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La biblioteca

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El hispanismo francés ha sido fecundo y puntero durante décadas, a través de numerosas cátedras universitarias, de prestigiosas publicaciones periódicas y centros de investigación como el de la Casa de Velázquez en Madrid, que acoge cada año a los becarios de la Escuela de Altos Estudios Hispánicos. En ella se han preparado muchas tesis doctorales que luego, convertidas en libros, han conocido una notable repercusión en España y en el extranjero. Probablemente será el caso de esta de François Géal, que ve la luz cinco años después de su brillante defensa en la Sorbona, bajo la dirección del veterano hispanista Augustin Redondo. Completada y enriquecida con respecto a su forma original, constituye un vasto panorama sobre un tema capital de la historia cultural del Siglo de Oro español, gracias a un corpus nuevo, considerado por primera vez como conjunto. Pues no se trata aquí sólo de bibliotecas «reales», sino también de tratados impresos y manuscritos sobre la formación de las mismas; de bibliotecas-catálogos, es decir de las bibliografías, así como de bibliotecas de ficción, descritas o enjuiciadas en la literatura de la época. A partir de tal diversidad de fuentes, el autor se propone reconstituir la coherencia que une las distintas formas de representación de la biblioteca: gráficas, figurativas y arquitectónicas, en un recorrido analítico y sintético a la vez. Recorrido ambicioso, rico en implicaciones que adentran al lector en la historia de las mentalidades, la historia de los saberes, la historia de las ideas y la historia de la literatura. El resultado es un libro cuyo interés supera ampliamente los límites del hispanismo.

De la treintena de «figuras» consideradas en dicho corpus, tres son objeto de un estudio más pormenorizado. En primer lugar, la biblioteca real de El Escorial, institución mítica en la que vienen a cristalizar, durante la segunda mitad del siglo XVI, la reflexión y las esperanzas de al menos dos generaciones de humanistas. De esta corriente, Géal destaca los proyectos de Páez de Castro, Juan Bautista Cardona y Antonio Agustín, fermentos de una empresa para la que el rey convocará a personajes eminentes. El autor analiza los mensajes verbales, iconográficos y arquitectónicos formulados por unos y otros, apoyándose en la abundante bibliografía existente sobre el tema. Lástima que tal diálogo crítico no se extienda a los estudios que han resultado de la conmemoración del cuarto centenario de la muerte de Felipe II, tan fructífera por lo que respecta al mecenazgo real. En su conclusión sobre El Escorial, Géal afirma que el éxito de esta biblioteca radica en «haber sintetizado un conglomerado de representaciones y de aspiraciones distintas, encontrando un frágil equilibrio entre una unión ideal del saber y una representación simbólica del poder» (pág. 672). El estudioso subraya, sin embargo, que el contexto ideológico de la enorme empresa escurialiense, la lucha contra la herejía, no era en absoluto favorable a la difusión del libro, convertido entonces en algo que había que vigilar, denunciar, expurgar e incluso quemar. De ahí la configuración centrípeta del saber y del poder en la que reposa la biblioteca de El Escorial: aunque quiera rivalizar con la Vaticana por el primer puesto en la reconquista espiritual, aunque pretenda ser una biblioteca autónoma y suficiente para España en un momento en que el rey acababa de cerrar las fronteras a la circulación de libros y estudiantes universitarios, no dejará de ser un lugar restringido, elitista, un almacén de prestigio más que sala de lectura, donde únicamente el monarca y los más allegados a él pueden transgredir la prohibición. Con razón señala Géal que hay que esperar a la fundación de una nueva biblioteca real en el siglo XVIII para ver nacer la noción de biblioteca pública en España.

