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Fausto, hoy

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«Intimidación por el clasicismo», tituló Bertolt Brecht en 1964 sus comentarios al Fausto de Goethe. En efecto, la imponente mole de esa obra poética resulta tan intimidatoria que muchos lectores (y, en su mayoría, también los directores de teatro) se contentan con el Fausto I, sin atreverse con la segunda parte, casi dos veces más larga. Además, toda la obra está lastrada por la carga de doscientos años de influencias e interpretaciones, rodeada de innumerables intérpretes eruditos y blindada contra la curiosidad lectora des­preo­cu­pa­da e insistente por su fama de desalentadoras profundidades y desanimadoras exigencias. Se comprende muy bien que Thomas Mann escribiera a Hermann Hesse: «Uno tendría ganas de escribir un comentario del Fausto totalmente fresco e ingenuo, que quitara a la gente su respeto demasiado devoto por esa obra grande, serena y en manera alguna inaccesible, por excepcional, audaz y humanamente falible que sea».

Ese comentario fresco e ingenuo debería aclarar también lo que, sin explicaciones, posiblemente no se entendería o podría ser malentendido, pero sin embargo valdría la pena que se entendiera bien. El propio Goethe consideraba necesarias esas ayudas para la recta comprensión, y no sólo para las grandes obras del pasado: «Porque cuando se trata de los queridos difuntos antiguos / se necesita explicación, se requieren notas [es decir, comentarios]: / a los nuevos se cree entenderlos sencillamente; / sin embargo, sin una interpretación tampoco ello se logrará». Es indudable que al decirlo no dejaba de pensar en su Fausto. Éste debía obligar al lector «a atreverse a ir más allá de sí mismo», como escribió al respecto a su amigo Zelter. Y también: «Una buena cabeza y un buen sentido tendrán mucho que hacer si quieren dominar todos los secretos que en él se han introducido».

Si eso se aplicaba ya a la leña verde, resulta de absoluta aplicación cuando el árbol envejece. Al lector posterior, los comentarios deben proporcionarle lo que un contemporáneo, normalmente, sabía y conocía por sí mismo sobre palabras y cosas. Por ello, tradicionalmente, los comentarios explican esas obras recurriendo a lo que, en la época de su aparición, era uso del lenguaje y conocimientos concretos. En cualquier caso, en el momento de la conclusión de esa obra (es decir, 1808 la primera parte del Fausto y 1832 la segunda), termina también su propia competencia. El resto queda para las exposiciones que describen la historia de su recepción e influencia. Las «actualizaciones» (con independencia de si violentan el texto o se ajustan a sus intenciones) son consideradas incluso poco serias y decididamente poco científicas. Por eso los directores de teatro hicieron y hacen arbitrariamente las suyas.

Sin embargo: «Si hoy leo a Homero –escribió Goethe a Zelter–, me parece diferente del de hace diez años; y si uno cumpliera trescientos años, le parecería siempre distinto». Lo que naturalmente no quiere decir que el texto transmitido de la Ilíada o la Odisea cambiaría con el paso del tiempo, sino que se comprendería de una forma diversa. Porque el lector es siempre hijo de su época: sus percepciones vienen determinadas por sus propias experiencias, intereses y expectativas. El lector posterior se vuelve ciego a determinados rasgos o significados de un viejo texto. Sin embargo, ese lector tardío puede ser el primero en convertirse en vidente en lo que se refiere a otros aspectos. El contexto contemporáneo en que un autor ha escrito su obra palidece con el tiempo. Sin embargo, a las grandes obras literarias antiguas, es decir, también al Fausto, les crecen nuevos contextos que las si­túan en nuevas relaciones y las sitúan bajo una nueva luz (¡«si uno cumpliera trescientos años, le parecería siempre distinto»!). Por ello, en el volumen de comentarios de mi edición del Fausto (publicada en Deutscher Klassiker Verlag, Fráncfort del Meno), no he querido dejar de mencionar lo que esa obra, la más poderosa, amplia e importante de la lengua alemana, podría significar, en primer lugar y expresamente en la época actual, para nuestra comprensión de nosotros mismos y del mundo. No con objeto de aleccionar al lector, sino para plantearle propuestas y animarlo a hacer su propia lectura descubridora, no quise explicarle sólo lo que está almacenado en la cámara del tesoro de la obra, en el maravilloso medio del arte literario (Goe­the: «De tres mil años no sabría / rendir cuentas de sí mismo / y ha de afrontar el abismo / de vivir de día en día»). Deseaba también señalar, animado por las Xenias del propio autor del Fausto, lo nuevo y progresivo:

Tal vez nos volvimos demasiado antiguos,
debemos ser más modernos y nada ambiguos.

