambos de una visión unificada de lo creado.

Otro aspecto importante destacado por Capra es cómo, para Leonardo, la ingeniería era, al igual que el arte, un discorso mentale, no una mera actividad mecánica, de modo que buscaba no sólo saber cómo funcionaba una máquina, sino por qué y, en este sentido, los manuscritos madrileños han proporcionado una importantísima información. Le obsesionaba también el movimiento, desde la dinámica de fluidos a la expansión de las ondas en el aire o la velocidad de los cuerpos en caída libre, hasta el punto de investigar sobre el perpetuum mobile. Pero dentro de su concepción sistémica, Leonardo no se limitó a los movimientos físicos, sino que le interesaron también otros movimientos más sutiles, como la gradación de luz y sombra que, mediante el sfumato, era capaz de definir o revelar la forma al resbalar la luz sobre los volúmenes. Todavía más le interesaron los que podríamos denominar «movimientos del alma», los que ya en el siglo XVII, se conocerían como los moti dell’anima o los affetti y la representación de ese movimiento anímico en las expresiones corporales o faciales. En este sentido, desde la temprana Adoración de los Magos de los Uffizi florentinos, hasta la Última Cena milanesa, Leonardo buscó una gestualidad capaz de expresar las emociones más extremas. Pero sería en el retrato de Mona Lisa donde la expresión de los affetti alcanzaría su mayor refinamiento, captados en el rostro en un momento transitivo que nos convierte en testigos presenciales de su intimidad.
 

La ciencia de Leonardo de Fritjof Capra es, sin duda uno de los más estimulantes ensayos sobre el artista que se han podido leer en tiempos recientes, descubriendo vastos espacios hasta ahora ignorados por la crítica y la historia. La traducción, por otro lado, es realmente excelente y consigue transmitir de forma clara y precisa cuestiones científicas bastante complejas para el no especialista. Sólo podría ponérsele la objeción de haber definido la bóveda de la Capilla Sixtina decorada por Miguel Ángel como «cielo raso» (p. 49), una objeción evidentemente menor.

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