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Houellebecq, el estratega de la confusión

Plataforma

MICHEL HOOUELLEBECQ

Anagrama, Barcelona, 320 págs.

Trad. de Encarna Castejón

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Es casi un tópico: Francia adora las polémicas. Hace algunos meses saltó a los medios un enfrentamiento entre los intelectuales de la izquierda liberal culturalmente asentada y los llamados «nuevos reaccionarios»; un libro acusador del profesor de ciencias políticas Daniel Lindenberg encendió la mecha; en el otro lado, se inflamaron los ánimos de algunos filósofos (Lasch, Badiou, Finkielkraut), sociólogos (Yonnet, Taguieff) y escritores (Maurice Dantec, Renaud Camus y Michel Houellebecq); este último, desde su Plataforma libresca y mediática, se erigió en portavoz de los ofendidos.

Según los cargos que expone Lindenberg, los «nuevos reaccionarios» estarían atacando la cultura de masas, la libertad de costumbres, la sociedad multicultural y multirracial, el islam y, en suma, los derechos del hombre; sus análisis y críticas darían a entender puro rechazo más que desencanto, y permitirían deducir la defensa de valores como el elitismo, el racismo, la intransigencia y el sometimiento sexual anteriores a mayo del 68. Como no hay nada que una más que un enemigo común, el ataque ha cohesionado a los –en origen– dispersos «nuevos reaccionarios», quienes han firmado un Manifiesto por un pensamiento libre; al tiempo, su portavoz subraya la satisfacción del grupo «con el nuevo comienzo de las hostilidades», y se encomienda con humor pero también con vehemencia a los «amables reaccionarios clásicos, nobles guardianes de la casa antigua».

Es cierto que las tiradas de libros de Houellebecq se han visto aumentadas por esta polémica, pero no le quitemos al novelista sus méritos personales: hace tiempo que trabaja en la provocación, combinando escritura y actividad mediática; sus novelas han suscitado ristras equiparables de elogios y reprobaciones; mientras, él da entrevistas en un club de intercambio de parejas, se estrena como cantautor rock (actuó en Benicàssim), y ornamenta sus apariciones en televisión con largos silencios y abruptos insultos.

Parte del éxito de Houellebecq tiene débitos con un equívoco rudimentario; el tema más persistente en sus novelas es el sexo, pero el sexo no es su ariete de provocación; es un ingrediente que capta lectores en masa, y que pone en funcionamiento un prejuicio cultural todavía en vigor que reza así: el sexo explícito es signo de contestación progresista frente a una sociedad pacata; Houellebecq, en cambio, propone una «filosofía en el boudoir» que acusa precisamente a los valores progresistas de ser causantes de la decadencia occidental; y, sin embargo, por muy evidente que sea –por ejemplo– la condena de la liberación sexual de la mujer en Las partículas elementales, el cándido lector no termina de creer que en un libro con tanto sexo esté latiendo una circunspecta vena reaccionaria. Y tiene razón: justamente, esta nueva vena reaccionaria no es nada circunspecta, y en lo que al sexo se refiere, Houellebecq dista mucho de ser el más osado: léase a Renaud Camus.

La doble actividad –escritora y mediática– permite al autor desarrollar una estrategia confusionista; el primer paso es centrar sus libros sobre alguna crítica ácida y despectiva: la indigencia sexual de la cultura occidental en Plataforma, la liberación sexual de la mujer y el hedonismo de mayo del 68 en Las partículas elementales, y el pacto entre el liberalismo sexual y el liberalismo económico en Ampliación del campo de batalla; ciertamente, algunas de esas críticas pudieran, a primera vista, ser suscritas por ideologías diversas, pero el detalle de su análisis suele romper el consenso. Por otra parte, muchas de las declaraciones de Houellebecq reproducen y defienden propósitos semejantes a los de esos personajes que en los libros son objeto de crítica y escarnio; a medio camino entre la autodenigración y el cinismo, el autor parece aplicarse aquello de «de perdidos, al río»; así, defiende que el deseo es algo «malo», pero para suprimirlo «hay que satisfacerlo, es lo más sencillo»; aquí entran en escena las mujeres, y, entre ellas, preferentemente las que se parezcan a los perros, ya que «el asumir su absoluta falta de autonomía hace del perro el ser más perfecto de la creación, junto con algunas mujeres muy sumisas»; no extraña, pues, que le produzca repugnancia todo lo que suene a libertario o que se declare enemigo de la libertad individual; en su opinión, uno no debe tener la posibilidad de evitar una vida futura (no al aborto), pero sí de manipularla (sí a la eugenesia); ese es precisamente el tema de las últimas páginas de Las partículas elementales, donde se aboga por una nueva forma de hombre, que no sea sensible al deseo ni conserve otros rasgos parecidamente humanos.

