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El último gran poema griego

DIONISÍACAS. CANTOS XXXVII-XLVIII

Nono de Panópolis

Gredos, Madrid

Trad. de David Hernández

364 pp.

45 €

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La literatura griega antigua comienza con la Ilíada en el siglo VIII a. C. y concluye con las Dionisíacas de Nono (o Nonno) de Panópolis, a mediados del siglo V d. C. Es decir, unos mil doscientos años separan el primer poema épico conservado de este último producto de esta brillante tradición poética. Doce siglos después de Homero, Nono de Panópolis –una ciudad egipcia del curso medio del Nilo– compuso su gran epopeya siguiendo las pautas del más antiguo de los géneros literarios. Los mitos griegos y los dioses y héroes clásicos vuelven con todo su esplendor en los hexámetros del poema de Nono, más extenso que sus arcaicos paradigmas.

Las Dionisíacas, con sus cuarenta y ocho cantos y sus más de veintidós mil versos, parece rivalizar con la Ilíada y la Odisea, divididas en veinticuatro cantos cada una, y con dieciséis mil y trece mil y pico versos, respectivamente. En extensión supera a todos los poemas griegos anteriores. Es, en efecto, un poema larguísimo, de múltiples episodios, que tiene como protagonista –de ahí su título– no a un héroe, sino a un dios, el más aventurero y extraño de los dioses del Olimpo, el dios de la máscara y el teatro, del vino y el éxtasis, Dioniso. Dios y héroe a la vez, el dios del evohé, el festivo Baco, está presente a lo largo de toda la narración, que discurre siguiendo los trazos de una biografía o un encomio de su arrolladora figura y sus milagros y hazañas bélicas y eróticas. Nono ha recogido todos los relatos míticos acerca del dios, desde su prodigioso doble nacimiento hasta su regreso tras el desaforado y triunfal viaje por la India, y vuelve a contarlos con un lenguaje recamado de brillantes epítetos y pintorescos decorados, con un singular barroquismo.

La obra resulta desconcertante cuando se piensa en su preciso contexto histórico. En pleno siglo V d. C., en esa ciudad egipcia bautizada con el nombre helénico del viejo dios Pan, la más antigua mitología pagana resucita con todo su esplendor retórico y un raro entusiasmo poético en estas Dionisíacas. Recordemos que, desde mucho antes, los cultos del viejo paganismo habían sido ya, después de los decretos de Constantino y Teodosio, abolidos en todo el Imperio Romano, y el cristianismo, incluso en el viejo Egipto, se había impuesto como religión oficial con su rigor dogmático y su pompa teológica. (Para complicar más la cuestión, debemos añadir que el mismo Nono escribió otra obra, de tema cristiano, una Paráfrasis al Evangelio de San Juan, en tres mil quinientos hexámetros, a la que luego aludiremos).

¿Cómo calcular el impacto y el impulso espiritual de tan monumental canto a la figura y la gloria del dios pagano, el más juerguista y más milagrero de los olímpicos, con toda su panoplia mitológica, en esa época tan tardía, cuando los santos cristianos y los eremitas de la Tebaida ofrecían sus ejemplos de los nuevos caminos de salvación y otra fe severa y firme? ¿Era Panópolis un oasis de refinamiento cultural, donde florecía la poesía antigua, con toques eruditos como en la Alejandría ptolemaica? ¿Qué bibliotecas y afanes doctos tenían esos círculos en que se educó Nono, quien dejó luego, según parece, una escuela poética en Egipto? Dejemos la cuestión a los eruditos y los especialistas en tan distante zona y época. El caso es que nos encontramos con la última gran epopeya según las normas del género. Recordemos que Homero seguía siendo el autor por excelencia, el que aún se leía en las escuelas helenísticas, y el más documentado en los papiros egipcios. Y todavía en el siglo IV d. C. tenía continuadores esforzados: valga como buen ejemplo el poema de Quinto de Esmirna, Lo de después de Homero (o Posthoméricas), que lo continúa y cuenta lo que el autor de la Ilíada no cantó, lo que sucedió desde los funerales de Héctor hasta el final de la larga guerra de Troya y los regresos de los aqueos. Quinto da una narración más escolar y mucho menos airosa y original que la de Nono, pero, por otra parte, redacta un poema épico merecedor de una atenta lectura (y el lector actual puede hacerla con facilidad en cualquiera de las tres traducciones españolas recientes).

