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La novia lejana de Kafka. Felice Bauer: judía, ejecutiva, madre, emigrante

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Observar a una persona que está telefoneando puede ser divertido y al mismo tiempo inquietante. Vemos a alguien que está hablando de un modo como maníaco, para sí solo, a menudo con una voz que resulta simultáneamente demasiado alta y demasiado íntima: gesticula en el vacío, sus frases se interrumpen a veces a la mitad o se repiten sin sentido dos, tres, cuatro veces, y su mirada yerra vacía por el entorno, sin percibir lo más mínimo. Ciertamente, una experiencia diaria y conocida, pero no una que se entienda per se. Las primeras personas que telefoneaban en la calle valiéndose de un celular todavía parecían actores fuera de lugar. Se sabía que exactamente la mitad de esta irritante situación permanecía oculta, se presentía que terminaríamos por acostumbrarnos a semejante espectáculo, y sin embargo seguía habiendo en él un resto de demencia.

Exactamente en esa misma situación se halla el lector de las cartas de Kafka a Felice Bauer. Una corriente interminable de escritura que fluye en la oscuridad, un monólogo de alguien fácil de autocontentarse y que pivota sobre sí mismo, una letanía de escandalosa intimidad a lo largo de casi cinco años, y cuya lejana destinataria permanece invisible y como flotando entre las nubes. Esta es en todo caso la primera impresión que obtiene el lector, y esa impresión dispone de tiempo para consolidarse. Porque el silencio de la otra parte dura demasiado, tanto que hay que preguntarse involuntariamente si alguien está escuchando al otro lado, si no será que Kafka ha inventado una «paciente» Felice para salvarse del aislamiento social que en el año 1912 lo lleva al borde del suicidio.

Es difícil desprenderse de esa primera impresión. Cuán difícil es en la realidad, lo podemos comprobar en el hecho de que los estudiosos de Kafka, que a lo largo de medio siglo le han dado vueltas y más vueltas a cada página, a cada palabra de su mano y letra, casi no se han interesado –y ello es ostensible– por la mujer a quien le escribió más de quinientas cartas. Dicho más exactamente: la investigación se ha interesado por la función que Felice Bauer desempeñó en la existencia psíquica de Kafka, pero no por la persona misma. Por muy distintas que sean las interpretaciones biográficas, todas coinciden en que Felice Bauer no era importante para Kafka como un ser vivo, como alguien de carne y hueso e inteligencia, sino tan sólo como espejo, como superficie en que proyectar su propio mundo interior. Y cuanto más vacía esté una superficie, cuanto menos estructura propia muestre, tanto más adecuada es como superficie de proyección. La tesis, que entre tanto se ha establecido firmemente como un robusto prejuicio, aparece simbolizada de un modo inimitable en la cubierta de la monografía de Canetti El otro proceso. Las cartas de Kafka a Felice, editada por el sello Hanser en 1969, esto es, sorprendentemente tan sólo dos años después de que se hubiesen publicado las propias cartas. Esa cubierta utiliza como punto de partida la única foto que nos ha llegado en la que podemos ver juntos a la pareja: ella sentada, él de pie detrás de ella y un poco de costado. En vez de una mujer lo que contemplamos es una figura de tira cómica cuyo rostro es una superficie por completo vacía, mientras que a Kafka parece que le hubieran hecho un facelifting no muy afortunado, con los ojos ampliados y una faz sombría, en vez de estar sonriendo, como en la foto original. Una estilización simple, pero quizás la más contundente advertencia de que estamos en deuda con la novia de Kafka.

Por supuesto, el propio Kafka nos dejó un santo y seña capcioso. Una semana después de haber conocido en casa de su más íntimo amigo, Max Brod, a la empleada berlinesa Felice Bauer, trató de fijar en su diario la primera impresión que le había causado, y no es especialmente prometedora:

«La señorita Felice Bauer. El 13.8., cuando llegué a casa de Brod, estaba sentada a la mesa y sin embargo me pareció una criada. No mostré además mucha curiosidad por saber quién era, sino que me resigné a ella, sin más. Rostro huesudo y vacío, que mostraba abiertamente su vacío. El cuello descubierto. Una blusa puesta de cualquier manera. Parecía vestida como para andar por casa, aunque no lo fuese, como se evidenció después. […] Nariz casi quebrada. Pelo rubio, un tanto tieso y sin gracia; mandíbula recia. Mientras me sentaba la miré por primera vez con mayor detenimiento, cuando acabé de sentarme ya tenía acerca de ella un juicio irrevocable».

