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Leonardo Da Vinci, criptógrafo y feminista de la new age

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Los que conocen bien el mundo editorial saben que, de tanto en tanto, y, muchas veces sin saber por qué, un libro se vende como rosquillas, y entonces se habla de un best seller; hasta el punto de que esta expresión que inicialmente sólo se usaba en los países anglohablantes para titular las listas de libros más vendidos, ha pasado a ser, en ocasiones, una categoría editorial, e, incluso, para algunos críticos y especialistas, todo un género literario aparte. De hecho, existen autores a los que se les denomina «de best sellers», algunos muy conocidos, que no cito para no aumentar de balde su nombradía.

No se trata de disertar sobre los best sellers en general, sino de apuntar algunas reflexiones para intentar explicarme a mí mismo y a mis lectores el porqué del gran éxito de El código Da Vinci –debido fundamentalmente a andar de boca en boca–, que se ha convertido más en un fenómeno social que puramente literario.

Un buen punto de partida para tratar de entender este revuelo literario es revisar el lugar asignado a la mujer en las religiones monoteístas abrahámicas, en concreto, la cristiana y, más en particular, ya que es tema central de la novela de Dan Brown, la postura de la Iglesia católica respecto de la mujer y el sexo, que afecta también a otras variantes del cristianismo. Es bien sabido, por ejemplo, la creciente tendencia del cristianismo de las iglesias cristianas de origen estadounidense a interpretaciones muy literales de la Biblia. Por ello, un serio escollo que surge al intentar seguir al pie de la letra los textos, tanto del Nuevo como, sobre todo, del Antiguo Testamento, consiste en tratar de reconciliar unos preceptos y consideraciones propios de tradiciones patriarcales con los nuevos usos y costumbres de una sociedad que ha hecho de lo políticamente correcto en materia de los dos sexos una verdadera obsesión. Como ejemplo, recuerdo un libro que tuvo gran difusión entre los profesionales de la religión evangélica de todas las llamadas, en Estados Unidos, denominaciones cristianas, que se titulaba El silencio de Adán. La tesis de este libro de autoayuda para hombres cristianos en busca de una nueva versión de la masculinidad acorde con los tiempos actuales, se basaba en la injusticia de muchas iglesias de cargar sobre el alma de Eva –de la mujer en general– toda la culpa del pecado original y la caída en desgracia del género humano. Resulta que, tras un estudio concienzudo de uno de los autores del libro, un erudito en traducciones de la Biblia, Adán se encontraba en el momento de la tentación de la serpiente, no ya dando un paseo por el paraíso, o echando una siestecilla, sino literalmente al lado, prácticamente pegado a su esposa, por lo que tuvo necesariamente que oír toda la conversación entre Eva y el tentador reptil. En ese momento, sostienen los autores, destacados ministros evangélicos, Adán pecó por omisión, ya que en vez de advertir y aconsejar con empalagosa dulzura y varonil firmeza a su honey sobre las falacias de la parlanchina serpiente, guardó silencio y dejó a Eva sin ayuda, sin apoyo para vencer la tentación. De los dos pecados, concluyen los sabios pastores evangélicos, el del silencio de Adán, por su responsabilidad como padre de familia, resultó ser el más grave, por lo que se debería exonerar a la mujer de haber sido débil y crédula ante la engañosa tentación y cargar sobre los hombros del varón, por no abrir la boca, la maldición divina derivada del pecado original.

