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El ombligo del tiempo

LA MÚSICA DEL HAMBRE

J. M. G. Le Clézio

Tusquets, Barcelona

Trad. de Javier Albiñana

210 pp.

17 €

ONITSHA

J. M. G. Le Clézio

Tusquets, Barcelona

Trad. de Alberto Conde

254 pp.

17 €

DESIERTO

J. M. G. Le Clézio

Tusquets, Barcelona

Trad. de Alberto Conde

404 pp.

20 €

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Todo empieza en un buque que parte hacia una tierra desconocida. Esta es la escena originaria de la escritura de Le Clézio, a la que la experiencia infantil de un viaje hacia África proporcionó un arquetipo de aventura. Desde entonces, la novela es para él un movimiento enajenante, una imantación hacia un continente invisible. Y en sus páginas no cesan de embarcarse niños de corazón puro y ojos sorprendidos por un viaje iniciático: Esther en Étoile errante, Léon en La cuarentena, Nassima en Hasard, Fintan en Onitsha, Lalla en Desierto. Es posible que un autor siempre tienda a escribir el mismo libro, pero es más probable que, de este modo, Le Clézio esté repitiendo el gesto que convoca el nacimiento de su propia pulsión de escritura, pues su imaginario está seducido por la noción de origen.

El premio Nobel 2008 es un explorador de culturas alejadas tanto en el espacio como en el tiempo; sus inmersiones en México, Panamá, Mauricio o Rodrigues lo conducen hacia la pintura crítica de la sociedad urbana occidental en novelas como Terra amata o Le livre des fuites, lo llevan a desembocar en la nostalgia de otro modo de vida y del tiempo de sus antepasados en El buscador de oro o La cuarentena. La variedad de sus orígenes familiares –mauricianos, bretones y mediterráneos– se ve además ampliada por su inclinación al contacto vital e intelectual con lo primigenio: traduce Las profecías de Chilam Balam y la Relación de Michoacán, edita el Kalevala o prologa el Génesis. Y todo ello lo vincula –de manera imprecisa pero eficaz– a la nueva estructura del campo literario francés que se ha dado en llamar la «literatura-mundo», y que pone de relieve la reivindicación de la diversidad de identidades dentro del sustrato común de la lengua francesa. Se podría casi decir que, como novelista, Le Clézio –gran políglota– fue francés antes de ser francófono: su primer título fue El atestado, texto más que pariente del muy galo Nouveau Roman; sin embargo, actualmente, su figura se asocia a ese fenómeno de la literatura francesa que consiste en acoger como propios a todos aquellos autores extranjeros que se expresen en lengua franca. Pues Le Clézio, que tiene nacionalidad francesa y mauriciana, no sólo cultiva la vocación de extranjería con sus modos vitales –sus ausencias de la metrópoli, su desafección por los medios y cenáculos–, sino también con el tempo y la trama de sus novelas. Por todo ello, el Premio Nobel 2008 ha sido una jugada con carambola que ha tocado al Hexágono y a la francofonía.

Ni siquiera su libro más reciente, La música del hambre, escapa a la mirada descentralizadora que le caracteriza: la historia de su madre –levemente ficcionalizada– en el París de entreguerras presenta una pequeña sociedad conformada por individuos ligados a otras tierras –el abuelo Soliman y su hijo Alexandre, retornados de Mauricio con todo su clan, Xenia, la inmigrante rusa amiga de la juventud–; además, la familia está sometida a fuerzas que poco a poco desintegran su orden y la despojan de sofisticación: la amenaza del nazismo, la dilapidación de la fortuna, la experiencia del hambre, el exilio. El desmoronamiento generalizado les lleva a emprender un largo viaje hacia Niza, adonde llegarán como refugiados. Y esta última travesía nos devuelve las resonancias de otras muchas que puntúan las novelas de Le Clézio.

Así empieza, precisamente, Onitsha, que también prende en la autobiografía. Una madre y su hijo salen en barco de Italia rumbo a África para encontrarse con un casi desconocido esposo y padre; en el camino, el niño dará sus primeros pasos como escritor, abriendo la puerta a un ejercicio de imaginación que la realidad africana superará y absorberá en su intensidad sensorial, imaginaria y mítica. La libertad y la extrañeza que ritman esta gozosa y dura experiencia son los ejes bajo los que se construyen casi todas las grandes narraciones de Le Clézio. Ejemplo paradigmático de ello es Desierto, quizá la mejor de todas ellas, y a la que hace justicia su traducción española. Desierto es una larga errancia del lenguaje por los territorios de la precisión descriptiva, es la construcción verbal de un espacio físico donde vienen a insertarse dos figuras infantiles que viven en tiempos diferentes y modulan en modos distintos su común andadura errante: Nour sigue al jeque Ma el Aïnine en su eterna travesía del desierto hacia una tierra prometida inexistente; Lalla, descendiente de Nour, recorre el desierto descubriendo en él un potencial lúdico y místico muy superior al del desierto urbano de Marsella, ciudad a la que la conducirá después su periplo emigrante.
 