Ello no significa en modo alguno las «actualizaciones» del teatro contemporáneo llevadas a cabo por los directores (Gründgens, todavía en 1957, se conformó con instalar en el gabinete gótico de Fausto una maqueta del Atomium de Bruselas e intercalar en la «Noche de Walpurgis» una explosión atómica… Entre tanto nos hemos acostumbrado a otros accesorios muy distintos de nuestros cada vez más despóticos teatreros). Sin embargo, ese «ser más moderno» significa inconfundiblemente lo que contiene el texto mismo, lo que en él mismo puede leerse hoy.

Dos ejemplos para ilustrarlo. El primero lo ofrece Gottfried Benn, el segundo Paul Celan. En el tercer acto de la segunda parte del Fausto, en la escena «Patio interior del castillo», se oye el estruendo de los cañones y se presencia el desfile de tropas poderosas. Fausto, en su papel de comandante en jefe, traza el plan de campaña de una guerra de conquista imperial, orientada a la anexión de todo el Peloponeso griego, a la conquista de un imperio, como él mismo dice. En una arenga a los jefes militares, refuerza la voluntad de luchar y vencer de sus tropas. Allí se dice:

Envuelta en acero, de centellas rodeada,
la horda que imperio tras imperio derribó,
surge ahora, de la tierra retemblada,
avanza ya sin pausa y el trueno resonó.

Con oído inaudito y seguridad estilística escribió Benn en 1958 sobre esa estrofa del comandante y su romanticismo acerado: «Y luego la poesía de la SS en el patio interior del castillo / envuelta en acero, de centellas rodeada / ¡un pasaje sumamente extraño!».

La Fuga de la muerte de Paul Celan de 1944-1945, con sus versos «tus cabellos de oro Margarete / tus cabellos ceniza Sulamita», establece una clara relación con el drama Fausto. Y, como es ­habitual en Celan, esa única referencia expresa indica otras correspondencias ocultas. La gran obra de colonización de Fausto en el quinto acto de la segunda parte se desarrolla en un crepúsculo sombrío. El viejo Filemón dice: «Sus siervos / cavaron fosos». Y la piadosa Baucis conoce o sospecha lo que hace posible ese gigantesco proyecto mefistofélico, inhumano y criminal de recuperación de tierras: «los siervos alborotaban / palas y azadones, golpe a golpe». Y luego: «Debía de haber sacrificios sangrientos / de noche resonaban del dolor los lamentos». Hay que excavar un gran canal de desa­güe, y Fausto, que está ante su palacio, ordena a Mefisto (el capataz, como él lo llama): «Consigue masas de obreros… ¡págalos, sedúcelos, exprímelos!». Sin embargo, cuando le da la orden de apoderarse por la fuerza de los bienes de Filemón y Baucis («¡Ve y quítalos de mi vista!»: ello será la sentencia de muerte de los ancianos), el capataz mefistofélico de los trabajadores forzosos lanza un silbido penetrante, y la guardia de sus Tres Violentos sin escrúpulos entra en acción.

«Un hombre vive en la casa», dice el poema de Celan…, «sale de la casa y brillan las estrellas silba a sus mastines / silba a sus judíos los hace cavar una tumba en la tierra». Es indudable: el autor de la Fuga de la muerte vio prefigurados en los versos aquí citados de la obra capital de nuestra literatura lo que los alemanes harían con los ju­díos: «La muerte es un maestro de Alemania».

Esas nuevas lecturas de un antiguo texto a la luz de experiencias posteriores rehúyen la pregunta escolar: «¿A qué se refería realmente el autor? ¿Qué quería decir?». Se apartan por completo de la elogiosa constatación con palmadita en el hombro: «¿Cómo pudo ya decirlo, o insinuarlo o preverlo Goethe?». Por ello no suponen, en modo alguno, que el poeta, como portavoz elegido y dotado de inspiración más alta, pudiera ver en el futuro más allá que los demás mortales. No se trata en absoluto de dotes proféticas del autor, sino de dotes de prognosis de los grandes textos poéticos mismos. Son ellas las que saben (ya) o hacen saber más de lo que su autor podría saber realmente de muchas cosas.