De no saber que Kafka, en ese momento, ya estaba sopesando febrilmente la posibilidad de enviarle flores a la señorita extranjera, y cómo, por cierto que no sospecharíamos en esta fría observación el comienzo de una pasión. Y de haber continuado Kafka esas anotaciones –que por desdicha se cortan en mitad de una frase–, hubiese tenido que describir cómo fue que sí debió revocar su juicio irrevocable: y ello debido al aplomo, la presencia de ánimo y la sorprendente franqueza de la señorita, que literalmente aturdieron a Kafka y liberaron en él, de manera poco menos que explosiva, un potencial literario represado desde hacía mucho tiempo.

Casi todo lo que sabemos acerca de la vida de Felice en aquellos años, lo sabemos a través de las cartas de Kafka. Kafka estaba ávido de conocer todos los pormenores relativos a su familia, y aún más los de su trabajo en las oficinas de la Carl Lindström, S.A., de Berlín, donde esa taquimecanógrafa de profesión no tomaba dictados y los pasaba en limpio, sino que era ella quien dictaba y tenía su propia «muchacha», como se decía entonces. Felice Bauer estaba encargada de la distribución y venta de un aparato de técnica avanzada, bautizado como parlógrafo, una especie de dictáfono muy en uso todavía en los años treinta. Kafka quedó sobremanera impresionado por ello, solicitó inmediatamente de Felice el envío de fotos y prospectos, quería conocer con toda exactitud el personal que la rodeba y lo que sucedía en su entorno laboral. Y es notorio que ella se lo contaba con gusto, en detalle, y tan regularmente, que hasta en las mayores jeremiadas epistolares de Kafka se descubren una y otra vez fragmentos de la realidad berlinesa: reflejos fugaces que poco a poco van componiendo una imagen realista, siempre y cuando hagamos el esfuerzo de leer las cartas de Kafka a contrapelo, es decir, como cartas y no como literatura. (Lo cual, dicho sea de paso, también son, naturalmente; y ese reproche fue el propio Kafka el primero en hacérselo.)

Por supuesto, debo confesar que, confrontados con las más de 700 páginas impresas de las cartas de Kafka a Felice Bauer, es bastante difícil estar siempre acordándose de que esto es tan sólo la mitad de la correspondencia, y que al cabo de muy pocas semanas, la berlinesa era ya para él cualquier cosa menos una superficie de proyección. Kafka debe haber recibido entre 1912 y 1917 más de 400 cartas suyas, y en los primerísimos tiempos incluso son más las cartas recibidas que las escritas: es un hecho que puede reconstruirse a partir de sus observaciones, aun cuando la leyenda de un Kafka insaciable vampiro epistolar sostenga lo contrario. Desgraciadamente, Kafka quemó ese inmenso legajo a fines de 1917, al romper su relación con ella, y con las cartas de Felice se quemaron numerosas fotografías y otros documentos personales que hoy echamos de menos. Si dispusiéramos de ellos, estoy seguro de que una luz considerablemente distinta iluminaría la figura de Kafka, del mismo modo que cambia el sonido de una sola frase, e incluso su sentido, en el instante en que sabemos a qué frase del otro se contesta.

Llama la atención lo escasos que han sido los intentos hechos hasta ahora para colmar, al menos en parte, esta laguna. Diríase que los perfiles esquemáticos de la empleada berlinesa no fueron los idóneos para despertar la curiosidad intelectual. Lo pone especialmente de relieve la contraposición con los esfuerzos exitosos e intensivos, desde fines de los años ochenta, por obtener una imagen realista de Milena Jesenská, la segunda mujer importante en la vida de Kafka. Milena cuenta como una figura de sobra «mucho más interesante»: en primer lugar porque disponía de una considerable fuerza expresiva idiomática, pero sobre todo porque su vida se realizó a una distancia consciente de cualquier módulo de normalidad burguesa. Es la única persona en todo el entorno biográfico de Kafka que logró evadir su inmensa sombra, y después de que durante algunas décadas sólo se la conociera como «la amante de Kafka», ha vuelto a ganar su propia vida en la memoria cultural.

