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Tras la huella de los beat

El amor en los días de la furia

LAWRENCE FERLINGHETTI

Ollero & Ramos, Madrid, 1998

153 págs.

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Corren los primeros meses de 1953 y «Ferling», como Lawrence Ferlinghetti se ha hecho llamar durante alguna época para ocultar sus orígenes italianos, decide abandonar Nueva York y trasladarse a San Francisco, entre otras razones, quizá la principal, porque la ciudad californiana es el único lugar que conoce donde se puede comprar vino decente barato. Atrás queda una vida atribulada que incluye un bachelor ofarts de la Universidad de Carolina del Norte, el grado de capitán de corbeta después de pasar casi cinco años en la Armada de los Estados Unidos, un masters of arts de Columbia y un doctorado en filosofía de la Sorbona. Pero no es la quietud de una existencia más cómoda o el consuelo báquico de las abordables botellas lo que Ferlinghetti busca realmente. Su proyecto es mucho más ambicioso. Así que en el mes de junio, junto con su amigo Peter Martin, inaugura la librería City Lights, nombre que rinde homenaje a la película homónima de Charles Chaplin. El negocio amplía sus horizontes incorporando de inmediato una casa editora y, poco tiempo después, una revista.

Con el lanzamiento de su primera apuesta editorial, una pequeña colección de libros de bolsillo (Pocket Poets Series), la City Lights Books funda sin sospecharlo siquiera una de las tradiciones literarias estadounidense más exitosas, económicas y democráticas, convirtiéndose con el paso de los años en un punto de referencia ineludible tanto para los pocos libreros que habían hecho experimentos con este tipo de publicaciones como para otros muchos a quienes la idea ni siquiera les había pasado por la cabeza. Los primeros tres títulos –no del propio Ferlinghetti– reciben en general una cálida acogida por parte de la crítica y el público lector. El cuarto, Aullido yotros poemas, de Allen Ginsberg, suscita, aparte de la anterior, otra entusiasta respuesta, sólo que en sentido contrario, esta vez por parte de los sectores más conservadores y reaccionarios de la sociedad, que consideran el texto como verdadera pornografía. Ginsberg y Ferlinghetti son denunciados y encarcelados. Las acusaciones no prosperan, y cuando por fin recobran la libertad, el poeta se ha transformado en un personaje público y célebre, y la City Lights Books, bajo la batuta de su dueño y editor, además de confirmarse como un magnífico espacio de difusión de la literatura reciente, se levanta ahora como uno de los símbolos beat más distintivos.

Ferlinghetti cuenta con unos antecedentes que bien podrían calificarse de «institucionales», y que harían improbable su adscripción a una generación tan contestataria, pero lo cierto es que, amén de haber catapultado a Ginsberg a la fama, participa de la misma visión del mundo que tienen los beat (un grupo cuyo nombre, vale la pena recordarlo, no se debe a ningún manifiesto generacional, sino a un artículo publicado en el New York Times en noviembre de 1952, obra del editorialista John Clellon Holmes, quien bautiza oficialmente a estos escritores y artistas, si bien el primero en reivindicar la paternidad del término es Jack Kerouac). En lo social, comparte la idea, igual que el lisérgico Timothy Leary o que el imponente Burroughs, de que toda lucha política o religiosa es, por definición, de antemano, estéril. Piensa, como Gregory Corso, que en la moderna sociedad de consumo siempre hay alguien extremadamente poderoso preparado para programarte la vida sin consultar tu opinión, y cuando uno se da cuenta de que está actuando del mismo modo que un autómata, queda ya poco por hacer. Sin embargo, para encarar esta mecanización de las almas, esta felicidad impuesta e institucional, los beat (salvo Ginsberg) no proponen un modelo social alternativo, sino, más bien, una especie de terapia individual. Las drogas, el sexo, los viajes (en suma, un estilo de vida siempre al filo de la navaja) son el mejor remedio para liberar el cuerpo y combatir la mediocridad insigne del enemigo simbólico: la gente común y corriente, el hombre del traje gris. Y este convencimiento común a toda una generación, influye y determina en el plano estético y espiritual lo que debe ser la escritura: ante todo, un ensamblaje móvil alejado de las convenciones al uso, construido con todas las herramientas disponibles: técnicas automáticas, el cut-up o colage, la fusión del jazz y el rock con el texto…