Desierto y Onitsha tienen en común una mirada sobre el mundo cuya ingenuidad e inmediatez funcionan como vías de conocimiento que, en ocasiones, alcanzan a ser vía unitiva. La teoría de este naturalismo místico se encuentra en un ensayo de Le Clézio, L’extase matérielle, que explora el contacto con la naturaleza como penetración intelectiva capaz de conducir a la comprensión y la fusión del ser humano con una alteridad en la que materialidad y espiritualidad son una misma cosa. Nour y Lalla serán capaces de encontrarse en la exterioridad de sus propios tiempos a través del ritmo hipnótico del canto o de la experiencia agotadora del contacto físico con el espacio común del desierto. La inteligencia de los sentidos penetra en zonas de comprensión mágica: la distinción de olores lejanos, la visualización de lo que otros ojos han visto o de lo que un nombre designa, la capacidad de volar con la mirada o de entender el lenguaje de las avispas, la entrada en la propia memoria de recuerdos de una memoria ajena. Esta mística material integra también el lenguaje que, más que instrumento de comunicación, lo es de conocimiento. La palabra está altamente ritualizada en este libro: es canción, plegaria o relato; modos, todos ellos, en los que el lenguaje excede su significado logrando encender en los sentidos la experiencia de otra realidad. La palabra es poética, sagrada y mágica, pues modifica el mundo. Por eso –y porque hablar despierta la sed–, la palabra es un bien escaso en este desierto. Por eso también, los personajes visionarios son mudos –como el Hartani– o poseen un lenguaje que intimida –como Bony, el compañero indígena de Fintan en Onitsha, conocedor de una naturaleza secreta–.

Las narraciones de Le Clézio no poseen un exotismo al uso, no son libros de viajes, no cultivan lo pintoresco. Su déficit de acción novelesca tampoco está suplido por una inspección intensificada de la psicología de los personajes. Éstos son generalmente ingenuos, y, si no lo son, la distancia narradora se encarga de dejar su complejidad en el misterio. Ni siquiera en el caso de Ethel, la figura tras la que se esconde la madre del escritor en La música del hambre, se nos da a conocer una construcción psicológica con marcado relieve. Este desinterés narrador –que pudiera falsamente hacer creer en la conciliación de Le Clézio con algunos novelistas minimalistas actuales– se explica por el hecho de que la pasión de su escritura es la descripción del mundo más que la de sus habitantes; una descripción dinámica, que cabría llamar descripción narrativa. Así pues, Desierto, por ejemplo, presenta los estados y las variaciones ínfimas de tal espacio vacío y luminoso como una gran alegoría de la vida de los hombres que en él habitan. La comprensión de Nour y de su pueblo se hace a través de la del territorio que los acoge y los modela a su imagen y semejanza. Y esa lectura que Le Clézio impone no es sino el correlato de la aspiración al éxtasis material que arraiga en sus personajes: toda comprensión ha de pasar por la adhesión al espacio físico del mundo.

Leer así subyuga –cautiva y sojuzga–, y ello puede ser causa de entusiasmo o hartazgo. Los lectores de Le Clézio se reparten en ambas facciones irreconciliables. Pero es en esta tesitura descriptiva donde el autor es maestro, y donde se revela la potencia metafórica y rítmica de sus novelas. El fraseo de la escritura de Le Clézio tiene un ingrediente obsesivo y un efecto hipnótico: nada le conviene mejor que la propia metáfora del desierto a esta extensión textual en la que las frases avanzan en circularidad descriptiva, casi sin destino narrativo, sembradas de destellos poéticos. La expresión depurada de este modo de escritura se alcanza en Desierto, pero también Onitsha y La música del hambre registran su presencia. Los tres libros acogen además otra de las pericias mayores de esta literatura: la capacidad de dotar de espesor temporal al relato, espesor que a menudo tiene resonancias míticas. Ésta sí es una operación de composición en el seno de la novela que articula planos narrativos diferentes y rompe con la simplicidad aparente de la escritura. Desierto alterna dos relatos –sobre Nour y sobre Lalla– cuyas voces no solamente se distinguen tipográficamente sobre la página, sino que también lo hacen tonalmente en el oído: para Lalla, una voz narradora con un toque infantil y candoroso; para Nour, una voz antigua y legendaria; y, entre la una y la otra, una red de sutiles correspondencias, la sugerencia de una genealogía. Onitsha repite el procedimiento de relevo de voces y de manchas compositivas distintas en la página; una de ellas corresponde al narrador de las experiencias del pequeño Fintan, la otra penetra en la cabeza de su padre, al que «África abrasa como un secreto, como una fiebre», y refiere sus sueños, que terminan remontándose al núcleo de sus obsesiones: la larga marcha del pueblo de Meroe, heredero del imperio egipcio, precedido de sus reinas Amanirenas y Arsínoe; entre ambos ámbitos del relato vuelven a aparecer las figuras y las operaciones mediadoras: los nombres de las reinas perviven «en la lengua del río», ese río cuyo cuerpo se confunde con el de Oya, la loca muda en la que se condensan todas las zozobras que Fintan siente ante el sexo y los oscuros misterios del mundo. Un lenguaje umbilical secreto atraviesa los tiempos.

La música del hambre organiza de manera similar su densidad temporal; pero el tiempo no se retrotrae aquí a zonas primitivas, pues lo que interesa es subrayar su transcurso en un determinado período, y conseguirlo de manera económica, sin derroche narrativo. Al relato de la evolución de la vida de Ethel acompañan, con la característica disposición en columna de los otros dos libros, los contenidos fragmentarios de las conversaciones de salón que durante años reunían a la familia y allegados, la crónica elíptica y familiarmente sesgada de una época que veía acercarse la guerra y la ocupación nazi. El salón de esta casa –observatorio y crisol– es el espacio a la vez físico y simbólico desde el que se reconstruye un tiempo histórico. Pero no es esta una novela histórica, sino una novela que, como todas las de Le Clézio, maneja con plasticidad el tiempo. Expandido, suspendido, sintetizado, vinculado a lo físico y a lo imaginario, el tiempo es la entraña de esta literatura que describe espacios. La verdadera nostalgia del origen no es espacial sino temporal, pues el tiempo es la dimensión que no admite ni retorno ni errancia. Excepto para esta escritura que cree en la materialidad de los sueños.

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Ficha técnica

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