Resulta comprensible que la atención dispensada a dos figuras femeninas tan diametralmente opuestas se repartiera de un modo muy desigual. La excepción es lo que excita siempre, y las personas que logran articularse con patetismo despiertan la capacidad de compenetración y el deseo de identificación de los lectores. Por ello mismo, un interés en conocer que sólo se deje guiar por impulsos de esta clase, tiene que fracasar cuando se trata de los abismos de lo habitual.

Es indiscutible que la figura de Felice Bauer resulta más adecuada que la de Milena para ilustrar los placeres de la normalidad burguesa. Pero no le fue dado vivir esa normalidad sin tener que pagar por ello un precio considerable. En su existencia se entreveraron el sentido familiar judío burgués, las exigencias de un canon de formación ya casi anacrónico, el juego del rol femenino y el creciente ensimismamiento en la abstracción de una cotidianeidad oficinesca organizada según las necesidades laborales. El acto de fortaleza psíquica que ello comporta, para sobrevivir alegre dentro de semejante campo social minado, es algo que se refleja continuamente en el espejo de las cartas de Kafka. Así las cosas, Felice Bauer ofrece la imagen de una biografía femenina quizás sintomática, pero todo menos inquebrantable, una biografía que si fuese objeto de estudio como un caso sociohistórico, probablemente se evidenciaría como «interesante» en un sentido por completo distinto.

Felice Bauer personificaba un nuevo tipo social: la empleada. Serena, rectilínea, sometida al principio de realidad, cambiaba diariamente entre el polo cálido de la familia y el polo frío de la oficina, sin que eso amenazase visiblemente su compacta estructura psíquica. Se integraba en apariencia sin problemas en un mundo profesional en el que primaba sobre todo la eficiencia y en el que tanto la sobreprotección maternal como un comportamiento femenino eran ridiculizados por ineficientes. Lo que se pedía es que supieran organizar bien, el encanto femenino resultaba un extra agradable, siempre y cuando no sexualizase las relaciones laborales; y eso en un entorno, todo hay que decirlo, en que los dos sexos tenían que entenderse y soportarse mutuamente cincuenta horas semanales, y a veces más. De las empleadas se deseaba que tuvieran una manera de ser «natural», sin complicaciones. El rápido ascenso de Felice Bauer, de taquimecanógrafa a ejecutiva de una importante empresa, así como todos los testimonios directos e indirectos que poseemos acerca de ella, inducen a pensar en una profunda interiorización de este carácter social. Pero fue su arraigo familiar, indiscutiblemente fuerte, el que desde luego hizo posible que se afirmase en un mundo profesional dominado por los hombres, manteniendo el desgaste físico dentro de unos límites razonables. Una paradoja con la que todavía tienen que luchar en nuestros tiempos las mujeres en posiciones directivas.

Felice Leonie Bauer, a quien su familia llamaba «Fe», nació el 18 de noviembre de 1887 en Neustadt, Silesia Septentrional. Su padre, Carl Bauer, que procedía de Viena, se había casado con la hija de un tintorero residente en Neustadt, llamado Danziger. Los Danziger eran, como solía ser costumbre todavía entre los judíos de esa generación, una familia numerosa, con cinco hijos varones y cuatro mujeres. No es por lo tanto muy probable que Anna, la madre de Felice, quien ya contaba con más de treinta años al casarse, aportase al matrimonio una dote digna de mención. En cualquier caso no alcanzaría para la fundación de una empresa propia: Carl Bauer continuó en una posición dependiente, trabajaba como representante y viajaba con frecuencia, por lo cual permanecía muchas semanas separado de su familia.

Felice fue la cuarta de cinco hijos: en 1883 vino al mundo su hermana Else, en 1884 el único hermano, Ferdinand («Ferrie»), en 1886 nació Erna, y cinco años después de Felice siguió la más joven de sus hermanas, Toni. Su hogar debe haber sido uno marcado fuertemente por la presencia femenina, no sólo a causa de las frecuentes ausencias del padre sino también por su escaso sentido patriarcal de la familia. Carl Bauer poseía un carácter bondadoso, pero era alguien sin mucho relieve, fácilmente influenciable, abierto a todas las seducciones de la vida, siempre dispuesto a las bromas, un padre que hacía los deberes de los niños y les remitía cartas bien humoradas cuando salía de viaje, que podía echarse a llorar leyendo una novela, aunque también sabía apreciar bastante las libertades del «trabajo exterior».