No se trata de ideas nuevas. También el propio autor del Fausto pensó en ello. «Nadie comprende y disfruta tanto de un buen libro, especialmente los libros de los antiguos, como quien puede complementarlos [lo que quiere decir completarlos con las experiencias de su mundo y de su vida]. Quien sabe algo encuentra infinitamente más en ellos que quien los estudia por primera vez». Y así, al final de su vida, una y otra vez. En 1829 escribe sobre su forma de «representación poética», para que «el lector se mire en su reflejo y pueda encontrar por sí mismo, al ir aumentando su experiencia, los más diversos resultados». O en 1831, con respecto al Fausto II: «Quien no se haya movido y haya corrido algo de mundo no sabrá cómo enfrentarse con él». Sin embargo, quien «entienda de gestos, indicaciones y suaves alusiones», ése «encontrará más incluso de lo que yo podía dar».

Eso mismo le pasó, por ejemplo, al joven Marx. De una imagen contenida en cuatro versos de Mefisto, en la escena del gabinete de estudio, dedujo su caracterización de la propiedad privada capitalista (que, con ello, aparece realmente como conquista mefistofélica, como obra del diablo).
Mefisto:

Si puedo pagar seis sementales,
¿no habrán de ser sus fuerzas las mías?
Si pasos has de dar fundamentales
en veinticuatro patas te confías.

Marx, como intérprete del Fausto, dice expresamente en relación con ese pasaje: «Lo que puedo pagar, es decir, lo que puede comprar el dinero, eso soy yo, propietario del dinero mismo. Tan grande como el poder del dinero es mi poder. Las cualidades del dinero son mías –de su propietario–, propiedades y fuerzas esenciales […]. Yo –según mi individualidad– estoy sin fuerzas, pero el dinero me da veinticuatro patas; de modo que no estoy sin fuerzas; soy un ser malo, deshonesto, sin conciencia, sin espíritu, pero el dinero es estimado y, por tanto, también su propietario. El dinero es el bien más alto, de modo que su poseedor es bueno, el dinero me evita además la molestia de ser deshonesto, por consiguiente se presume que soy sincero; carezco de espíritu, pero el dinero es el verdadero espíritu de todas las cosas y, ¿cómo podría carecer de espíritu su propietario? […] Como el dinero, en tanto que concepto existente y activo del valor, lo confunde y mezcla todo, la confusión y mezcla general de todas las cosas, es decir, el mundo al revés, es la confusión y mezcla de todas las cualidades naturales y humanas».

Cuando un lector, de esa forma, ve prefigurado en el pasado lo actual o lo futuro, y descubre lo presente, no observa de ningún modo eso que es presente y actual representado en forma directa. Lo mismo que cuando el director de tea­tro Goethe criticaba los dramas de su época que se limitaban a imitar, copiar, la realidad que tenían ante los ojos:

¿Qué es lo que a las gentes atrae tanto?
¿Por qué, una y otra vez, van a la escena?
En verdad es [solamente] un encanto,
como mirar por la ventana una vida ajena.

Más bien, el lector ve como reflejada su actualidad en las imágenes del antiguo texto y, apartado de esa forma de sí mismo, con agudeza visual y alienado hasta el reconocimiento: lo antiguo lo alecciona sobre lo nuevo. Porque Goethe no entendió en modo alguno la historia de la humanidad como un proceso progresivo lineal orientado hacia una meta, sino que calificó el ajetreo terrestre de «eterno retorno espiral y circular». También en sus esfuerzos poéticos orientó sus intereses gnoseológicos en ese sentido decididamente estructuralista, de modo cada vez más resuelto, hacia todo lo que, en condiciones históricas cambiantes y por ello con material lúdico diferente, se repetía como obedeciendo a una ley, hacia constelaciones semejantes a modelos. Al final manifestó: «Como matemático ético y estético, a mi edad avanzada debo concentrarme más en fórmulas, que son las únicas que hacen que el mundo me resulte comprensible y soportable».

