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Zoología de vanguardias españolas

Órficos y ultraístas. Portugal y España en el diálogo de las primeras vanguardias literarias(1915-1925)

ANTONIO SÁEZ DELGADO

Editorial Regional de Extremadura

598 págs.

2.212 ptas. 13,29

Vanguardias y vanguardismosante el siglo XXI

FERNANDO MILLÁN

Árdora, Madrid

128 págs.

1.293 ptas. 7,77

La vanguardia en España. Arte y literatura

JAVIER PÉREZ BAZO

CRIC Université de Toulouse Francia

Bibliografía y antología críticade las vanguardias literarias en España

HARALD WENTZLAFF-EGGBERT

Vervuert-Iberoamericana

666 págs.

6.500 ptas. 39,07

CLOC. Historias de arte y desarte (1978-1981)

J. M. DÍAZ DE GUEREÑU

Hiperión, Madrid

320 págs.

1.923 ptas. 11,56

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Es corriente, en la actualidad, asistir a un goteo continuo de publicaciones acerca de la vanguardia en España, en todas sus vertientes. Muchas de ellas se centran en aspectos concretos y destacan los estudios locales: La pintura de vanguardia en Málaga durante la segunda mitad del siglo XX (1997) de E. Castaños Alés, o Pajaritas de papel (1998) de Pilar Carreño, sobre la vanguardia en Canarias. Libros, pero también exposiciones y congresos, y centrados tanto en la vanguardia histórica –de principios del siglo XX – como en las afloraciones vanguardistas, muy específicas del caso español, que surgieron en la posguerra y en los años setenta. Por las relaciones históricas entre unas y otras, y por la complementariedad de las publicaciones que sobre ellas tratan, hemos reunido cinco títulos, que abarcan la práctica totalidad del siglo XX , para elaborar con ellos una reseña conjunta.

Ha habido que esperar a la década de 1980 para que las investigaciones acerca del arte y la literatura de vanguardia en España comiencen a ser abundantes y de interés. Lo tardío de la fecha resulta significativo: es un eco de la misma fragilidad que este episodio cultural tuvo entre nosotros y comparte hasta cierto punto las causas de su endeblez. Entendemos por vanguardia, en cuanto a teoría y revolución artística, el último avatar de la modernidad, cuya primera manifestación habría correspondido al espíritu anticlásico del pensamiento romántico, y ya sabemos que modernidad –como fenómeno cultural– y modernización –como fase socioeconómica– llegaron a España con retraso respecto del resto de sus vecinos del continente. Retraso que alcanza también a su estudio, y por motivos diversos. De hecho, hasta el final de la dictadura franquista, la cultura española estuvo más empeñada en la revolución política que en la de sus lenguajes creativos y cuando miró hacia el pasado lo hizo con esta misma preocupaciónEn este mismo sentido véase el artículo de S. Salaún titulado «Las vanguardias políticas» en La vanguardia en España.. Aun así, la historia de las vanguardias en España está inextricablemente ligada a un pensamiento progresista –falangista incluso, como en el caso de Giménez Caballero– por el que la cultura oficial del Régimen no sentía ningún aprecio y cuyos protagonistas, muchas veces, marcharon al exilio o permanecieron en España sumidos en un ostracismo melancólico. Memoria pues doblemente borrada, por la animadversión de la cultura oficial a todo lo que oliera a novedoso –la esencia de la vanguardia– y por el desistimiento de una cultura de oposición, que veía el vanguardismo como un gesto superfluo, cuando no como una especie de enfermedad infantil del arte comprometido. Dicho todo lo anterior, no debe extrañarnos que muchos de quienes se acercaron en primer lugar a estos temas fueran investigadores extranjeros –Morelli, Buckley– ajenos a los condicionamientos arriba enunciados. Los primeros libros que se ocuparon de estos asuntos fueron con frecuencia antologías de textos o recopilaciones de manifiestos y asimismo desempeñaron un papel importante las exposiciones sobre figuras o acontecimientos señalados, ya fuera Alberto Sánchez o el Salón de los Ibéricos. De hecho, y para ir acercándonos al objeto de estas líneas, señalaré que también hoy las exposiciones –sus catálogos– siguen siendo la vía privilegiada para conocer la vanguardia española. Los textos que acompañan muestras como Centro y periferia en la modernización de la pintura española (1880-1918) (Ministerio de Cultura, 1994), El surrealismo en España (MNCARS, 1994) o Imágenes para una generación poética (1918-1927-1936) (Comunidad Autónoma de Madrid, 1998) son ejemplos de ello.