Sin duda alguna que este padre, tan poco exitoso pero indulgente, fue idealizado, pues él representaba el polo contrario de una madre severa y dominante, y siempre tenía cosas excitantes que contar, mientras que Anna personificaba los imperativos de lo cotidiano. Esta madre defendía ideas extremamente conservadoras acerca del rol de la mujer en la familia, y su ideología se mantuvo en pie cuando la familia se mudó, poco antes del cambio de siglo, de la pequeña ciudad silesiana a la metrópoli Berlín. Hay que imaginársela como la representante típica de una generación judía «media», que por un lado arraigaba todavía en la ortodoxia y trataba de salvaguardar un resto de cultura judía y de moral familiar, mientras que por el otro, y al mismo tiempo, había hecho suyas ampliamente las normas de la reputación burguesa. De un modo riguroso defendía la familia como grupo generador de identidad. Trataba de impedir las escapadas personales, y claro está que las visitas familiares obligatorias a los tíos y tías, que tanto fortalecen la subsistencia del clan, y mucho más en la gran ciudad, eran más importantes que cualquier forma de realización personal; desde su punto de vista eran incluso más importantes que el perentorio y necesario reposo dominical de su hija empleada. La aptitud vital y el aguante en apariencia ilimitado de Felice deberían haber respondido al ideal educativo de su madre: pero Anna Bauer era incapaz de darse cuenta de que la actividad responsable de una ejecutiva no se puede conciliar con la tiranía maternal a la que todavía estaban sometidas las hijas de su propia generación, eternamente dedicadas a bordar y hacer punto. Felice, quien a lo largo de su larga y fatigosa jornada laboral tenía que tratar continuamente con hombres, durante las vacaciones en la playa no podía intercambiar, con sus potenciales adoradores, miradas que no fuesen comentadas ni dejadas de observar. Hasta el propio Kafka preguntó una vez asombrado cómo era posible que en la familia Bauer no se respetase para nada la independencia económica de la hija.

Se diría que Felice nunca llegó a ser realmente consciente del profundo desdoblamiento de su existencia. Al contrario que Kafka, no estaba acostumbrada a pisar el tambaleante suelo de las llamadas cuestiones del sentido de la vida, y evitaba estrictamente el ocuparse de cosas que de todos modos no había manera de cambiar: una pragmática que, como observó Kafka encogiéndose de hombros, prefería engullir cien tabletas de Pyramidon por año antes de averiguar de una vez por todas el origen de sus dolores de cabeza, y que creía–o quería creer–que para estar de buen humor bastaba la firme resolución de estar de buen humor. Ese pragmatismo, hermanado con una marcada extroversión y una generosa jovialidad, le ofrecía la protección urgentemente necesaria contra las irritaciones que podían hacer peligrar el equilibrio conseguido con tanto esfuerzo: pero una protección que sólo funcionaba desgraciadamente hacia afuera. Pues el temor femenino subyacente, derivado del condicionamiento social, ante alguna carencia fundamental, seguía estando presente a espaldas suyas. El temor a no saber nada, el temor a no poseer nada, el temor a no ser nada, todo eso la asaltaba en los momentos de debilidad. Por fortuna, Kafka nos ha transmitido uno de tales momentos, casi el único en todos esos años, que nos pone ante los ojos un fugaz reflejo del inconsciente de Felice. Sucedió en un instante de dura exigencia psíquica, cuando Felice, completamente librada a sus propias fuerzas para sobrepasar una crisis familiar, reconoció ante Kafka que era «una persona débil», alguien que no sabía qué hacer consigo misma ni siquiera en tiempos tranquilos. Esa frase se encontraba en tan descomunal discrepancia con su existencia exterior, tan jovial como exitosa, que Kafka fue incapaz de tomarla en serio.

¿Era Felice Bauer esa persona simple como hasta ahora creíamos poderla despachar sin más? Es cierto que frente a Kafka representaba el principio del sentido común, le aconsejaba que al escribir tuviese en cuenta «la medida y la meta», cosas que él rechazaba indignado. Pero ella había leído con intensidad a Strindberg años antes de conocer a Kafka, y para su visita a Praga se preparó leyendo la obra primeriza de Max Brod. Afortunadamente disponemos aún de una considerable parte de la biblioteca de Felice Bauer. Y por más convencional que nos parezca el repertorio, alcanza mucho más allá de lo que podíamos esperar entonces de una joven empleada sin educación particular, sin el bachillerato y sin conocimientos de idiomas extranjeros.