Sin embargo, no quisiera investigar más ahora esas condiciones de posibilidad. Prefiero «ir al grano» y, al hacerlo, permanecer por un momento en lo económico, que Karl Marx mencionó en su lectura de los versos de Mefisto. En el primer acto del Fausto II, en la corte imperial, el enviado del infierno promete el saneamiento de la hacienda pública mediante la introducción del papel moneda. Así pues, éste es presentado como invento infernal. Y en efecto: las reservas de oro que deben respaldar las obligaciones del Estado, esos reconocimientos de deuda, no se encuentran en las arcas estatales sino que, como tesoros escondidos, están bajo tierra.

La universalidad del poema del Fausto se debe a que Goethe, que estudió Derecho, fue también científico y, como ministro, político (de ambas cosas se hablará enseguida), entendido en arte además, ingeniero de minas, teórico de la guerra y muchas otras cosas. Y en su biblioteca había también cuarenta y seis obras de economía política. En ese campo era claramente competente, y una observación que hizo en 1829 muestra cuánto valoraba la importancia de las cuestiones económicas, y con qué lucidez consideraba las repercusiones en el comportamiento humano de los cambios financieros y económicos radicales: la «animación del comercio, el trasiego de los billetes de banco, el aumento del endeudamiento para pagar las deudas, ésos son los monstruosos elementos a que un joven se ve actualmente expuesto».

Un modelo para ello lo había proporcionado el escocés John Law, banquero y teórico económico, que en 1716, en Francia, mediante la fundación de un banco y la emisión de papel moneda de cobertura insuficiente, amortizó todas las deudas del rey, logrando un descenso de los intereses y un auge económico general… hasta que su experimento de aumentar continuamente el dinero en circulación terminó en una crisis económica cargada de consecuencias. Decididamente desconfiado por las experiencias de su propia época (en concreto por los assignats de la Revolución francesa, las órdenes de pago del Empréstito público austríaco y los bonos del Tesoro prusianos del siglo xix), Goethe sabía muy bien que el paso de la moneda al papel moneda, mucho más ágil, y a un sistema crediticio era capaz de liberar poderosas fuerzas económicas, que el aumento del volumen de dinero podía llevar incluso a un incremento del producto nacional y de la cifra de negocios… siempre que no redundara en un alza de precios, es decir, que el potencial de producción no se agotara. Pero sabía también que la creación de papel moneda por Mefisto mediante un aumento brusco y desmesurado del dinero en circulación, a través de la emisión de obligaciones sin cobertura y sin ir acompañado de una mayor productividad que correspondiera a una demanda con poder adquisitivo, anunciaba una catástrofe inflacionaria.

Mientras la corte y el imperio se precipitan en una desenfrenada fiebre consumista, gracias a las nuevas masas de papel, sólo el viejo bufón de la corte se comporta de un modo diferente. «¿Podré comprar tierra, casa y ganado?», pregunta a Mefisto. «¿Y castillo, con bosque y caza, y arroyo de peces?… ¡Pues esta noche disfrutaré de mis posesiones!». Mefisto: «¿Habrá quien ponga en duda de este bufón las razones?» (lo que quiere decir sus conocimientos económicos, que hacen que, anticipándose a la inflación, se decida por los bienes raíces). Quien –por utilizar las palabras del propio Goethe– «haya corrido algo de mundo y tenido alguna experiencia», observará que en el Fausto puede aprenderse incluso el abecé de un asesor de inversiones de hoy.

Pasemos ahora, para cambiar de tercio, a asuntos científicos. Cuando el filósofo Karl Jaspers, en 1947, fue galardonado con el Premio Goethe de la ciudad de Fráncfort, habló de «nuestro futuro y Goethe» y declaró: «El mundo de Goethe es la conclusión de siglos de Occidente, una realización última, cumplida aún, y que en todas partes ha pasado ya al recuerdo y la despedida. Es el mundo del que, sin duda, ha surgido el nuestro, pero del que el nuestro se ha alejado tanto que Goethe parece más próximo a Homero que a nosotros».

Sin pensar que incluso Homero, después de diez, y mucho más de trescientos años, podría también «parecer distinto», Jaspers basó su apodíctico juicio, en primer lugar, en que Goethe se cerró a la ciencia moderna y al «mundo que surgía con ella, sin haberlos comprendido […]. Ese mundo se ha perdido ante lo que ahora es, en cualquier caso, nuestro destino y significa una dimensión del hombre y una nueva tarea inaudita, que hemos de acometer si queremos vivir».

