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Lacan con grelos

Less than Nothing. Hegel and the Shadow
of Dialectical Materialism

Slavoj Žižek

Londres y Nueva York, Verso, 2012

1.038 pp. £38

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Déjà-vu

Hubiera continuado en mi apacible e indocta ignorancia de Slavoj Žižek de no haber leído una crítica de sus últimos libros escrita por John Gray para The New York Review of BooksJohn Gray, The Violent Visions of Slavoj Žižek, The New York Review of Books (12 de julio de 2012).. Vaya por delante que tengo a Gray por un snob; la expresión española petimetre o lechuguino sería más adecuada, pero prefiero dejarlo en inglés, que da un aire más académico. Gray está siempre atento a las novedades antes que a las ideas, e igual convierte a Saint-Simon en el pensador clave de los tiempos modernos que caza talentos –como el de Žižek– en los que pocos habían reparado antes. Con elogios de media boca (con la otra media da a entender alguna disconformidad no bien explayada), Gray confirmaba una vez más su prodigioso talento para convertirse en la comadrona de cualquier parto de los montes que se tercie. Pero el personaje de Žižek me intrigó.

Son éstos tiempos dominados por los medios sociales y no hay quien escape al panóptico que se han montado entre Facebook, Twitter y YouTube; así que, antes de ponerme a leer su obra, traté de obtener más información sobre Žižek y, por supuesto, no tuve la menor dificultad. Varios vídeos en YouTube llamaron mi atención. Uno de ellos fue mi primer encuentro con su imagen, hasta entonces desconocida. En la pantalla aparecía un hombre de espesa barba y mirada cansada, relativamente corpulento, con un aspecto algo más joven que su edad (Žižek nació en 1949 y tenía sesenta y dos años el 9 de octubre de 2011, la fecha en que se grabó ese vídeo). Vestía con desaliño unos pantalones marrón claro y una camiseta roja que estiraba continuamente, como en un tic, tal vez para que pasara inadvertida una barriguilla cervecera ya difícil de ocultar, y se dirigía a los ocupantes de Zuccotti Park en Lower Manhattan, más conocidos como el movimiento Occupy Wall Street (OWS). Es difícil saber cuántos eran sus oyentes, posiblemente unos pocos cientos. La proclama de Žižek a su audiencia fue muy vaporosa, tal vez para contrarrestar la imagen de unos medios ignorantes que lo presentaban como un lanzallamas izquierdista; tal vez porque su pensamiento, como se argüirá, no da mucho más de sí. Había que luchar contra el sistema –decía–, recuperar el compromiso político y evitar enamorarse del propio movimiento, por más que el orador ofreciese a sus oyentes amplias razones para hacerlo. Los allí reunidos eran otra manifestación del espíritu santo, «una comunidad igualitaria de creyentes unidos por el amor mutuo que sólo fía en su propia libertad y responsabilidad para hacerse posible».

La ciudad de Nueva York requiere un permiso para usar en público amplificadores de sonido y, como OWS no lo tenía, Žižek enunciaba una frase corta y ésta era trasmitida por el micrófono humano; es decir, quienes se encontraban más cerca de él repetían a voces lo dicho para que se enterasen los de más allá, dando al acto un aire al juego infantil de los disparates. Habría que ver lo que efectivamente llegaba a los últimos de la fila, pero eso no parecía tener demasiada importancia en comparación con la parusía del espíritu santo en aquella comunidad del amor.

Algo más revelador de la personalidad de Žižek es el documental (Žižek!) que le dedicó en 2005 Astra Taylor, una cineasta canadiense, con ese signo de admiración al final del título. The Elvis of Cultural Theory, rechinaba la carátula del DVD producido por Zeitgeist Video. En sus setenta minutos de duración, con una narrativa convencional, se combinan las tomas de Žižek como persona pública en diversos acontecimientos académicos, entrevistas en televisión y debates por varios parajes del mundo con otras que ilustran el lado privado del personaje. Lo que me llamó la atención es que entre la primera y el segundo no hay solución de continuidad. Žižek es siempre igual. Habla y habla. Y habla. Y siempre con el mismo tonillo didáctico y siempre para la misma audiencia: él mismo. L’accident, c’est les autres. Son soliloquios que se adornan con un aire de provocación tan ostensible como cándido. La filosofía no está para proveer fórmulas, sino para plantear preguntas, dice, acostado en su cama, a medio tapar, con el torso velludo al aire; el psicoanálisis es muy importante, recuerda sentado entre dos retretes; y luego larga que «el exceso es una gran herramienta intelectual porque evita que las palabras sean reapropiadas por el contexto liberal» mientras espera que le llegue un plato en un restaurante de cocina burguesa. ¿Es posible que alguien crea que con esas cosas puede cambiarse el mundo o, menos aún, turbar la digestión del más épatable de los burgueses, si es que queda alguno así?

Žižek es siempre igual. Habla y habla. Y siempre con el mismo tonillo didáctico y siempre para la misma audiencia: él mismo

El documental de Taylor me sirvió para visualizar otro rostro también desconocido. En un momento dado, aparecen los fotogramas, en blanco y negro, de un programa sobre psicoanálisis (1974) de la RTF (Radiotelevisión Francesa) con la imagen de un caballero de envidiable cabellera entrecana y maneras relamidas que se embala: «Je dis toujours la vérité. Pas toute, parce que toute la dire, on n’y arrive pas. La dire toute, c’est impossible matériellement. Ce sont les mots qui manquent»«Siempre digo la verdad. No toda, porque decirla toda es un empeño inútil. Decirla toda es imposible, materialmente. No hay palabras suficientes».. El caballero de la envidiable cabellera entrecana y las maneras relamidas, al que por su aspecto uno podría confundir con el Louis de Funès empelucado de La grande vadrouille, es Jacques Lacan y no es un azar que su cara me resultase desconocida. A los atlantes de las ideas se les lee, no se les contempla, que para eso ya están las top models. Pero tanta cursilería gabacha cabalgando a rienda suelta le anima a uno a tomarla con un poco de guasa. «Esa forma de presentarse es un desastre», es todo lo que se le ocurre a Žižek, e inmediatamente se enmienda: «pero lo que cuenta es lo que dice». Ah, las ideas.

