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Homo homini lupus

EL HOMBRE, UN LOBO PARA EL HOMBRE

Janusz Bardach, Kathleen Gleeson

Libros del Asteroide, Barcelona

Trad. de Martín Schifino

480 pp. 23,95 €

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Chelovek cheloveku volk» es un viejo dicho ruso. Su equivalente existe en muchos idiomas y Janusz Bardach lo eligió como título de sus memorias, en las que cuenta los cuatro años pasados en la gulag soviéticaEl autor piensa que el término debe traducirse en femenino, como la gulag, puesto que la palabra clave en el acrónimo es Upravlenie, «Administración» en ruso. [N. del T.]. Los primeros recuerdos de un superviviente encarcelado bajo el régimen comunista ruso se publicaron en Occidente hacia 1920, casi una década antes de que quedara completada la organización del sistema de la gulag, y desde entonces hasta ahora ha aparecido un extenso corpus de literatura, sobre todo desde mediados de siglo aproximadamente en adelante. A pesar de la magnitud de este tipo de publicaciones, provocaron únicamente una impresión muy limitada en la intelligentsia predominantemente izquierdista en Europa occidental hasta el dramático cambio de escenario que trajo consigo la publicación de los tres volúmenes de Archipiélago Gulag de Alexander Solzhenitsyn en varias lenguas occidentales en 1973.

Las memorias de Bardach se publicaron inicialmente en Estados Unidos en 1998 y fueron acogidas con un éxito considerable entre la crítica. En el libro no se encuentran revelaciones especialmente novedosas sobre la gulag. Todo lo que describe Bardach –condiciones inhumanas, trabajos agotadores, guardias brutales, violentos malos tratos, semiinanición, brutales abusos sexuales a las prisioneras, terribles condiciones sanitarias y enfermedades, una alta tasa de mortalidad– ha sido contado en numerosas ocasiones. ¿Qué es lo que ha hecho entonces que el libro de Bardach sobresalga por encima de otros? Se trata de un relato inusualmente vívido y apasionante debido a algunas características especiales: las gráficas descripciones y la atención a los detalles, un amplio panorama de la vida penal y una exposición excepcionalmente sensible de las reacciones personales y psicológicas, así como de las motivaciones que animaron al propio autor a lo largo de su calvario.

Aunque trabajó como jefe del servicio de cirugía de la facultad de Medicina y del hospital de la Universidad de Iowa desde 1972 hasta su jubilación, Bardach carecía de experiencia para acometer un amplio escrito en inglés, de ahí que para preparar estas memorias se valiera de los servicios de una segunda persona, Kathleen Gleeson, para mejorar la estructura y el estilo. Muchos tipos diferentes de manuscritos son editados en mayor o menor medida por otras manos, pero la exactitud del contenido es siempre responsabilidad del propio autor. No hay un solo detalle inverosímil en estas memorias, pero el lector no sabrá nunca hasta qué punto han sido embellecidas por la segunda autora. En cualquier caso, el lector puede afirmar de la narración en su conjunto aquello de «se non è vero, è ben trovato». El producto final es uno de los relatos más intensos de cuantos se han escrito sobre la gulag.

Bardach nació en Odessa en 1919. Era uno de los dos hijos de un dentista judío que parecía haber albergado pocas ilusiones sobre el nuevo régimen soviético, ya que emigró muy pronto a Polonia, donde abrió una lucrativa consulta dental en Volodímir Volinski, en la parte central-oriental del país. Parece que entre los padres de Bardach surgieron algunas discrepancias políticas, ya que su madre, una mujer de gran educación que hablaba tres idiomas, era tanto socialista como atea, no comunista, sino uno de esos «idiotas útiles» de Lenin que admiraba profundamente el «experimento» soviético como una gran esperanza para la humanidad.

