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Las comprometidas voces literarias de la historia

WALTENBERG

Hédi Kaddour

Edhasa, Barcelona

Trad. de Gregorio Cantera

896 pp.

39 €

A CIEGAS

Claudio Magris

Anagrama, Barcelona.

Trad. de José Ángel González Sainz

376 pp.

19 €

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El año 2006 se fue dejando en las librerías dos novelas que comparten el nada fácil propósito de dar voz al lado oscuro de la historia del siglo xx: A ciegas, la última novela de Claudio Magris, y Waltenberg, la colosal novela histórica de Hédi Kaddour, un escritor, poeta y traductor francés de origen tunecino. A ellas debería añadirse, para lograr una composición de lugar más amplia, Austerlitz de W. G. Sebald (Barcelona, Anagrama, 2002) y Sefarad de Antonio Muñoz Molina (Madrid, Alfaguara, 2001). No son los únicos casos de novelas en las que el lirismo pseudotestimonial y lo histórico se entrecruzan, pero creo que sí son lo suficientemente representativos de algo que apunta incluso visos de género: el de la novela histórica lírica, o quizá habría que decir el de la novela histórica culta e hiperliteraria. Creo que, en cambio, y para hablar de dos éxitos notables en el terreno de la novela histórica con capacidad de inducir a una reflexión moral, tanto Soldados de Salamina de Javier Cercas (Barcelona, Tusquets, 2001) como Les bienveillantes de Jonathan Littell (París, Gallimard, 2006) responden a un modelo distinto, en el que la trama (el plot)sujeta y acaso distorsiona la lógica aterradora de los hechos (más en Cercas, mucho menos en Littell, en cuya novela lo aterrador aflora e incluso se vuelve asfixiante).

No sé si las de Kaddour y Magris son verdaderamente buenas novelas. Son sin duda novelas sólidas y ambiciosas. Pero sólo puedo decir, con prudencia, que a mí me han creado problemas como lector: problemas de orden literario y, en cierto modo, de orden moral. Tengo sobre estas dos novelas unas reservas de orden diverso, aunque siempre vayan a dar en lo mismo: en el problema de narrar la historia sin añadir daño sobre el daño u oscuridad sobre la oscuridad (aunque no sea adrede, pues también en la literatura es posible equivocarse con las mejores intenciones). En ellas se percibe, particularmente en la de Claudio Magris, una especie de retórica de la literariedad que convierte la voz del protagonista más en un ejercicio de estilo que en un testimonio capaz de conmover al lector. Y digo esto con mucho pesar y con el máximo respeto por Magris, un escritor sabio y en general admirable. Tampoco querría negarle al libro de Kaddour sus momentos gloriosos, sobre todo el arranque: la memorable carga de los dragones franceses a caballo en la Primera Guerra Mundial, o el debate filosófico en Waltenberg entre Merken, «el jabalí de la Selva Negra», Maynes o Regel; uno piensa en el debate entre Heidegger y Cassirer en Davos, y se pregunta: ¿por qué no novelar eso directamente? Al fin y al cabo, Davos era también el lugar donde Thomas Mann situó su famoso sanatorio en La montaña mágica.

Si uno está dispuesto a dejar que el escritor profesional se cuele en las novelas de género, e incluso espera de él precisamente eso –este sentido de la artesanía eficaz y este recurso hábil a la retórica de la ficción–, en ese otro tipo de libros, en cambio, uno esperaría otra clase de, vamos a decirlo así, habilidades o capacidades retóricas, matizadas o enriquecidas por la fuerza moral del testimonio. Pero, claro, cuando el autor no es más que testigo de su propia literatura, entonces hay que andar con mucho tiento. No hace mucho leí El dolor de la guerra, de Bao Ninh (Barcelona, Ediciones B, 2005), una novela extraordinaria, estremecedora y apabullante, en la que la lógica narrativa rompe constantemente la linealidad temporal, y en la que la voz narradora no amortigua nunca la fuerza de los hechos, que arrastran constantemente al lector al centro mismo del horror de la guerra del Vietnam y lo enfrentan a una comprensión de todo aquello que nunca saldrá en los libros de historia y que no hay cineasta capaz de filmar sin convertirlo en un espectáculo. Pues bien, eso, que sólo la gran literatura preserva para la memoria, y que, sin duda, no está exento de lirismo, no puede estar en las novelas de Kaddour y Magris, por muy hábiles y sólidos que fueran sus planteamientos literarios. Falla la inmediatez del testimonio, que en el caso de Bao Ninh, por cierto, es mucho menos que la verdad literaria, o por lo menos no es, de ninguna manera, una garantía de esta verdad. En el escritor vietnamita se dan ambas cosas: la potencia del testimonio, que se traduce en una suerte de prosa catártica y a la vez como de sonámbulo, y una poderosa intuición y habilidad narrativas. En Magris y Kaddour sólo puede haber lo segundo, y eso debe, necesariamente, servir para compensar la ausencia de la fuerza del testimonio. No basta con escribir (Magris, p. 262): «Atravesar la noche, atravesar el mar». El lector ha de sentir, de algún modo, que quien escribe eso (no el personaje imaginario en cuya boca se ponen estas palabras) ha atravesado el mar y la noche, y si no lo ha hecho, porque ha tenido la suerte de ahorrarse el viaje real al corazón de las tinieblas, entonces debe imprimir en su prosa una intensidad que empuje al lector a sentir como si quien le escribe realmente hubiera vivido esto. Una prosa elusiva, por muy bella, elegante y elocuente que sea, no logrará más que un desapego creciente por parte del lector, que acaba sintiendo la urgencia de un saber que el libro le niega. ¿Quiere decir esto que la novela sirve para estimular estas ansias de saber? No lo creo.