Kafka no se habría atrevido a escribir su primera carta si no hubiera visto por lo menos una posibilidad de entendimiento, y realmente parece como si a Felice le hubiesen caído bien el encanto y la sinceridad nada artificial de las cartas de Kafka, tanto que aceptó a cambio muchas páginas de autotortura, y esa perentoriedad de su corresponsal que recuerda un estado de sitio. Diríase que disfrutó al hallar en su correspondencia con Kafka un espacio protegido de interioridad dentro del cual podía expresarse libremente y sin temor a las confidencias. Sentimientos, sueños y recuerdos prometían de un modo abierto, ya desde sus primeras cartas, ese fluido de cálida franqueza que Kafka consideraba una cercanía.

Esa confidencialidad, sin embargo, no abarcó nunca el estatus del vínculo familiar aceptado desde su fundamento. Antes al contrario: cuando se trataba de tomar el toro por los cuernos (y eso significa el tratar de resolver conflictos dentro de la familia), enseguida reaparecían de nuevo los más antiguos, los más profundamente anclados apegos, y Felice podía ponerse sin pestañear, y al mismo tiempo inconscientemente, al servicio de una discreción archiburguesa. Kafka se enfrentaba entonces de repente a un muro de silencio, y todas las puertas se le cerraban. Este apartamiento, que por decirlo así no tenía nada que ver con él, nada más que respondía a una «ley» superior, no sólo afectó penosamente a Kafka sino que lo convirtió en un motivo central de su obra. Las mujeres de sus novelas El proceso y El castillo, quienes sólo dedican su atención a los protagonistas que andan buscando ayuda hasta que las llama «la ley», no son en último término sino reflejos de esta experiencia.

Kafka debió adquirir poco a poco la impresión de que estaba excluido del centro vital de Felice. Es probable que ello sea uno de los motivos de que a partir del otoño de 1913 se anudara una segunda correspondencia paralela con Grete Bloch, una amiga berlinesa de Felice. A través de ella, Kafka pudo llegar a conocer algunas cosas que Felice le callaba, y en este caso no tenía que temer que su profundo miedo vital fuese replicado con consejos demasiado pragmáticos. Grete Bloch era una persona de una naturaleza al parecer más apasionada y más complicada que Felice, y ello indujo a Kafka a formularle inequívocamente sus reservas respecto a un matrimonio –y de un modo mediato también sus reservas contra Felice–. No obstante, tan pronto como Kafka y Felice Bauer se prometieron, a fines de mayo de 1914, Grete Bloch debió sentirse enredada en una situación moral de doble fondo, en un dilema acerca del cual se diría que a Kafka ni siquiera se le había ocurrido pensar. Finalmente lo resolvió enseñándole a su amiga Felice los pasajes más comprometedores de las cartas de Kafka. Y así fue como Kafka se halló en julio de 1914 sometido a un penoso interrogatorio, una especie de semipúblico ritual de disolución de esponsales, que entre los entendidos en la materia se ha consolidado en la historia de la literatura alemana como una de las protoescenas, la llamada «corte judicial» en el Hotel Askanischer Hof de Berlín. Protoescena, sí, porque a Kafka, que no tenía mucho que decir en su defensa, se le impusieron en ella a la viva fuerza las metáforas del «tribunal» y del «proceso». Pocas semanas después comenzó con la escritura de El proceso, la obra con la que más se le identifica hasta el día de hoy.

Más de treinta veces aparecen en el manuscrito de la novela El proceso, hoy custodiado en el Archivo Literario Alemán de Marbach, las iniciales «F.B.». «F.B.» es la abreviatura de «Fräulein Bürstner» en la novela y de Felice Bauer en la realidad. «F.B.» define el destino del acusado, quien ante la contemplación de la mujer inalcanzable renuncia a la última resistencia en contra de su propia ejecución: y «F.B.» ha sido entendida años más tarde por Kafka como su propio destino, incluso la ha calificado como su «tribunal humano». No quisiera meterme aquí en la enmarañada discusión de cuán importante es, o no, el contexto biográfico para la comprensión de una obra. Sin duda, El proceso seguiría siendo una de las más importantes novelas de nuestro siglo aunque no supiésemos absolutamente nada de su autor. Pero también creo que estaremos mejor armados frente a precipitadas interpretaciones religiosas y filosóficas, si sabemos que Kafka no ha reflejado ahí una experiencia humana cualquiera de distanciación, sino una distanciación muy concreta, una frialdad por completo nombrable entre un hombre y una mujer, que dialogan sin oírse, y cuyo encuentro concluye con un beso que sienten tan voraz como helado. «F.B.» no es, desde luego, una semblanza de Felice Bauer. Y a pesar de todo, y sobre todo ante el trasfondo de nuestra imagen actual y más realista de la prometida de Kafka, parecería como si El proceso transmitiese la exacta imagen escénica de un empeño condenado de antemano a ser inútil: el empeño de acercarse a una persona que pertenece al otro sexo.