Antes de pasar a un comentario pormenorizado de nuestros cinco títulos, vale la pena reseñar algunas ideas que su lectura superpuesta nos propone. De todos es conocida la importancia de los creadores latinoamericanos como fermento de las fosilizadas letras y plástica española; sin figuras como Huidobro, Borges, Barradas o Torres García mal puede explicarse el fenómeno vanguardista. Pero lo que ahora se nos muestra con claridad es la existencia de un continuum hispano-americano-luso (aunque esta no es precisamente la trayectoria de las influencias), un espacio de intercambios muy fluidos en el que se desarrollaron movimientos como el Orfismo o el Ultraísmo, comunes a España y Portugal. Otro aspecto importante es la necesidad de revisar la noción establecida de que el vanguardismo hispano-luso fue una mera importación de los movimientos franceses, italianos o alemanes. Los matices que se pueden hacer a esta afirmación acaban por singularizar ambos casos. Por un lado, puede aplicárseles una reflexión de Tabucchi sobre el emplazamiento periférico de algunos de los artistas más importantes de la modernidad, ya sean Kafka o Joyce, pero también Pessoa. Por otro lado, que fuera Gabriel Alomar quien, en una conferencia pronunciada en Barcelona en 1904, utilizara por primera vez el término futurismo (el Manifiesto de Marinetti es de 1909), más allá de la anécdota, habla de unos precedentes hispánicos que desmienten la idea de un mimetismo a remolque. Finalmente, en un momento en que en Europa el nervio vanguardista permanecía desvitalizado –mitad de la década de 1940–, la aparición en España de un movimiento como el Postismo apunta también a una asincronía no siempre desfavorable. En definitiva, la vanguardia española fue, en conjunto, de menor entidad que otras europeas, pero no fue su calco, y determinadas individualidades despuntan en un panorama internacional.

De los cinco títulos, el que debemos a Harald Wentzlaff-Eggbert, Bibliografía y antología crítica de las vanguardias literarias en España, es, como corresponde a su título, una muy completa batería de fuentes documentales acompañada de una rigurosa antología crítica, que abarca los momentos más importantes del siglo y, aunque se centra en la literatura, recoge también textos sobre artes plásticas, teatro y cine. Dicha antología es el resultado de una elección acertada: preferir el análisis del estudioso a la mera selección de manifiestos a la hora de presentar cada uno de los movimientos. El aparato bibliográfico es excepcional. Está dividido en cuatro apartados, el primero de los cuales atañe a los movimientos: Ultraísmo, Creacionismo, Surrealismo, Postismo. El segundo apartado localiza y referencia las ediciones de una veintena de manifiestos. El tercero está dedicado a las revistas y el cuarto a los autores. Suman en total más de trescientas páginas de referencias bibliográficas, que constituyen así un mapa de inapreciable utilidad para explorar la vanguardia española. La selección de los estudios referenciados se centra en la década de 1990, el momento de mayor auge de los mismos, aunque la bibliografía general arranca de los años sesenta. El presente volumen se sitúa dentro de un ambicioso proyecto titulado Bibliografía y Antología Crítica de las Vanguardias Literarias en el Mundo Ibérico, emprendido por investigadores de la universidad alemana de Jena y las de Brigham Young y Yale en Estados Unidos. Cabe destacar que, a pesar de su título, el libro está dedicado a la literatura peninsular en castellano y gallego, quedando reservados para la vanguardia portuguesa y la catalana sendos volúmenes aparte. Esta decisión, seguramente guiada por el deseo de dar a cada tomo un número de páginas razonable, contradice la insistencia del autor en marcar un territorio común luso-hispánico, estableciendo por el contrario la estanqueidad de los distintos ámbitos lingüísticos. Dejando de lado alguna ausencia –la del poeta vallisoletano Justo Alejo, por ejemplo– y la presencia de alguna incorrección léxica –"enflaquecernos" por flaquear, en la pág. xxvii, por ejemplo–, el conjunto es de innegable utilidad y ha sido realizado con un rigor digno de elogio. Lástima que el apartado bibliográfico, que constituye sin duda el corazón del libro, dado el hoy en día tan acelerado ritmo de publicación sobre estos temas, está condenado a perder en breve su vigencia. Nada sería mejor –si quiere mantenerse actualizado– que la publicación de suplementos.