Segunda «figura» de la tríada principal considerada por el autor, el Museisive Bibliothecae Libri IV (1635) del jesuita del Franco Condado Claude Clément (¿1594?-1642) constituye un jalón tan esencial como desconocido en la historia de las bibliotecas y la lectura en el Siglo de Oro. Géal le dedica un buen centenar de páginas, entre las más innovadoras sin duda de todo este libro. Como otros de sus compatriotas en el siglo XVII, Clément demostró tanto apego a la corona de España como feroz francofobia. En recompensa a su adhesión entusiasta, recibió el cargo de maestro de humanidad en el Colegio Imperial de Madrid, fundado por la voluntad reformista del conde-duque de Olivares y confiado a la Compañía de Jesús para la educación de los nobles. Al jesuita le correspondió la tarea de formular el proyecto de una biblioteca ideal, en un voluminoso tratado dirigido a toda la Europa católica en lengua latina, con vocación de ganar el terreno perdido frente a la Reforma. Géal teoriza largamente la concepción y la organización del saber en esta biblioteca ideal, bien influido por las páginas fundamentales de Marc Fumaroli sobre la retórica jesuítica francesa (L'Age de l'éloquence, 1980) y sus penetrantes análisis de frontispicios en los tratados de retórica del siglo XVII . Esta acertada perspectiva permite desvelar en Clément una táctica defensiva frente a las amenazas de laicización del pensamiento. Táctica que tiene su reacción lógica en la afirmación de la superioridad de la cultura cristiana: la filosofía vista como ancilla theologiae; la Antigüedad como prefiguración y por tanto instrumento de exaltación de la Revelación. Erigida en templo de la divina y humana sabiduría, la biblioteca es el terreno privilegiado de una estrategia de reconquista espiritual, llamada a defender la verdadera religión y destruir la herejía.

La tercera parte del libro de Géal está dedicada a lo que él mismo llama una biblioteca sin muros, es decir, la reunión del patrimonio bibliográfico nacional en un catálogo descriptivo y analítico que pretende ser un corpus minucioso y completo de la producción de todos los autores españoles, y por añadidura una especie de quintaesencia de la hispanidad intelectual: la Bibliotheca Hispana (1672) de Nicolás Antonio. Este erudito sevillano desempeñó, tal como muestra Géal, un papel cohesivo entre los círculos de hombres sabios españoles de la segunda mitad del siglo XVII, asegurando con su esfuerzo y sus contactos epistolares los vínculos entre centros regionales semiautárquicos, a través de tres generaciones sucesivas, antes de pasar la antorcha a los jóvenes representantes de la Ilustración. El discurso bibliográfico de Nicolás Antonio se presenta como heredero tanto de la tradición clásica y renacentista de las vidas De viris illustribus como de los repertorios bibliográficos eclesiásticos, que fueron lugar de enfrentamiento entre protestantes y católicos, e incluso entre las órdenes religiosas mismas. Volvemos a encontrar, llevados por Géal, el celo reivindicativo en la BibliothecaHispana de Nicolás Antonio: la ambición enciclopédica, desmesurada, de esta empresa obedece a una voluntad de exaltación nacional. Para una España en declive, se trata de reconquistar la influencia perdida mediante la preservación de la memoria nacional y la promoción del escritor y de las letras. Los destinatarios de la Bibliotheca son, pues, tanto los compatriotas del autor como toda la República de las letras, ya que el fin principal es el de reparar el desprestigio de España ante esta comunidad internacional.

He aquí un libro importante, rico en información y en reflexión sobre numerosos asuntos relativos al mundo de las letras y el saber en el Siglo de Oro. Esperemos que abra la vía a otras incursiones igualmente saludables en un campo todavía mal conocido de la historia cultural de España, a pesar de contribuciones esenciales como las de Fernando Bouza, quien ha precedido en más de un caso los pasos de esta tesis. Queda una pista importante por explorar: la búsqueda de inventarios de bibliotecas en fondos de archivos, algo que Géal ha eludido escudándose en la relativa fiabilidad y representatividad de este tipo de documentos (págs. 16-17). Sin embargo, creemos que los resultados modificarían no poco el actual estado de la cuestión sobre la bibliofilia y el coleccionismo en los siglos XVI y XVII . Por último, aunque la selección de bibliotecas de ficción hecha por el autor es bien significativa (las contenidas en el Quijote, que no se reducen sólo al famoso escrutinio, y las gracianescas del Arte de agudeza e ingenio y el Criticón), será interesante que se continúe el estudio de las bibliotecas en la literatura, pues contienen un testimonio de primera mano sobre la jerarquía de los saberes y la idea que de su propio quehacer tuvieron los autores del Siglo de Oro.

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