No hay duda de que Houellebecq habla a menudo por boca de sus personajes e, incluso, puede que éstos sean menos lenguaraces que el propio autor. Los jueces que le condenaron en un proceso reciente no lo hicieron porque un secundario declarase en Plataforma que el islam es «una religión insensata», sino porque él mismo dijo en la revista Lire que era «la religión más gilipollas». Incluso cuando no lo pretende, la realidad supera la ficción: Plataforma termina con un atentado islamista en Indonesia que causa una masacre, y el libro salió a la venta dos días después del 11 de septiembre de 2001.

El parentesco entre ficción y realidad reposa también en la comunidad de tono de ambas, un tono a la vez decepcionado, agresivo e insultante; en Plataforma, las azafatas son unas «cerdas», los ecologistas son «jurásicos», los autores de la Guía del trotamundos son «gilipollas humanitarios protestantes» de «sucias jetas», los árabes llevan en la cabeza «una especie de paño de cocina con el que vemos a Arafat», Chirac tiene «cara de imbécil», etc. El texto da rienda suelta a su rabia misantrópica desplegando una retórica del insulto que busca la eficacia en la contundencia más que en el ingenio. Una contundencia que también cultiva Houellebecq en sus entrevistas, y que propicia la confusión de la declaración real y la declaración ficcional. En el terreno de la escritura esta confusión pudiera ser considerada una trasgresión interesante de las convenciones narrativas (una variante de la autoficción, quizá), pero la verdadera rentabilidad del equívoco se sitúa en las muy reales cifras de ventas de los libros.

La ambigüedad ideológica opera también en el interior de las novelas; en principio, Plataforma plantea la crítica de un narcisismo occidental que en el terreno sexual vuelve imposibles el intercambio y la entrega; la novela introduce además el ejemplo de un tipo de relación que se califica de amorosa, feliz y excepcional: la de un tal Michel con la desinhibida y a la vez protectora Valérie; se supone que este amor les salva de pertenecer al mundo de indigentes seres que han de conformarse comprando sexo a modo de sucedáneo, pero no se nos cuenta otra forma de su intimidad que no sea la de sus gimnasias sexuales; también es curioso que Valérie se haga casi millonaria organizando una red de clubes de vacaciones dedicados al sexo en países subdesarrollados, y que, ocasionalmente, la pareja se ofrezca tales placeres pagados. Su pretendido elitismo amoroso se financia y se estimula con el sexo del populacho, y, de hecho, Valérie se describe a sí misma como «una pequeña y amable depredadora». El lector no puede captar una diferencia esencial entre la pareja y su vilipendiado entorno; lo que queda en el aire es una sensación de equívoco: ¿está Houellebecq proponiendo a tal personaje –una mujer capaz «de dedicar su vida a la felicidad de otra persona», «un poco madre de familia y un poco guarra», «sumisa en general» y «dispuesta a buscarse un nuevo dueño»– como modelo redentor de nuestra «decadencia occidental»? Cínico recambio. En lo que se refiere al turismo sexual, la posición es igualmente ambigua, pues el narrador expresa desprecio por quien lo demanda y aprecio por quien lo oferta, interés por el negocio que significa y desinterés por las condiciones de quien lo trabaja: las masajistas y prostitutas aparecen bajo una mirada convencionalmente enternecida y extasiada que loa sus atributos físicos y su sonrisa de escaparate; tal simplificada percepción se acompaña del elogio indirecto de una supuesta sexualidad «natural» –es decir, «animal»– que los occidentales –avergonzados por su cuerpo– serían ya incapaces de practicar entre ellos. Houellebecq, en materia sexual, está tentado por el mito del buen salvaje. El abuso de la generalización catastrofista le lleva a atribuir a la población occidental un estado sexual tan lamentable que «la profesionalización de la sexualidad se ha vuelto inevitable». Sorprende que –más allá del negocio del club de vacaciones– no se le haya ocurrido fabular un sistema de prestaciones sociales que cubra tales necesidades.