Para Robert Langdon, especialista en simbología religiosa (y esotérica), supuesto profesor de la prestigiosa Universidad de Harvard y protagonista de El código Da Vinci (el cual, me atrevería a afirmar, expone las ideas en que cree firmemente el autor), el origen de todos los males del cristianismo, y sobre todo, los de la Iglesia católica, se sitúa en tiempos de Constantino, cuando este emperador «encargó y financió una nueva Biblia que omitiera los evangelios en los que se hablara de los rasgos «humanos» de Cristo y que exagerara los que lo acercaban a la divinidad. Y los evangelios anteriores fueron prohibidos y quemados» El erudito profesor de simbología parece desconocer la historia del arrianismo que si bien fue condenado en el Concilio de Nicea (325), hubo que esperar hasta el Concilio de Constantinopla (381), con Teodosio en el trono imperial, para que se impusieran las ideologías del llamado cristianismo ortodoxo y se iniciara la marginación de la doctrina de Arrio. Mas he aquí que, al parecer, según se nos cuenta en esta novela, se salvaron de la quema documentos muy importantes y secretos que contenían pruebas concluyentes de los aspectos más humanos de Cristo, como fueron sus relaciones sexuales y su paternidad. Además, las iglesias cristianas y sobre todo, repito, la católica –la Iglesia, con mayúscula y por antonomasia en este relato–, mintieron con maldad y alevosía sobre la figura de María Magdalena, venerada aún en nuestros días, por una sociedad secreta denominada el Priorato de Sión como diosa, como encarnación de la divinidad femenina y de la fecundidad. Esta creencia de origen pagano nunca fue asumida por el cristianismo, sino que fue perseguida con saña y gran derramamiento de sangre (según se nos cuenta en El código Da Vinci, «durante tres siglos de caza de brujas, la Iglesia quemó en la hoguera nada menos que cinco millones de mujeres»), por lo que «las mujeres, en otros tiempos consideradas la mitad esencial de la iluminación espiritual, estaban ausentes de los templos del mundo» (¡cómo se nota que Dan Brown desconoce el culto a la Virgen, pese a las numerosas imágenes y apariciones marianas que tanto abundan, sobre todo, en nuestro folclore religioso!).

De ese batiburrillo de ideas, creencias, modas, sincretismos y cócteles seudo-filosóficos que es la new age de origen californiano, surgió, hace un par de décadas, un nuevo feminismo de corte espiritual y esotérico, que mezclaba elementos de cultos paganos a las diosas femeninas de la fertilidad con las armonías universales y cósmicas de energías femeninas y masculinas (el yin y el yang del taoísmo), con antiguas leyendas sobre la naturaleza como sabia madre nutricia y protectora de cuerpos y espíritus (tomadas del ideario del ecofeminismo) y con un culto hedonista al cuerpo, a la belleza física de la mujer y a su glamour, como parte de un feminismo exhibicionista de las diferencias. Para completar esta receta, se añadían unas gotas de misticismo sexual y de exaltación de la sensibilidad e intuición de las mujeres como forma de llegar a un conocimiento sutil, muchas veces espiritual o esotérico (relacionado con el hemisferio izquierdo del cerebro, fuente del pensamiento irracional), que estaba vedado a los hombres, cegados por el racionalismo (regido por el hemisferio derecho) y su agresiva obsesión por la combatividad y la competencia. Dan Brown lo expone directamente así en una de sus tediosas divagaciones que interrumpen, de tanto en cuanto, la acción: «Los días de la diosa habían terminado. El péndulo había oscilado. La Madre Tierra se había convertido en un mundo de hombres, y los dioses de la destrucción y la guerra se estaban cobrando los servicios. El ego masculino llevaba dos milenios campando a sus anchas sin ningún contrapeso femenino».

¿Y qué tiene que ver, se preguntará más de un lector que no haya leído esta novela, Leonardo Da Vinci con toda esta cháchara new age, que incluye, entre otros tópicos, leyendas de los indios hopi americanos sobre la «vida desequilibrada», fruto de la erradicación de la divinidad femenina y la pérdida de respeto a la Madre Tierra? Parece ser que el genio renacentista –así figura en este libro en un breve epígrafe titulado «Los hechos»– fue uno de los gran maestres del Priorato de Sión, hermandad relacionada en su día con los templarios y encargada de velar por la gran verdad oculta por la Iglesia sobre la relación entre la feminidad, el sexo y el Santo Grial, un secreto de enorme importancia cuya revelación haría temblar hasta los cimientos de nuestra civilización occidental y cristiana (y, por supuesto, al Vaticano). Pues según el profesor de simbología religiosa Robert Langdon, una mala copia de Indiana Jones –blando, con bajos niveles de testosterona, y que lleva un reloj de pulsera tipo «Mickey Mouse»–, el pintor italiano–«gran defensor de los principios femeninos», según explica a sus alumnos el protagonista, consecuente con su misión al frente del Priorato de defender la feminidad, no dejó cuadro pintado en el que no se incluyera un símbolo, una pista codificada, una clave más o menos explícita sobre este gran secreto que custodiaba la hermandad que él presidía. Claro que para descifrar estos códigos hay que ser un lince o tener una imaginación tan fantástica como las hazañas de Harry Potter (no es gratuita esta cita, ya que en el texto hay una alusión a este personaje mágico). La simbología que el profesor atribuye al paisaje de fondo de La Mona Lisa–cuadro que desempeña un papel destacado en el arranque de la trama–, por ejemplo, es una verdadera estupidez con cierto tufillo a esoterismo new age, sólo superada por los secretos que se supone que encierra La última cena.