Ha pasado ya con creces medio siglo. Cuando se trata de agentes del servicio secreto, espías o terroristas, se habla a veces de durmientes, implantados en algún lado y que, durante mucho tiempo, se comportan de una forma totalmente discreta, sin llamar la atención en modo alguno, hasta que se los despierta desde el exterior y entran en acción. También en las obras de arte hay esos durmientes, también en las obras poéticas hay pasajes que parecen dormitar.

El trato con ellos resulta a veces un número de equilibrio un tanto arriesgado. A eso se refería la irónica exhortación de Goethe: «Al interpretar, ¡sed audaces a destajo! Y si algo inventáis, po­ned­lo debajo». Como ejemplo puede servir lo que dice Fausto, en el paseo de Pascua, sobre los experimentos médicos de su padre durante una epidemia de peste. Se trata de antiguas recetas de alquimistas, escritas en jerga profesional, es decir, en el hermético lenguaje de imágenes de los iniciados: león rojo, por ejemplo, significa un óxido de mercurio considerado masculino, lirio designa un ácido clorhídrico femenino, y la joven reina del cristal (la redoma) apunta finalmente al cloruro de mercurio, considerado entonces como medicamento. Los versos de Fausto dicen:

Había un león rojo, pretendiente audaz,
en el tibio baño, esposado al lirio.
Y entonces los dos, con su fuego voraz,
sufrieron en las cámaras martirio.
Apareció luego, con colores que ar­dían,
la joven reina del cristal,
era el medicamento, los pacientes morían.

En relación con un análisis psicoanalista de 2001 del Fausto, se dice (simplemente por desconocimiento de ese vocabulario): «El Leu, león, es el espermatozoo; el lirio el óvulo; se unen y se convierten en reina. Al parecer, el padre de Fausto consideró ese estadio como un medicamento, el cual, sin embargo, no era eficaz». Al desconocer el uso por Goethe del lenguaje alquímico, habría que asociar hoy esos versos de una forma casi ine­vi­ta­ble, bajo la influencia de una investigación biomédica avanzada, con la investigación de células madre embrionarias y las expectativas terapéuticas puestas en ellas: una actualización sólida que, sin embargo, se basa en una interpretación evidentemente errónea del texto. Buscaré por ello un ejemplo más sostenible.

En el segundo acto del Fausto II, Fausto y Mefisto han entrado en el «laboratorio» del profesor Wagner. Éste, excitado, murmura en voz baja: «Está a punto de consumarse una obra grandiosa». Mefisto, más bajo: «¿De qué cosa se trata?» Wagner, más bajo aún: «Un ser humano es la cosa». Según las acotaciones escénicas, ese bioquímico trabaja con aparatos alquímicos. Por ello, con toda razón, se lo ha relacionado con esfuerzos análogos de los alquimistas pansofistas de los si­glos xvi y xvii. Con las instrucciones –escribe Paracelso– sobre cómo era posible «que naciera un ser humano fuera del cuerpo femenino y de una madre natural». Su receta in vitro extracorpórea termina con la indicación: al final «surge un auténtico niño humano vivo […]. Pero, al ser mucho más pequeño, lo llamamos Homúnculo».

En diciembre de 1826 anotó Goe­the cómo proyectaba esa cuestión: Mefisto debía persuadir a Fausto para que visitara a su antiguo ayudante, «el doctor y profesor Wagner, ahora en la universidad, al que los dos encuentran en su laboratorio, sumamente ufano porque acaba de crear un hombrecito químico. Éste rompe en ese instante el luciente receptáculo de vidrio y aparece como enanito vivo, perfectamente formado».
Sin embargo, la escena del laboratorio, escrita tres años más tarde, tiene un aspecto muy distinto. Se trata ahora, en relación con el objetivo propuesto, de un experimento fracasado. Porque de ningún modo «se crea allí un ser humano» que rompa la probeta y cobre vida de inmediato. Lo que se ha logrado «cristalizar» en el laboratorio (así dice el profesor Wagner) sigue, por el contrario, encerrado en la redoma, desde la cual la voz de ventrílocuo del paracélsico Homúnculo hace saber que «sólo ha venido al mundo a medias», tratando sobre todo de buscar «cómo puede surgir y transformarse». Porque, irrumpiendo en la receta de los antiguos alquimistas, los investigadores científicos contemporáneos han empezado a colaborar en el poema del Fausto. Entra en juego la síntesis de la urea de Friedrich Wöhler, que hizo época.