La vanguardia en España. Arte y literatura, cuyo editor literario es Javier Pérez Bazo, está publicado por la Universidad de Toulouse-Le Mirail, concretamente por su Centre de Recherches sur la Péninsule Ibérique à l'époque Contemporaine. No deja de ser llamativo el interés que hay fuera de nuestras fronteras por temas específicos de la cultura española, aunque también sonroja un poco que proyectos como este no hayan sido promovidos desde una institución nacional. En cualquier caso, el resultado es un libro ciertamente notable, bien organizado y muy minucioso en el recorrido que traza sobre las vanguardias literarias del primer tercio del siglo XX . Su lectura, sin embargo, suscita algunos problemas. A pesar de lo que pueda sugerir su título, el libro no cubre con una eficacia mínima el ámbito de las artes plásticas, aunque dedique artículos al teatro, la fotografía, el cine o la música. Se inicia el libro con tres capítulos de carácter conceptual, que versan sobre la teoría de la vanguardia (Pedro Aullón de Haro), su pertinencia como categoría periodológica (Pérez Bazo) y sus rasgos lingüísticos (M. Helena Fernández Prat). Luego, intercalados, aparecen también artículos acerca de la cuestión estética en relación con la vanguardia política (Serge Salaün) o la literatura de vanguardia en Canarias (Sánchez Robayna). Pero, ¿por qué no también en Cataluña, por ejemplo?, se pregunta el lector. Como decíamos, el conjunto de ensayos se centra sobre todo en la vanguardia literaria –poesía y narrativa–, dejando un lugar marginal a las artes plásticas, que están presentes sólo en dos artículos: un estudio de su coincidencia con la literatura en el ámbito de las revistas (Christoph Singler) y el texto «La vanguardia artística en España. Apología de un fracaso» (Vicente Jarque). La contribución de Jarque, aunque sintética, está llena de sugerencias, interpretando la aportación de la vanguardia española al panorama europeo en clave de propuesta intempestiva respecto de nuestro propio desarrollo cultural, de fenómeno casi excesivo en el que florecen algunas de las aportaciones –el cubismo– esenciales del arte moderno. La ya sugerida descompensación del libro alcanza lo sorprendente en el capítulo titulado «La neovanguardia literaria española y sus relaciones artísticas». Dejando de lado la ligereza con que se diferencian neovanguardia y postmodernidad, en este apartado se abarca un arco cronológico enorme –desde los años cuarenta hasta prácticamente hoy– y se abordan, además de la literatura, el teatro y las artes plásticas. Tiempo y temas excesivos para un solo capítulo de un libro que ha dedicado diez veces más páginas sólo a la literatura del primer tercio del siglo XX .