¿Hay personas simples que son difíciles de comprender? Dos veces accedió Felice Bauer a comprometerse matrimonialmente con un hombre al que casi sólo conocía por sus cartas; contra la resistencia de su madre lo introdujo en su familia; viajó con él a Múnich, a Budapest; pasó algunos días con él en Karlovy Vary y Marienbad. Se dejó convencer por él, a pesar del escaso tiempo libre de que disfrutaba, para atender a los niños de judíos fugitivos del Este; conversó con él acerca de las ideas sionistas y de Palestina. E incluso estaba de acuerdo en continuar con su fatigoso trabajo en la firma, en vez de hacerse mantener como correspondería a su posición, después de la planeada boda que debería celebrarse después del final de la guerra. Todo esto ya era mucho, pero no lo bastante todavía para Kafka, a quien más bien le intimidaban las soluciones pragmáticas y una rigurosa planificación de la vida, y en vez eso aguardaba gestos, gestos de intimidad y de pertenencia. Según todo lo que sabemos, la pareja no se encontró más de veinte veces a lo largo de cinco años. Demasiado poco para lograr deshacer esa disonancia fundamental y crear una auténtica cercanía.

Kafka puso punto final a este suplicio porque, al contrario que Felice, sentía su relación completamente vacía y sin perspectivas. La ruptura se volvió irremediable a finales de 1917, y los primeros síntomas de la enfermedad pulmonar de Kafka fueron una señal «de arriba» –o «de lo profundo», lo cual para él significaba lo mismo–, la señal que necesitaba para estar completamente seguro.

Podemos imaginar que la presión maternal para devolverla por fin a la normalidad, aumentó considerablemente sobre Felice Bauer después de este desastre. Entre tanto ya contaba treinta años, entonces una edad bastante avanzada para una soltera que todavía tenía el propósito de fundar una familia. No era ya tan optimista ni tan vital como cinco años antes: su padre había muerto en 1914; Ferri, su único hermano, por el que hizo más de un sacrificio, había entrado en conflictos con la ley y tuvo que emigrar a los Estados Unidos. A fines de 1918 se suicidó su hermana más joven, Toni; una despedida más, la cuarta en tan sólo cinco años. Felice tenía prisa ahora, y el hecho de que en la primavera de 1919 se casara con el banquero berlinés Moritz Marasse no sólo puede entenderse como un tardío amoldarse a las circunstancias, sino también como expresión del urgente deseo de volver a proporcionarle constancia y confiabilidad a su propia vida.

No sabemos dónde y cómo conoció al soltero melómano de 45 años, y Felice Bauer siempre guardó silencio acerca de la naturaleza de su relación. Fue discreta, incluso en la ancianidad. Es bastante posible que esa boda surgiese de una mediación matrimonial profesional, cosa que entre las familias judías (incluida la de Kafka) continuaba desempeñando una importante función social no considerada para nada como algo avergonzante. Si su decisión fue correcta es una cuestión cuya respuesta no nos compete. Pero las fotos de los años veinte, accesibles de nuevo ahora, donde se la ve relajada, sobre todo en aquellas en que aparece con sus hijos Heinz y Ursula, nos muestran que Felice disfrutó el haber podido escaparse de la vida laboral y que no se defendió de ningún modo contra las agradables y regresivas facetas de la maternidad. Kafka se sintió muy contento y aliviado al enterarse de esta evolución; temía haber arrinconado a Felice en un callejón sin salida, a causa de su indecisión durante tantos años, e incluso haberla forzado a la resignación. Quizás se hubiese sorprendido algo, estando en Berlín, donde pasó el frío y hambriento invierno 1923/1924, al encontrarse con su «sucesor», diez años mayor que él: una auténtica contrapartida del tipo más bien juvenil y ascético de Kafka. Y sin embargo cierta cualidad vinculaba a estas tres personas, cierta cualidad que quizás era algo así como el fundamento común sobre el que descansaban ambas relaciones: una acusada soberanía y generosidad en lo que se refiere a las cosas materiales, el ser inmunes a la envidia y la avaricia indomeñables.