El primer capítulo es una de las partes más interesantes de sus memorias, ya que en él el autor describe la atmósfera que se vivió en Polonia en vísperas y durante los primeros días de la invasión alemana de septiembre de 1939. En el siglo XVI, Polonia había sido el país más tolerante de Europa desde el punto de vista ético y religioso, y este es el motivo por el que tantos judíos decidieron emigrar al país. Con el paso de los siglos, sin embargo, esto cambió y en la época más reciente de nacionalismo a ultranza, la sociedad polaca pasó a ser cada vez más antisemita. Aunque el Estado polaco independiente de entreguerras no aprobó ninguna legislación importante que buscara discriminar a su gran minoría polaca, que ascendía al menos al diez por ciento de la población, las condiciones de vida dentro del país pasaron a caracterizarse por una severidad y una intolerancia cada vez mayores.

El pacto nazi-soviético dividió Polonia entre Hitler y Stalin, y la localidad de Volodímir Volinski quedó dentro de la zona soviética. Durante los dos años siguientes la ocupación soviética arrestó y deportó a incluso más ciudadanos polacos, en términos proporcionales, que los nazis, aunque está claro que estos últimos ejecutaron a más víctimas. La minoría polaca en el interior de la Unión Soviética había sido un blanco especial del «Gran Terror» de Stalin de 1936-1939 y, después de la ocupación de Polonia oriental, el número de prisioneros polacos que acababan en la gulag fue cada vez mayor. Los más desdichados fueron los aproximadamente veintitrés mil oficiales del ejército y profesionales cultos ejecutados en masa en Katyn y en otros lugares en la primavera de 1940. Muchos de los restantes prisioneros polacos, sin embargo, fueron posteriormente liberados en el otoño de 1941 para unirse al ejército polaco libre del general Wladyslaw Anders, que se reuniría más tarde en Oriente Próximo y combatiría luego junto a los aliados occidentales durante el resto de la guerra.

Gustav Herling, un veterano de las fuerzas de Anders, escribió una de las primeras memorias polacas de la gulag posteriores a 1945 en su A World Apart (1951). Bertrand Russell, que escribió el prólogo de ese libro, lo ensalzó como uno de los mejores libros de memorias de las cárceles soviéticas publicado hasta entonces y el volumen disfrutó de una amplia circulación durante los primeros años de la Guerra Fría.
Aunque su padre parece haber abrigado pocas ilusiones sobre lo que el futuro podría deparar, la educación prosoviética que recibió Janusz Bardach de su madre hizo de él un colaborador entusiasta de la ocupación soviética, que creía que había salvado a la Polonia oriental de los nazis (aunque incluso eso no habría de ser así durante mucho tiempo). Se convirtió en el jefe local de la nueva organización deportiva soviética, aunque su fe sufrió su primer embate cuando fue obligado por un destacamento de la NKVD a ejercer de «testigo ciudadano» –una peculiar estipulación del régimen soviético– durante la primera redada de ciudadanos polacos para su deportación en diciembre de 1939. Uno de los capítulos más estremecedores del libro cuenta cómo, en el lapso de ocho horas aproximadamente, Bardach hubo de presenciar numerosos arrestos, muchas palizas, una violación en grupo y un asesinato, todo ello llevados a cabo por un destacamento policial de la NKVD integrado por tres hombres.

Dado que la Polonia oriental había quedado incorporada oficialmente a la Unión Soviética, Bardach fue llamado a las filas del Ejército Rojo en julio de 1940 y entrenado durante el año siguiente como conductor de tanques en las fuerzas mecanizadas. A los pocos días de la invasión alemana en junio de 1941, su unidad fue enviada al frente, pero su tanque se desequilibró y quedó atascado en un desafortunado intento de cruzar un río, tras lo cual un miembro ruso de la unidad lo denunció por intentar supuestamente desertar y pasarse al bando alemán, a pesar de las vehementes protestas de Bardach, que argumentó que eso hubiera supuesto una idea descabellada para cualquier judío.