El lector de Bao Ninh, por ejemplo, queda devastado por el dolor de la guerra más allá de la historia objetiva de estos hechos. El lector de A ciegas sospecho que sólo puede sentirse impulsado a querer saber todo lo que está detrás de la novela, su estructura profunda, por así decirlo, sin que la belleza de la obra le haya servido de mucho más que de lectura apacible y soñolienta de una novela de hoy en día bien hecha, pero en cierto modo vacía. La escritura acaba produciendo una especie de lógica autogeneradora de frases que, en lugar de llevarnos al núcleo mismo del drama, nos aleja hacia el confort de una sabiduría meramente literaria. Al literaturizar la historia de este modo no se incurre tanto en un falso embellecimiento como en una especie de escamoteo del material, cuya fuerza intrínseca resulta mucho más estremecedora e interesante que su sublimación mediante una voz literaria inteligente, aunque demasiado calculada.

Podría pensarse que la memoria histórica sólo puede expresarse como una forma dislocada y enloquecida de memoria. La supuesta voz del ángel de la historia de Walter Benjamin sólo puede funcionar como un grito ensordecedor, como el ruido y la furia del relato de un loco (y es un loco, aunque demasiado literariamente autoconsciente, sin duda, el protagonista de A ciegas). Nada le es más ajeno a esta voz, podríamos suponer, que el «érase una vez» de los cuentos y, por lo tanto, más valdría el recurso a una especie de Beckett con gran estilo (y hay algo de Beckett domesticado en A ciegas). Ahora, habría que pensar seriamente si Beckett y el grand style están hechos el uno para el otro y si no son, en realidad, dos mitades incompatibles y procedentes de cuerpos distintos. La literatura del siglo xx acabó generando una suerte de lógica implícita de los registros, y esta lógica está más cerca de la lógica de los registros de la retórica clásica de lo que parece: no todo sirve para todo, y no todas las historias pueden contarse igual ni todos los personajes pueden hablar indistintamente en un registro o en otro. Hay una ley no escrita (una intuición literaria elemental, si se quiere) que no permite usar a Faulkner, a Thomas Mann, a Musil, a Beckett o a Dos Passos como un simple recurso para colorear estilísticamente el propio relato. En este sentido, el trabajo de Hédi Kaddour es mucho más coherente con esta lógica que el de Magris (aunque uno, real­mente, hubiera esperado de Magris todo lo contrario: un dominio total y fino de estos registros dados por una tradición en cierto modo inmediata y a mano). Sin embargo, si Magris ignora tal lógica de los registros, parece como si Kaddour, en cambio, la trivializara.

En Waltenberg de Kaddour el problema no es el lirismo, o no en el mismo grado que en A ciegas, aunque muchos episodios produzcan la sensación de la misma perspectiva elusiva e innecesariamente elíptica, en los que se percibe más un guiño, de nuevo, a la buena conciencia literaria que a la verdadera necesidad del relato. Porque, ¿qué sentido tiene camuflar personajes como Heidegger, Keynes, Malraux o incluso Condoleezza Rice y dejar, en cambio, que otros, como Alain-Fournier, aparezcan tal cual? Waltenberg es un relato trenzado en el que el amor y la traición, la entrega y la duda ante las grandes causas, aparecen como una lógica de pasiones nítida que explica, incidentalmente y como de paso, la irracionalidad de la historia del siglo xx. Pero, realmente, ¿quién podía esperar que la razón histórica se expresara más allá de la renqueante justicia poética, que no se deja oír, por cierto, en ninguna de estas páginas, ni tan siquiera en el capítulo decimotercero, el dedicado, precisamente, a la pregunta de si hay una razón histórica? No es la voz de las víctimas, como en el libro de Magris, lo que nos llega aquí, sino la voz de los cómplices, de los actores secundarios, de los que rozan los grandes secretos con la misma voluptuosidad con que uno de los protagonistas del libro se dedica a la tarta de manzana. Y es que hay algo untuoso en el libro de Kaddour que acaba dominándolo todo. Incluso de una literatura así, con un comienzo así (con esa última carga de caballería en plena Primera Guerra Mundial), uno espera la honesta factura de una literatura que, si no es cien por cien verdadera, por lo menos sea absorbente. Pero lo que se muestra tan trabajado en el mal sentido de la palabra, lo que, por decirlo con una expresión latina que aludía a las cosas demasiado bien acabadas, odet oleum, huele a barniz, en suma, eso no logra atraparnos más allá de la convicción de que, con un libro así, debemos sentirnos atrapados. Kaddour (y las comparaciones son tópicas y odiosas) ha querido transitar entre el Thomas Mann de La montaña mágica y los grandes libros de espías de John Le Carré. De nuevo el problema de los registros pone en evidencia a la literatura como mera literatura. Pero entonces, ¿dónde queda la moral, si el entretenimiento ya ni tan siquiera entretiene y sólo distrae? 

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