Si la extrapolación de conclusiones es uno de los procedimientos de convicción de las novelas de Houellebecq, otro es el manejo de datos, fuentes y temas con envoltura científica; Las partículas elementales es, en este sentido, un texto mucho más sólido que Plataforma, pues en él se abordan –en modo divulgativo– rudimentos de mecánica cuántica, de biología determinista o de sociología; bajo tal manto científico se transmite también –embozado– todo un catecismo personal del autor sobre los más variados temas de actualidad: en todos localiza hipocresía, estupidez, corrupción y violencia. Con menos aura docta, la estrategia se repite en Plataforma. No es difícil compartir con Houellebecq una sombría visión del mundo (la más convincente es la expuesta en Ampliación del campo de batalla), pero sí acompañarlo en las descalificaciones maximalistas: «He asistido a muchas exposiciones, inauguraciones y espectáculos memorables. Mi conclusión se ha convertido en certeza: el arte no puede cambiar la vida»; «Siempre que la gente habla de los "derechos del hombre", tengo la impresión de que lo dicen con segundas»; «Existía un sistema avanzado de redistribución fiscal que permitía mantener con vida a los inútiles, los incompetentes y los perjudiciales»; «Es falso que los seres humanos sean únicos, que lleven dentro de sí una singularidad irremplazable». Resulta curioso observar que casi todos estos comentarios terminan siendo referidos al narrador-protagonista de Plataforma –tocayo y sosia del autor–: como si el ejercicio de automenosprecio fuera a reportarle mayor aquiescencia del lector. Un viejo truco de captatio benevolentiae que, cruzando sus efectos con los de la provocación, pretende desembocar en una especie de síndrome de Estocolmo ideológico-literario.

Aún hay otra fullería en estas novelas, y ésta compete a su escritura y composición. Houellebecq dice que intenta no tener estilo, pero lo que ocurre es que todo le vale; su coartada es que «la escritura debe poder seguir al autor en toda la variedad de sus estados mentales», y se lo toma al pie de la letra, incluyendo la desidia expresiva, las ocurrencias descarriladas y los chistes de mal gusto; la ficción se resiente de tal dispersión, y apenas logra disimular su dependencia de lo panfletario. La fórmula de Plataforma es pasmosamente plana («forme plate», dicen de ella algunos críticos franceses): chico encuentra chica / chico pierde chica; por el medio, grandes dosis de sexo, algo de reflexión doctrinaria, muchas invectivas, tres o cuatro viajes de exotismo desaprovechado y una insistencia fatigosa en los detalles económicos y organizativos del negocio de los clubes de vacaciones sexuales. Más contenida es en este libro la presencia de otra de las tentaciones de Houellebecq: introducir varios géneros de escritura –y, entre ellos, la crítica literaria– en sus novelas. Si Las partículas elementales se ocupaba ocasionalmente de Proust o de Sollers e incrustaba en su texto algún poema y algún ensayo (en realidad un libelo racista redactado por uno de los personajes), en Plataforma se presume más, pero se hace menos: el único poema tiene cuatro versos, y el narrador se limita a anunciar sus ocurrencias creativas: «Mientras terminaba el arroz, esbocé el guión de una película pornográfica de aventuras llamada El salón de masaje»; «Esbocé las líneas directrices de una película pornosocial titulada Los mayores se desmelenan». Se diría también que el autor rebaja la altura del blanco al que dirige sus tiros literarios: el best-seller La tapadera, de Grisham, y Agatha Christie; no vaya a ser que sus ya numerosísimos lectores desconozcan referencias más selectas.

Es usual comparar a Houellebecq con Kafka, Céline y Camus por su negro y vacío diagnóstico de la sociedad, por la violencia verbal, por la inconsistencia del sujeto y su tendencia depresiva. El propio autor hace aspavientos –más que guiños– culturales en el principio de Plataforma, que es a la vez eco de El extranjero y escena en la que se mata al padre y se ventila soezmente el complejo de Edipo. Pero no confundamos a la literatura con su paráfrasis. Ni nos confunda tampoco esta cultura mediática que convierte a los agresores en víctimas potenciales, y que inspira a Arrabal esta defensa de Houellebecq como digno aspirante al martirologio: «El entorno familiar le ha desequilibrado a usted tanto […] que no puede medir su propio sufrimiento. Y hoy es usted una víctima propiciatoria, el fruto de las nupcias entre justicieros y verdugos. Abierta la veda, es usted el joven poeta al que se puede arrastrar ante los tribunales, al que se pueden colgar todas las etiquetas, al que se puede escupir en la cara».

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