Para profundizar precisamente en esa neovanguardia literaria podemos acercarnos a Vanguardias y vanguardismos ante el siglo XXI , de Fernando Millán, producto de una serie de conversaciones de Chema de Francisco con uno de los protagonistas de la renovación vanguardista de la poesía española en los años sesenta. Millán fue, como digo, uno de los primeros poetas visuales de nuestro país, pero también el impulsor de numerosas iniciativas ligadas a la poesía experimental, además de confeccionar, en una fecha tan significativa como 1975, junto con Jesús García Sánchez, la mítica antología que se tituló La escritura en libertad. Estas conversaciones, vertidas en apenas ciento veinte páginas, se leen con fruición y no sólo por la agilidad de su origen oral, sino por tratarse de una historia reciente y aun así muy poco conocida. No hace falta una conspiración de silencio urdida contra ella, como Millán sugiere. Basta, como apunta él también en otra ocasión, el deslizamiento sufrido por esta vanguardia española hacia el lado de la literatura visual en lugar de la plástica conceptual, para que se interesen por ella extravagantes y profesores, en lugar de galeristas y coleccionistas. Millán defiende la posición de la poesía visual en un espacio común a la plástica y la literatura, como corresponde a su planteamiento conceptual, y este es un asunto que merecería un tratamiento más largo y pormenorizado, por su indudable interés teórico. De una forma o de otra, nombres como Felipe Boso, Castillejo, Julio Campal, Gómez de Liaño, el Grupo N.O., Zaj, y un larguísimo etcétera, son a ciencia cierta el envés imprescindible, aunque oculto, de una trama bien conocida: la puesta al día de la cultura española en los años finales del franquismo. Entre la poesía neoclásica oficial y la poesía social de la oposición, la poesía experimental fue sin duda la más libre, la mejor conectada con lo internacional, pero también la más secreta. Millán rinde homenaje a los Chicharro, Ory, Carriedo, Cirlot, Miguel Labordeta y algunos otros, que trabajaron en la soledad heroica de la inmediata posguerra, sin cuya existencia ve imposible la aparición del experimentalismo de los sesenta. El hecho de que el cronista haya sido también actor de la historia que cuenta, da lugar, en ocasiones, a un discurso que parece encaminado a dejar clara su posición en ella, o a dejar clara la de otros. Una ventaja que tiene el lector de esta retrasada reseña es que ya se han publicado comentarios al libro de quienes, como Javier Maderuelo o Mariano Navarro, fueron también partícipes de esa historia, y en ellas han señalado algunas desmemorias del autor. Finalmente, el último capítulo se vierte hacia el siglo XXI y en él propone Millán la supervivencia de la vanguardia a la sociedad del espectáculo mediante el salvoconducto de la utopía y el desprecio por el éxito. En fin, una propuesta bastante ingenua que sin embargo avala la propia trayectoria, discreta e impecable, de su autor.

En su Historia de las literaturasde vanguardia (1965), Guillermo de Torre señaló que la renovación de la literatura en Portugal fue más temprana que ninguna otra en el ámbito ibérico. La revista Orpheu, que vio la luz en 1915, fue su primer órgano de prensa, aún con muchas contaminaciones simbolistas. Era, de todos modos, la primera revista en la que se daban cita en pie de igualdad literatura y pintura, palabra e imagen, lo que da idea de lo certero de su puntería renovadora. Uno de los sabrosos documentos recogidos en Órficos y ultraístas. Portugal y España en el diálogo de las primeras vanguardias literarias (19151925), de Antonio Sáez Delgado, es la provocativa misiva con que Pessoa acompañó el envío de la citada revista a Unamuno, por entonces uno de los intelectuales con más influencia en toda la Península. A partir de 1922, el primer modernismo portugués se empeñó en la construcción de un proyecto iberista, encarnado en la revista Contemporânea, que apadrinó el encuentro sobre el papel de jóvenes escritores de ambos lados de la frontera. Del lado de acá el impulsor fundamental de este acercamiento fue Ramón Gómez de la Serna que, acompañado por la escritora Carmen de Burgos, visitaba asiduamente Portugal. En Contemporânea aparecieron por primera vez en ese país, cuando en España tenía lugar la desaparición de la revista Ultra, las firmas de muchos de los creadores que integraban este movimiento. En años posteriores –1924 y 1925– se desarrollaría en Portugal la vida de otra revista, Athena, de la que fuera director literario Fernando Pessoa y en donde fue haciendo aparecer algunas de sus máscaras. Pero el primer vanguardismo portugués generó, además de revistas notables, y a diferencia del ultraísmo español, obras de primera importancia: baste pensar que sus autores fueron Mário de Sá-Carneiro, Fernando Pessoa o José Almada Negreiros. De todo ello da cuenta Órficos y ultraístas, el libro que motiva este comentario. Lo hace a partir de tres perspectivas. La primera expone la historia del primer modernismo portugués, con especial atención a sus idearios estéticos y a las conexiones de sus participantes con escritores españoles como el ya mencionado Gómez de la Serna, Rogelio Buendía o Adriano del Valle. La segunda establece la controvertida historia del ultraísmo español y sus relaciones con las letras portuguesas. La tercera se centra en el momento más importante de esta relación y quizá también el menos conocido, abordando el epistolario cruzado entre Pessoa y los andaluces Adriano el Valle, Buendía e Isaac del Vando Villar. Órficos y ultraístas está escrito con pasión y precisión, e ilumina por vez primera de forma suficiente el panorama de las relaciones luso-españolas en el ámbito literario en las dos primeras décadas del siglo.