Wöhler había escrito a su maestro Berzelius en Estocolmo sobre una sustancia cristalina obtenida mediante la isomerización del cianato de amonio, y su identidad con la urea animal: «Tengo que decirle que puedo hacer urea, sin necesidad de […] riñones». Y luego: «¿Puede considerarse esa creación artificial de urea como ejemplo de la creación de una sustancia orgánica a partir de materiales inorgánicos?». Berzelius respondió de forma sumamente irónica a su antiguo ayudante, de la Escuela de Formación Profesional de Berlín: «Si se lograra avanzar algo más en la capacidad de producción […], qué maravilla sería hacer un niño, por pequeño que fuera, en el laboratorio de esa escuela… ¿Quién sabe? Debería de ser posible». Como más alta autoridad en el campo de la química, compartía también la opinión dominante de que no podía esperarse «crear artificialmente materias orgánicas».

Eso ocurría en febrero de 1828. En agosto, Berzelius fue a visitar a Goe­the; indudablemente, habló entonces a su anfitrión ansioso de ciencia de la cristalización sintética de la urea por parte de Wöhler y no ocultó la reserva fundamental de los químicos ante la posibilidad de «hacer un niño, por pequeño que fuera, en el laboratorio de la Escuela de Formación Profesional». Y Goethe no había dejado de aprender.
Lo que Wöhler, acogido de forma tan negativamente escéptica por Berzelius, aportó de esa forma a la escena del laboratorio tuvo extraordinarias consecuencias para el poema del Fausto. El experimento fracasado o, mejor, detenido a mitad de camino reclamaba una continuación todavía no prevista en el borrador de Goethe. El Homúnculo, se decía ahora, «quería surgir». Y en los consejos que el antiguo filósofo de la naturaleza Tales, y Proteo, el antiguo dios de las transformaciones, dan para ello en la «Noche de Walpurgis clásica» podían aparecer ideas para cuya validez desde el punto de vista de la historia natural no nos han abierto hasta hoy los ojos: «En lo húmedo ha nacido algo vivo». Y «¡Deberás comenzar en el amplio mar!».

Un delfín llevará la redoma del Homúnculo a las acantiladas bahías del mar Egeo, donde, en un acto exaltadamente orgiástico, se estrellará contra el carro de conchas de Galatea, y la sustancia cristalizada de Wagner se disolverá en el elemento del que procede la vida orgánica. Así termina el segundo acto. Y, tras el más audaz corte entre dos actos que haya establecido nunca un dramaturgo (según las mediciones actuales, abarca sin duda tres mil millones y medio de años), el ser humano se encuentra, con los versos introductorios del tercer acto, ante el arquetipo de la belleza femenina: «Yo, Helena a la que mucho se ha admirado y vituperado mucho / vengo de la playa [es decir, del mar, del agua] donde acabamos de saltar a tierra».

De esa forma, la frase referida al mar que Tales dirige al Homúnculo («Allí te moverás según eternas normas [¡leyes naturales!], / adoptarás millares de formas, / y tiempo tendrás para ser hombre») aparece claramente como fórmula gráfica para la aparición de la vida y la filogenética evolutiva del ser humano. Lo que desarrolló el autor del Fausto con su enfoque morfogenético de la doctrina de las metamorfosis, a partir de los datos de la ciencia y la filosofía natural de su época, corresponde hoy a las teorías sobre una fase química prebiótica de la aparición de las formas orgánicas, así como a las ideas de la configuración selectiva de una información genética basada en la autorreproducción y la mutagénesis, y –cito al bioquímico Manfred Eigen– de una inmanente “intencionalidad del proceso de evolución” que ha determinado, bajo el control de las leyes naturales, la evolución de la vida desde el sistema molecular hasta el ser humano».