Según los documentos conservados, un total de aproximadamente 175.000 soldados soviéticos fueron condenados por consejos de guerra durante la «Gran Guerra Patriótica». Bardach fue rápidamente condenado a ser ejecutado, pero su sentencia fue conmutada a diez años en la gulag. Durante el primer año vivió en diversas prisiones y en un campo de trabajo en el bosque, pero posteriormente fue trasladado a las minas de oro de Kolymá, al noreste de Siberia, consideradas por muchos como el más duro de todos los centros de reclusión de la gulag y con la tasa de mortalidad más elevada. Kolymá también ha dado lugar a parte de la mejor literatura sobre la gulag, especialmente el clásico Kolymá Tales de Varlaam Shalamov y las profusamente leídas memorias de Evgenia Ginzburg, El vértigoVéase mi propia recensión de la traducción española en Revista de Libros, núm. 123 (marzo de 2007), pp. 23-25..

Janusz Bardach fue, sin embargo, de extrañas maneras, un hombre afortunado. Tuvo suerte, en primer lugar, de haber sido alistado en el Ejército Rojo, ya que todos los miembros de su familia que permanecieron en su localidad natal perecieron en el Holocausto. Probablemente tuvo incluso la fortuna de ser arrestado tan pronto después del comienzo de la guerra con Alemania, ya que las posibilidades de supervivencia de miembros individuales de las primeras unidades del Ejército Rojo enviadas a combatir en ese período fueron menos de una de veinte. Tras ser nuevamente capturado después de escapar brevemente de un tren-cárcel en la Rusia central, fue salvajemente golpeado y, a pesar de ello, y al contrario que muchos otros prisioneros en circunstancias semejantes, no padeció secuelas permanentes y se recuperó en cuestión de semanas.

No todo en estas memorias guarda relación con la crueldad y los malos tratos, ya que Bardach también recoge ejemplos de amabilidad por parte de otros prisioneros, del personal médico e incluso, en uno o dos casos, de las autoridades soviéticas. Esto recuerda a los comentarios de una serie de antiguos prisioneros de guerra alemanes tras su regreso a Alemania occidental después de pasar varios años de trabajos forzados en la gulag. Algunos de los alemanes señalaron que, igual de notable que la brutalidad y la inhumanidad del régimen soviético, fue el hecho de que no todo el mundo hubiera quedado corrompido por él y que un prisionero pudiera encontrar tantos gestos de bondad humana como le había sucedido al propio Bardach.

Una de las características que hace que estas memorias sean tan sobresalientes es su equilibrio y su atención por el detalle, junto con su pormenorizado relato de las reacciones y actitudes del propio autor hacia su experiencia carcelaria, todo lo cual convierte su testimonio en uno de los más destacados de la evolución emocional y psicológica de un prisionero en concreto. Bardach nunca perdió del todo la esperanza, y nunca perdió la voluntad de perseverar, aunque las condiciones fueran tan duras que todo lo que pudo hacer durante gran parte del tiempo fue luchar para sobrevivir de un día para otro, sin ningún pensamiento de futuro a largo plazo. En ocasiones le atormentaba la idea de que quizás estaba siendo castigado por Dios por haber sido educado en el ateísmo y no haber creído en él. A todo esto ha de añadirse una amplia relación de retratos literarios de diferentes tipos de compañeros de prisión, de orígenes sociales y étnicos muy diversos, desde los más violentos a los más sensibles, desde los más deshumanizados a los más delicados.

El mejor augurio de futuro para Bardach fue el breve tiempo que pasó trabajando como ayudante médico en el hospital de una prisión mientras aguardaba ser transportado definitivamente a Kolymá. Esto hizo que se planteara intentar que lo trasladaran a instalaciones médicas, donde las condiciones eran mucho mejores y las posibilidades de supervivencia, mucho mayores. Después de ocho meses trabajando en las minas de oro de Kolymá, empezó a padecer escorbuto y a sentirse cada vez más débil, pero, antes de traspasar la línea divisoria, consiguió contarle al médico del campo la historia falsa de que había estudiado Medicina durante tres años en Polonia, de resultas de lo cual este último recomendó que fuera trasladado para trabajar como ayudante médico. En un principio se le negó esta posibilidad y Bardach fue trasladado a un campo incluso más remoto, pero después de que su unidad sufriera un serio accidente durante el viaje y todos fueran evacuados temporalmente para recibir atención médica, dio con un médico (también prisionero) que consiguió que le fuera asignado un trabajo como celador.