Como una vuelta de tuerca más en esta espiral de neos y post, surgió en 1978, concretamente en la biblioteca del Seminario Diocesano de San Sebastián, un grupo de activistas contraculturales –así se decía entonces– que enseguida sería bautizado con el nombre de CLOC. Como Dadá, el término no quiere decir nada, aunque lo quiso decir todo. En palabras de sus fundadores, trató de materializar un surrealismo vasco, concepto estridente de por sí, y que a veinte años vista parece haber dejado una huella imperceptible tanto en el surrealismo como en Euskadi. Su producto más duradero ha sido, tal vez, una novela memorable, Fuegos con limón, publicada en 1998 por Fernando Aramburu, que fue, junto con Álvaro Bermejo y José Félix del Hoyo, uno de sus progenitores. En dicha novela se cuentan, de forma apenas críptica y bastante desternillante, episodios que el libro que comento –CLOC. Historias de arte y desarte (1978-1981), del que es autor J. M. Díaz de Guereñu–, analiza con rigor académico. CLOC empezó siendo una revista de modestísima tirada para convertirse luego en un motor de exposiciones, recitales de poesía, conferencias, manifiestos y otra serie de actos catalogables como terrorismo cultural: plagios, reportajes falsos, cartas apócrifas a los periódicos o eventos que antes se llamaban guerrilla urbana y hoy arte de acción. El mérito de CLOC fue ejercer la crítica y la reflexión irónica en el seno de una sociedad hiperpolitizada, como era la vasca de aquellos años. Convulsionada también por acciones de ETA, cargas mortíferas de la policía y el asentamiento del poder peneuvista. En ese marco, CLOC atentaba con odio simétrico contra la estatua del Sagrado Corazón de Jesús y el Peine de los Vientos, y proponía en cambio, a través de la prensa, erigir en San Sebastián una estatua a Nietzsche. CLOC empleó tácticas situacionistas, fervor poético y humor castizo contra cualquier poder establecido, ya fuera el nacionalismo, la Iglesia o los tópicos culturales. Una prueba de su inteligencia fue la manipulación que llevaron a cabo en su propio beneficio de los medios de comunicación. Con la perspectiva del tiempo, se me ocurre que su actitud iconoclasta y escéptica fue, en gran medida, la misma que impulsó la llamada Movida Madrileña como alternativa al inevitable desembarco de la cultura antifranquista; pero CLOC demuestra que era posible una postmodernidad de resistencia y no sólo la versión conservadora que por aquí conocimos. Episodio menor, desde luego, desde el punto de vista artístico comparado con aquellos a los que se refieren los restantes libros (por cierto, no se nos proporciona apenas muestra de la producción artística de CLOC, lo que nos impide establecer juicio alguno sobre ella). Su mérito es tal vez otro: como gesto, como aspiración, como arte fundido con la vida.

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