Por último, los aspectos políticos. Escenario del último acto del Fausto II es, al principio, la pequeña cabaña de la pareja de ancianos, Filemón y Baucis. Un jardincito, algunos tilos, también con troncos huecos y una capilla en ruinas, en la que la piadosa pareja tañe la campanita. Muy próxima, la imponente sede de Fausto, al que hay que imaginar centenario: «Palacio, vasto jardín de recreo, un canal grande y rectilíneo…». Esas acotaciones eran para los contemporáneos de Goethe escenario y señal de lectura inconfundiblemente políticos: remitían al arte de jardinería francés, cuyo paradigma eran el palacio y parque de Versalles, quintaesencia del Estado monárquico y absolutista. Cabaña, pues, y palacio: son una fórmula de oposición binaria que se remonta a Horacio, Séneca y Virgilio, y que acababa de ser políticamente actualizada por el lema de las tropas de la Revolución francesa: «¡Guerra a los palacios! ¡Paz a las cabañas!».

Cuando Mefisto pone ante los ojos de su amo, anciano y sombrío, su extenso imperio ribereño recuperado del mar –«Confiesa pues que, desde aquí, de este palacio / tu brazo abarca del mundo el espacio»–, Fausto responde, echando espuma de rabia:

¡Ese maldito aquí!
Es lo que resulta enojoso para mí.
A ti, tan hábil, tengo que decir
que sin pausa me punza el corazón
¡y me resulta imposible de sufrir!

En un comentario muy difundido hace cincuenta años al menos, se decía que Fausto quería «adquirir esa cabaña [la de Filemón y Baucis], con su terreno, porque desde allí tendría la mejor vista sobre sus posesiones». El anciano, efectivamente, decía eso, pero la cuestión no es en absoluto tan inocente. También al respecto hemos tenido, al fin y al cabo, «alguna experiencia». Si Fausto, que se propone ni más ni menos que dominar el mundo, se enfurece por dos tilos podridos en una duna de arena, por una barraca de madera en ruinas y una capilla, no se trata en realidad más que de un fenómeno fundamental del poderío político: la esencia intemporal del poder totalitario que, por el más pequeño enclave, hasta por el elemento más diminuto discrepante y autónomo («resistencia y testarudez», como dice Fausto), se ve puesto en entredicho como dominio ilimitado. Fausto mismo lo dice: «El libre arbitrio poderoso / se estrella contra esa arena». Y también: «Los escasos árboles que no son míos / me arruinan la posesión del mundo». Antes aún, envuelto en una formulación extraña, dice que los dos ancianos que se resisten son para él «una espina en los ojos, una espina en los pies».La «relación intertextual» de esas palabras remite al Libro de los Números, donde se habla de la Tierra de Promisión. Porque cuando el Señor ordena a los hijos de Israel apoderarse de Canaán, expatriar a sus habitantes y destruir sus ídolos, imágenes y santuarios, dice: «Y si no echareis a los moradores de la tierra, aquellos que dejéis se convertirán en espinas en vuestros ojos y aguijones en vuestro costado, y os acosarán en la tierra en que habitéis» (33, 55). Esas palabras bíblicas que han pasado al discurso del Fausto son la formulación de una historia antiquísima y siempre desgraciada de expulsiones por medio de la violencia.

«¡Ve, pues, y apártalos de mí!» Y Mefisto llama con «un silbido penetrante» a sus Tres Violentos. Durante la expulsión, Filemón y Baucis mueren, ardiendo en su miserable cabaña de troncos, con los tilos y la capilla. Mefisto se dirige al espectador, que entonces conocía aún la Biblia:

También aquí sucede lo que hace tiempo pasó,
porque a la viña de Nabot eso mismo ocurrió.

En efecto, en el Antiguo Testamento se cuenta cómo el piadoso Nabot se niega a entregar su viña situada cerca del palacio real, que el soberano codicia, y cómo fue muerto y el rey Acab se apoderó de su posesión. «Espina en los ojos, espina en los pies y a la viña de Nabot eso mismo ocurrió»: lo mismo que ese drama humano se remonta a la noche de los tiempos, apunta igualmente hacia el futuro. Porque cuanto más se tensa la cuerda del arco, tanto más lejos puede volar la flecha.