Así, los dos últimos años de reclusión de Bardach en Kolymá, de 1943 a 1945, los pasó en condiciones relativamente privilegiadas, trabajando en las instalaciones médicas del campo. Obtuvo la liberación varios meses después de que concluyera la guerra, gracias a la iniciativa de su hermano Juliusz («Julek»), que había ascendido hasta el rango de coronel en el nuevo ejército comunista polaco y había empezado a trabajar como agregado militar en Moscú. Este fue el último golpe de buena suerte.

Bardach opta por no contar en su mayor parte la historia de su hermano. Julek era cinco años mayor y había cursado su doctorado de Derecho en la Universidad de Wilna (en la actualidad, Vilnius). Fiel a la educación izquierdista recibida de su madre, fue un destacado militante del Partido Socialista Polaco y, de no haberse escondido, esto habría supuesto su arresto y deportación en 1939, ya que los soviéticos veían a los socialistas polacos como unos destacados rivales y enemigos. Todo eso cambió abruptamente con la invasión alemana, ya que los soviéticos formaron un nuevo «frente nacional» de todos los sectores de la resistencia polaca. (Esto podría compararse con la «Unión nacional» que el Partido Comunista pretendía formar en España, que aspiraba incluso a acoger entre sus filas a los monárquicos.) Eso permitió supuestamente que Julek saliera de su escondite y se alistara más tarde como voluntario en el nuevo ejército comunista polaco. Una vez concluida la contienda, Stalin permitió una política de conciliación que hizo posible que fueran liberados la mayoría de los prisioneros polacos aún retenidos (a pesar de que se produjeron nuevas oleadas de arrestos de polacos bajo la segunda ocupación soviética de Polonia).

Bardach estuvo durante varios meses sin poder encontrar un medio de transporte que lo devolviera a Europa, pero su influyente hermano se encargó entonces de que fuera admitido en una escuela de medicina soviética sin realizar ningún examen previo, algo que formaba también parte supuestamente del nuevo intento de conciliar a los polacos. Bardach contrajo matrimonio con una estudiante rusa y, tras concluir su residencia médica en 1954, regresó a Polonia para ejercer la medicina. Su buena suerte continuó, gracias a su destreza y al trabajo duro, permitiéndole mudarse a Iowa en 1972. Tras el éxito de estas memorias, Bardach publicó un segundo volumen sobre su vida posterior, Surviving Freedom: After the Gulag, que se publicó en 2002, el año en que falleció a la edad de ochenta y tres años.

La importancia de este libro no radica en ninguna revelación histórica única o novedosa, ya que los horrores que describe Bardach, a veces con un aterrador grado de detalle, ya resultan familiares a los lectores informados. Su relevancia se cifra más bien en la habilidad con que están escritas (gracias sin duda en parte a su coautora), en los modos en que ofrece múltiples perspectivas sobre la odisea del autor en medio del tormento, en sus cautivadores relatos de muchos tipos diferentes de prisioneros y de ajustes personales (o en la ausencia de ellos), y también en la sincera y gráfica psicobiografía del autor que presenta a lo largo de sus páginas. Entre el vasto anaquel de literatura alumbrada por los supervivientes de la gulag, las memorias de Bardach ocupan un lugar especial como uno de los relatos más vívidos e intensos.
 

Traducción de Luis Gago

Este artículo ha sido escrito por Stanley G. Payne especialmente para Revista de Libros

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Ficha técnica

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