Estas concepciones de protesta y de estilo continúan presentes, aunque bastante atemperadas en El amor en los días de la furia. Hay que tener en cuenta que en 1988, fecha en que la obra aparece publicada por primera vez, no sólo los beat han empezado a ser considerados de alguna manera como curiosidades de museo, sino que también sus hermanos e hijos, los hipsters, los beatnik, los hippies, han corrido una suerte similar. Han pasado diez años desde que el contemporáneo héroe del Oeste Neal Cassady mordiera el polvo en territorio mexicano, y nueve desde que Jack Kerouac pagase el precio de su leyenda imitando la trágica caída cirrótica y abismal de Francis Scott Fitzgerald, otro mito literario del siglo.

La lectura de la novela descubre a un Lawrence Ferlinghetti maduro, casi setentón, que entreteje con serenidad y soltura los hilos de su relato, si bien no renuncia a cierta audacia narrativa e incluye en ocasiones, curiosamente, un tono academicista que confiere a algunas páginas el tono de un ensayo político. Aunque el escenario y el tiempo en los que se desarrolla la historia no son ya los Estados Unidos de América de la década de los cincuenta y mediados de los sesenta, sino el París turbulento de la revuelta sesentayochista, las obsesiones no resueltas de Ferlinghetti (y con éstas las de los beat), expresadas a través de los dos protagonistas, Julian Mendes y Annie, se repiten con idéntico fervor: otra vez un anhelo de libertad incontenible, un rechazo absoluto del Estado burgués y sus sútiles manipulaciones, otra vez, en fin, la necesidad, que hierve en el cuerpo como si fuera la propia sangre, de crear un mundo nuevo y mejor.

El personaje masculino encarna en la ficción una paradoja que Ferlinghetti, próspero librero y rebelde furibundo, ha sufrido en la realidad: la inconformidad con la sociedad capitalista y, al mismo tiempo, la plena integración en ella. Julian Mendes, francés, siempre a caballo entre la Lisboa del dictador Salazar y el universo fascinante de la ciudad parisina, ha crecido y se ha formado en la tradición de los ideales anarquistas, pero cuando ha tenido que afrontar las responsabilidades de la hora adulta, ha aceptado sin rechistar uno de los puestos clave en la dirección de la bolsa de valores francesa. Desde la cima del privilegio social y la seguridad económica, para reparar su complejo de culpa, pretende adoctrinar a su amante con unos discursos que huelen un poco a mantequilla rancia, solemnes e interminables, en los que la libertad, la igualdad y la solidaridad entre todos los hombres son el proemio y la conclusión. Annie, la mujer amada, es una joven pintora norteamericana, un tanto ingenua, profesora en la Sorbona, que corresponde con creces a los sentimientos de Julian. Ella también vive atrapada en una contradicción: está deslumbrada por –y participa en– el movimiento libertario que empieza a bullir en las calles, en los talleres, las tertulias y los cafés de París (a los que Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir asisten con férrea asiduidad), y también está convencida de que su compañero, a quien no puede dejar, porque lo idolatra, es un farsante. Y entonces, cuando todos pensamos que el planteamiento entero de la novela se reduce sólo a esto, la imposibilidad absurda de alejarnos de una persona que ofende nuestros principios y creencias, Julian pone en marcha un plan que dinamitará nuestras ideas más progresistas, en la superficie valientes y atrevidas pero en el fondo, comparadas con su acto de furia, simples y tímidos balbuceos mentales.

Quizá, como ha señalado Emanuele Bevilacqua, el mayor mérito de Ferlinghetti, Kerouac y compañía ha sido que varias generaciones de jóvenes –y no tan jóvenes– hayamos creído estar auténticamente de viaje en este planeta, cuando en realidad sólo nos encontramos en libertad vigilada, y con visado de turista.

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Ficha técnica

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