En el año 1924, cuando Kafka falleció víctima de una tuberculosis, los mundos interiores de la pareja de antaño probablemente se habían alejado más que nunca el uno del otro. Es tanto más notable por eso que Felice hiciera suya una interpretación en absoluto pragmática de ese final, sino exactamente coincidente con la imagen que Kafka tenía de sí mismo. En una carta de los años treinta, felizmente conservada, describe Felice la muerte de Kafka como el punto final de una «aspiración a la renuncia», un pensamiento llevado por Kafka, en Un artista del hambre, hasta sus últimas consecuencias literarias.

La familia Marasse era pudiente, empleaba una niñera, se permitía vacaciones de verano e invierno, participaba de la prosperidad de los años veinte. Es verdad que, como pronto se puso de relieve, esos presuntos Dorados Veinte no fueron más que un intermezzo de pocos años de duración, entre dos graves crisis económicas cuya dinámica desvastadora apenas podemos imaginar desde la perspectiva del Estado social de hoy. Moritz Marasse era copropietario de un banco privado y vivió de cerca la descapitalización como consecuencia de la recesión mundial de 1929. Al año siguiente, cuando los nazis cosecharon los frutos políticos de esta crisis y accedieron con más de cien diputados al nuevo Reichstag, Marasse parece haberlo interpretado enseguida como una señal. No veía ninguna perspectiva más en un país en el que de pronto había que estar prevenido contra todo. El derrumbe político y la catastrófica ruina económica que aún continuaba se sumaron de un modo ostensible en la mente de este hombre precavido y proclive al pesimismo, tomando la forma de una única y difusa amenaza, ante la cual reaccionó más adecuadamente que la mayor parte de la intelectualidad judía.

El traslado de la familia a Suiza –llevado a cabo por etapas en los años 1930/1931– se hizo a costa de considerables pérdidas de patrimonio, una operación que Felice aceptó tan sólo a regañadientes. Ella se sentía arraigada en Berlín y su idioma era la descarada labia de los berlineses; ahí vivían sus familiares, las amigas de los viejos tiempos de la oficina, los médicos en los que confiaba, los condiscípulos de sus hijos. ¿Por qué renunciar a todas estas relaciones? Es posible que sólo en 1933, tras la toma del poder por Hitler, Felice se diera cuenta de que el traslado había sido una emigración, incluso una huida, y que su marido, quien le parecía en exceso miedoso e insociable, y para quien ni siquiera Suiza estaba lo bastante lejos de Alemania, seguramente había tenido razón.

Muy poco después, según parece, los esposos Marasse debieron de coincidir en que lo más sensato sería intentar iniciar una nueva vida fuera de Europa, mientras quedase tiempo para ello. Tuvo que ser una decisión enormemente difícil, porque Moritz Marasse ya contaba sesenta años, ciertamente demasiado viejo para aprender un nuevo oficio; y eso significaba que todo el resto del patrimonio familiar debería apostarse a una única opción…, bien entendido que sólo después de descontar de ese resto el exorbitante «impuesto a la huida del Reich», exigido ya desde el gobierno de Brüning (1932) a todos los emigrantes judíos, y que en manos de los nazis se pervirtió hasta convertirse en un rescate. También acerca de la meta del nuevo viaje parece haber habido algo del idioma hebreo, y aunque es probable que una vez separada de Kafka no se ocupase mucho con cuestiones del sionismo, instaba a que emigrasen a Palestina. Su marido, por el contrario, había tenido bastante de Palestina con sólo una breve visita que hizo allí; quería emigrar a California e impuso su opinión.