En realidad, la trama de la novela se asemeja mucho al juego de encontrar el premio, o el tesoro –en este caso, el Santo Grial y sus portentosos secretos–, por el procedimiento de descubrir pistas y descifrar diversos tipos de mensajes consecutivos en clave. La intriga, que no es violenta pese a que incluye unos cuantos asesinatos, se sostiene cortando la trama con frases llenas de suspense efectista como «Los dos se quedaron estupefactos. [Punto y aparte]. Sobre el cristal brillaban palabras violáceas, escritas directamente sobre el rostro de la Mona Lisa», «Amigos, parece que tenemos que tomar una decisión. Y será mejor que no tardemos mucho» o «Langdon pulsó el cero, consciente de que los siguientes sesenta segundos podrían traerle la respuesta a la pregunta que le había estado mortificando toda la noche». Hablando de cifras, otro código que interviene en la novela está basado en la serie o sucesión de Fibonacci, un artificio que permite la entrada en la novela de la protagonista, una joven y atractiva especialista en criptografía de la policía judicial francesa, soltera y sin compromisos conocidos, el contrapunto femenino del profesor Langdon (pero algo menos pusilánime que éste, aunque bastante mojigata, vista su reacción ante las ceremonias sexuales de su abuelo), nieta del asesinado último gran maestre del Priorato de Sión, acto con el que se inicia la intriga policíaca propiamente dicha. Además de servir como clave secreta para abrir una caja fuerte de un banco suizo, la sucesión de Fibonacci permite al autor poner en boca del protagonista una clase magistral sobre la armonía de la naturaleza, la interconexión de todo lo creado y la clave del orden diseñado por el Creador que subyace bajo el aparente caos del mundo. Las dos o tres páginas dedicadas a la disertación sobre el número de oro y su supuesto carácter mágico están llenas de matemáticas recreativas y misticismo de baratija El número que aparece en estas páginas, 1, 618) como "Phi" o "Divina Proporción" es, en realidad, una aproximación al inverso del número de oro que define la llamada proporción áurea. Se trata de una de las proporciones geométricas más sencillas y naturales, por lo que no es extraño encontrar aproximaciones a dicha proporción en diseños geométricos que se dan en la naturaleza. Respecto de la serie de Fibonacci (cada nuevo término se obtiene sumando los dos anteriores), ligada al número de oro de una forma bastante directa y simple, poco tiene que ver con la magia o la divinidad, ya que el autor la obtuvo estudiando la proliferación de los conejos..

Los ojos bien abiertos del protagonista al Santo Grial y a la «diosa sometida» ven símbolos sobre este gran secreto en todas partes, incluyendo las películas y los parques temáticos de Walt Disney, «una versión moderna de Leonardo», el cual «había dedicado su vida a trabajar para transmitir la historia del Grial a futuras generaciones por medio de un alud de alusiones y metáforas». Tampoco faltan referencias al cambio de milenio ni al paso de la era de Piscis a la de Acuario, leitmotiv de los seguidores de la new age.

Quizá una de las razones de su éxito popular en España es que, entre los más malos de la novela, figuran dos personajes –uno de ellos, muy importante y de origen español, que más que como obispo se comporta como un capo de banda de gángsteres– del Opus Dei, a cuyo fundador, san Josemaría Escrivá, a su obra Camino y a su proceso de santificación dedica el autor de esta novela acerbos y, en mi opinión, bastante acertados comentarios.

Se podrá argüir, ¡qué duda cabe!, que se trata de una obra de ficción y que en este tipo de literatura caben todas las fantasías e invenciones que surjan de la imaginación del autor, incluso colocar la última clave para el hallazgo de la divinidad femenina en la tumba de sir Isaac Newton, y que lo que importa es el éxito de ventas. Mas tengo para mí que se trata de un libro engañoso, donde se mezclan unos pocos hechos reales –muchas veces, distorsionados– con bastantes supercherías y abundante catequismo iniciático de la new age presentados con ropaje de verdades históricas y culturales –y hasta científicas–, que han sido ocultadas por la siniestra Iglesia, por lo que el lector inadvertido puede llegar a comulgar con las numerosas ruedas de molino esotéricas, seudocientíficas y de misticismo de baratillo que abundan en este best seller.

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