Cuando, en el semestre de invierno de 1989-1990, en Gotinga, me ocupaba en una clase de la escena del palacio imperial del primer acto del Fausto II, ello coincidía exactamente con las semanas, sumamente dramáticas, del derrumbamiento de la República Democrática Alemana. En esa gran escena en el «Salón del trono» se presenta el centro de poder del Imperio. Quizá podría volverse a leer en el sentido de cómo los informes sobre la situación del, realmente así llamado, Consejo de Estado, dibujan la imagen o, mejor, el modelo de un Estado que se desmorona. Reinan la injusticia pública, la violencia ilegítima y la corrupción generalizada. La quiebra del Estado avanza inconteniblemente. El mando supremo de las fuerzas armadas no controla ya sus tropas. «El creciente tumulto de la rebelión», puede leerse, hace estragos en un país que se ha vuelto ingobernable, e incluso en la sede del Consejo se oye el murmullo de la multitud, de la masa, que ha perdido toda esperanza de que la situación mejore. En aquel momento era totalmente superfluo mencionar los acontecimientos que, fuera del aula de Gotinga, más allá de la frontera, a sólo quince kilómetros, estaban teniendo lugar. No había nadie que no hubiera comprendido por sí mismo cómo lo que ocurría fuera reflejaba y explicaba lo leído dentro, lo nuevo lo viejo; ni que aquella pieza de museo digna y polvorienta era en realidad un excitante pasaje de literatura actual.

Fausto está luego, en el último acto, en el patio anterior de su palacio, y los deseos de ese hombre centenario se dirigen, más allá de todo lo que cree ya logrado, a una nueva tierra gigantesca arrebatada al mar, que debe «abrir espacios a millones de hombres». Lo ve, con los ojos de su mente, cuando pronuncia los famosos versos:

Quisiera ver una multitud que vibre,
estar, en libre suelo, con un pueblo libre.

Cae hacia atrás agonizante, como un segundo Moisés al que el Señor deja ver de lejos la Tierra de Promisión que nunca llegara a pisar. En Alemania, la interpretación enaltecedora y politizante de Fausto se basa en esos versos, ya en la época guillermina, y luego (con distinta orientación) en la de los nacionalsocialistas y, finalmente (otra vez con orientación distinta), en la de los dirigentes y funcionarios culturales de la República Democrática Alemana. Todavía hoy, esos versos, que el presidente del Consejo de Estado, Walter Ulbricht, consideraba como presentimiento visionario del primer «Estado de Obreros y Campesinos» en suelo alemán, se encuentran en el edificio de la entrada sur de la antigua Stalinallee de Berlín. ¡Dignos de conservarse!

Sin embargo, los pronunció un déspota que acababa de movilizar incondicionalmente a una multitud entregada y hacía que su capataz Mefisto azuzara a las columnas de trabajadores forzosos. Un anciano que se ha quedado ciego y cree escuchar las palas de los esclavizados, mientras los lémures cavan ya su tumba. «¡La huella de mis días en la Tierra / no podrá ser borrada en eones!» Sin embargo, Mefisto murmura en un aparte:

De todas formas estáis perdidos,
los elementos con nosotros coludidos,
y todo corre ya a su perdición.

Ambas cosas están una al lado de otra, irreconciliables, indecisas, y de esa forma se refleja el problema central del hombre en los tiempos modernos, que se encuentra tras los pasajes tar­díos del poema del Fausto, escritos al comienzo de la Revolución Industrial. Porque en los trabajos del gigantesco proyecto de Fausto de construir un canal arde ya el fuego de las máquinas de vapor: «Hacia el mar corrían brasas encendidas, / mañana habría allí un canal». A la disputa entre los exégetas de una interpretación positiva o negativa del personaje de Fausto (como figura modélica y ejemplar que incesantemente se esfuerza, o como protagonista, desesperadamente sumido en el crimen, del pasajero hundimiento) corresponde el cisma entre los pronósticos optimistas y pesimistas sobre el resultado de lo que ha comenzado con nuestras injerencias en la naturaleza preexistente, el desciframiento de los genomas, la nanotecnología o una robótica de base informática.

En el Frankfurter Allgemeine Zeitung del 19 de junio de 1999, Otto Schily escribió que todo el mundo «debería haber leído dos libros: la Biblia y el Fausto de Goethe». No es mal consejo al ve­nir de un ministro federal del Interior (especialmente si sabe distinguirse entre esos dos libros y no se considera ya al Fausto, como se pretendía en contra de los esfuerzos de Goethe, como una «literatura europea, incluso mundial», en calidad de Biblia de los alemanes). El anciano, muy al final de su vida, confiaba en ello: en que esa obra literaria «siga divirtiendo a la gente y la inquiete», es decir, nos divierta también hoy a nosotros, espectadores de teatro o lectores, nos alegre y: nos inquiete, haga pensar, incite y motive.

 

Traducción de Miguel Sáenz

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