No sabemos qué es lo que soñaba encontrar allí: sólo sabemos que la partida acabó mal, que la apuesta fue inútil, y que en 1938, al cabo de dos años de su emigración a los Estados Unidos, los Marasse se hallaban económicamente al borde de la ruina. Una de las típicas paradojas del destino de numerosos emigrantes, es que a los hombres les resultó mucho más difícil superar las barreras del idioma y de la cultura, y ello no a pesar de, sino justamente a causa de su alto grado promedial de formación, y a causa de su especialización profesional. Por esa razón las mujeres han tenido que saltar tantas veces a la brecha y tomar en sus manos el destino de la familia: literalmente en sus manos, porque una forma de trabajo manual era con frecuencia la única salvación, cuando los hombres no encontraban ninguna salida en sus avanzadas posiciones como negociantes, maestros o científicos. Así le sucedió también a la familia Marasse, y cuando se observan las fotos de los años cuarenta que han logrado conservarse del legado de Felice, unas fotos que muestran a la familia en la terraza de su casa en Los Ángeles, inmediatamente se reconoce que ha sucedido algo trascendental. En ellas pueden verse tres mujeres ocupadas con trabajos manuales, bordando o haciendo punto: Felice, su hija y su hermana Else, y a su lado, ocioso y con harta probabilidad infeliz, un Moritz Marasse cuya existencia se ha estancado amparada por la aptitud vital femenina.

Aptitud vital: esta era la cualidad que más había admirado Kafka en su prometida, una cualidad que fue su destino en un sentido no sólo positivo. Casi veinte años se prolongó la segunda vida laboral de Felice en los Estados Unidos, dos décadas se ganó la vida –y alimentó durante un largo tiempo a su familia– con la venta de géneros de punto confeccionados por ella, aprendió inglés, sacó el carnet de conducir, trabajó desde la mañana hasta entrada la noche, cuidó de su marido enfermo. Los apuros económicos deben de haber sido grandes, sobre todo en los años cincuenta, cuando Felice enfermó de gravedad después de morir su esposo. Elias Canetti se extrañó de que Felice «hubiera sido capaz» de vender las cartas que le escribiera Kafka y que logró salvar en la emigración. Pero Canetti desconocía las circunstancias de la vida de Felice Bauer; de lo contrario habría enjuiciado el hecho de una manera distinta. Felice vendió esas cartas muy a su pesar: para ella, aun cuando alcanzó a conocer la inmensa fama de Kafka, iniciada en los Estados Unidos mucho antes que en Europa, eran documentos personalísimos y en modo alguno testimonios históricoliterarios. Ella había sido la primera que había podido (en algunos casos quizás había tenido que) leer las Cartas a Felice, y cuatro décadas más tarde, a punto de dejar de poseer sus originales, volvió a desplegarlas todas antes sus ojos.

Felice Bauer falleció el 15 de octubre de 1960 en un suburbio de Nueva York, no muy lejos de la casa de su hijo, tras unos años de decadencia física y mental. Murió de una muerte biológica, una muerte dictada por la vejez, no la muerte violenta de su amiga Grete Bloch, matada a golpes por un soldado alemán; ni tampoco la muerte por exterminio de las tres hermanas de Kafka, que perecieron todas en los campos de concentración alemanes. Judíos y judías de su generación tenían que ser muy aptos, vitalmente muy aptos, para escapar y sobrevivir. Y confrontados con el destino de los emigrantes judíos, se suele olvidar fácilmente que la aptitud vital y la presencia de ánimo pudieron ser alguna vez atributos muy atractivos, incluso eróticos, antes de que la violencia política los degradase a meros instrumentos de superviviencia. Aquello que fundamentaba el atractivo de Felice a los ojos de Kafka –y no sólo de los suyos–, tuvo que activarlo más tarde para soportar su penoso exilio. Esta es quizás, reducida al mínimo común denominador, la clave para la comprensión de su biografía.

En poder de la familia Marasse se ha conservado una curiosa y preciosa reliquia, una baraja de vistas animadas, producida por la firma Lindström, probablemente en 1910 ó 1911, con fines publicitarios. Felice Bauer demostró entonces, ante las cámaras, cómo se podía trabajar simultáneamente con la máquina de escribir y un parlógrafo. Las imágenes aisladas de este cortometraje cobran vida haciéndolas pasar rápidamente bajo el pulgar, la secuencia se traslada a un monitor por medio de un vídeo, y entonces se nos aparece la joven Felice en una cercanía completamente espectral que anula de golpe y porrazo la distancia histórica: así se pudo ver en la exposición «La novia de Kafka», en Francfort del Meno, en los meses de mayo y junio de este año. Felice Bauer trabajando, uncida a dos artefactos técnicos: de ahí se deduce una referencia más que simbólica a esa vida fatigosa y atareada que por fin parece emerger de entre las sombras de las mistificaciones académicas.

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