Nono es, pues, el último epígono de la gran tradición épica, émulo lejano del gran patriarca, pero también discípulo aventajado de poetas alejandrinos como Apolonio de Rodas y de Calímaco, y quizá de los latinos Virgilio y Ovidio, que pudo haber leído. Es decir, también se inspira en la poesía helenística, con su sensibilidad refinada en el tratamiento de las escenas míticas, con sus descripciones pictóricas y sus temas amorosos y tonos eróticos, ausentes en Homero. Esta épica culta no tiene la raigambre popular y la dicción formularia que dan a la Ilíada y la Odisea su atractivo telón de fondo, así como su fuerte tensión trágica, aunque su vocabulario sea en gran medida el mismo de Homero y sus continuadores, y sus dioses y héroes los mismos de muchos siglos antes, sólo que ya meros fantasmas de la literatura arcaizante. Nono nos resulta amanerado y prolijo en sus pintorescas escenas, en su riquísimo vocabulario y en sus epítetos eruditos y prolijos. Se ha dicho de él que es un autor barroco, creo que con mucha razón: busca el efectismo, el colorido abigarrado, se recrea en la erudición y en los detalles decorativos. Escribe para gentes como él, fanáticos de la fabulosa y mítica epopeya heroica. Está, en definitiva, marcado, abrumado por su fabulosa herencia y, pese a su esfuerzo y entusiasmo, carece del impulso fresco de la épica temprana.

Su extenso poema está construido sobre un esquema biográfico. En los primeros doce cantos se cuentan los orígenes del dios, sus antecedentes tebanos en la familia de Cadmo y Sémele, con el mito de Dioniso Zagreo, y su nacimiento e infancia. Los veintiocho cantos siguientes cuentan sus aventuras en la India y sus tremendos combates contra el rey Deríades. Los ocho cantos finales celebran su triunfo y su regreso a Grecia y su ascensión al Olimpo. Los episodios son múltiples, y no faltan las notas eróticas en los apasionados amoríos del dios con algunas ninfas, tan bellas como esquivas, como Nicea, Palene y Aura. Los últimos cantos –que están recogidos en el tomo recién traducido– son de los más interesantes. En ellos encontramos la muerte del rey indio Deríades –que recuerda a la de Héctor a manos de Aquiles– y episodios famosos de su retorno a Grecia, como el encuentro con Ariadna, el enfrentamiento con el rey de Tebas Penteo –ya contado de modo trágico por Eurípides en sus Bacantes– y algunos otros muy interesantes y novedosos, como el que trata de la fundación de Bérito (Beirut) por Poseidón o el amor furioso por Aura. La variedad de temas y combates y las numerosas presencias divinas animan mucho estos últimos cantos, que concluyen con el ascenso de Dioniso al Olimpo, donde se sienta al banquete en la mesa de su padre Zeus, con sus hermanos Hermes y Ares.

Por primera vez tenemos a nuestro alcance, al fin, traducido por entero el extenso poema de Nono al castellano, gracias al esfuerzo y la pericia filológica de David Hernández de la Fuente. Con este cuarto tomo concluye esta versión, tan excelente por su precisión y elegancia como bien acompañada por notas, que en muchos casos le resultan indispensables al lector moderno, incluyendo a quien tiene algunas lecturas de textos clásicos, porque, como se ha señalado, los personajes son muy numerosos y se mezclan los episodios famosos –como ese enfrentamiento de las bacantes con Penteo– con otros más raros, en unos decorados vistosos y a menudo exóticos. (En estos mismos años han aparecido nuevas versiones al francés y al italiano, con notas no menos numerosas).

Son, desde luego, raros los ecos de Nono en la literatura moderna, como era de esperar dada la dificultad de su lectura y el aire barroco de su mitología. Pero habría que recordar su influencia en un libro que tuvo, hace ya veinte años, notable éxito de público: Las bodas de Cadmo y Harmonía (1988) de Roberto Calasso, que, con su regusto alejandrino en la evocación de escenas míticas, albergaba en muchas páginas un homenaje a muchas escenas de Nono, tan citado como Ovidio. A los aficionados a la mitología y los encantos de la fabulación mitológica griega les recomiendo la lectura de esta larga narración de los enrevesados episodios y aventuras peregrinas de este dios inquieto e inquietante, de las pasiones y los triunfos de Dioniso-Baco. El texto es una primicia para los lectores españoles, los que quieran atreverse a una excursión por los territorios míticos y fabulosos de antiguo prestigio. Pero los inexpertos en mitos deberán abstenerse o prepararse bien para los vericuetos del camino fabuloso. Es fácil perderse en esta selva de nombres antiguos y extraños, entre tantas figuras divinas o heroicas, y en parajes a veces tan exóticos y en encuentros tan fantásticos. Puede servir de guía y comentario para muchos pasajes el libro que David Hernández de la Fuente acaba de publicar al mismo tiempo que se edita este tomo final, un erudito y riguroso estudio filológico sobre Nono, muy original dentro del campo de la filología clásica, bajo el título de «Bakkhos Ánax». Un estudio sobre Nono de Panópolis (Madrid, CSIC, 2008).

Pero la noticia que aquí querría destacar es ésta. El último y más extenso de los poemas épicos griegos, el relato mitológico más rico y variopinto de toda la literatura helenística, está por fin traducido, con extremada pericia, a nuestra lengua. Ha tardado en llegar al castellano, pero cuantos apreciamos la literatura antigua, y la épica, en su variada riqueza, debemos felicitarnos de esta versión española, tan directa y bien anotada.

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