Hace muchos años participé en una investigación internacional que se prolongó por largo tiempo. Las numerosas reuniones no avanzaban un ápice porque regularmente los colegas de la entonces Yugoslavia planteaban y exigían a la menor ocasión precisiones metodológicas sin cuento que a nadie interesaban, pero en las que ellos se enfangaban y contradecían mutuamente durante horas. Eso hizo nacer en mi ánimo un nuevo tipo ideal que añadir al repertorio weberiano, el de palizas balcánico, que, tras leer a Žižek, revalida su valor de verdad. El documental de Taylor se esfuerza en presentarlo como un pensador que huye de las refriegas, afable y equilibrado, pero, en un momento dado, a Žižek le ataca una ira mal contenida. Algún seguidor de Derrida emboscado en una de sus audiencias le acusa de dogmático y de repetir a Lacan, de ser poco más que un Lacan con grelos, y a partir de ahí se enzarzan en una buena los partidarios de la apocatástasis y los de la metacatástasis, por ver quién le pone el mingo a los otros.

Žižek se ha convertido en un pequeño fenómeno mediático, especialmente en Estados Unidos. No es una estrella de Hollywood, pero se halla en esa posición en la que a uno le llaman cuando se produce alguna situación imprevista como la de OWS, de la que los medios saben poco y necesitan de sedicentes expertos para explicarla. Hasta se las ha visto con Charlie Rose. Rose es un famoso entrevistador de la televisión pública estadounidense, por cuyo programa, como antes sucedía con Larry King, pasa todo el que aspira a ser algo en la política, la empresa, el audiovisual o la crema de la intelectualidad. The New Republic se refirió a Žižek como «el filósofo más peligroso del Oeste». Déjà vu, que diría un lector de Guy Debord.

¿Se mantendrá la fama universal de Žižek después de sus quince minutos al hilo, efímero, de OWS? ¿Hay en él algo más que retales de mercadeo en estos tiempos de ciclo noticioso las veinticuatro horas del día los siete días de la semana? Hasta ahora no he hecho más que manejar argumentos ad hominem y mostrar mi escasa simpatía por el personaje. Pero hay que darle la razón a Žižek cuando apunta que, «a Zenón el Cínico le recordaron las pruebas eleáticas de la inexistencia del movimiento y se limitó a mover el dedo corazón erecto, o así lo cuenta la fábula […] Según Hegel, cuando uno de los estudiantes presentes le aplaudió por esta demostración de la existencia del movimiento, Zenón le propinó una golpiza: en filosofía, la realidad inmediata no cuenta; sólo el pensamiento conceptual puede servir para demostrar algo»Less than Nothing, loc. 3922-3925 (cita correspondiente a la edición Kindle).. Y esto es lo que ahora conviene ponderar en la obra de Žižek: si su construcción teórica permite demostrar ese algo y sopesar qué alcance pueda tener eso, más allá de su obvio deseo, bien correspondido, de llamar la atención de los medios.

El Hegel ignoto

Si Karl Jaspers veía la explosión de una edad axial entre 800 y 200 a. C., para Žižek algo aún más grueso se produjo entre 1787, el año en que se publicó la Crítica de la razón pura de Kant, y 1831, que vio la muerte de Hegel. Esos cuarenta y cuatro años, según Žižek, marcan una pleamar del pensamiento que corta el resuello y en ellos sucedieron muchas más cosas que durante los siglos, si no milenios, de desarrollo «normal» del pensamiento humano. Toda la historia intelectual anterior debe ser leída de forma anacrónica como la preparación de ese apogeo y toda la posterior justamente como eso, como la posteridad del idealismo alemán. O así lo cree Žižek.

Todo empezó con la idea kantiana de la constitución trascendental de la realidad. Antes de Kant, la filosofía no era mucho más que un saber general del Ser, una descripción de la estructura de la realidad toda, no especialmente distinta de la suma de los saberes particulares. Fue Kant quien introdujo una diferencia entre la realidad óntica y su horizonte ontológico: la red de categorías a priori que hace posible comprender la realidad y muestra las limitaciones de nuestro conocimiento. El verdadero núcleo de la filosofía, sostiene Žižek, está en ese paso desde la ilusión del saber a su denuncia crítica, es decir, la filosofía no tiene que explicar la verdadera totalidad del Ser, sino tan solo dar cuenta de nuestras ilusiones, explicando por qué no son un accidente, sino una necesidad estructural. Las proposiciones metafísicas engendran antinomias (conclusiones contradictorias), por lo que el sistema de la filosofía crítica no puede ser más que el catálogo –autocontradictorio, es decir, antinómico– de las nociones metafísicas.

Cada uno de sus tres grandes seguidores (Fichte, Schelling y Hegel) se revuelve contra Kant a su manera. Dejando a un lado a Fichte y a Schelling, de los que no es posible ocuparse aquí, para Hegel la negación de esas limitaciones se convirtió en una verdadera obsesión. Casi todas sus obras mayores, desde la Fenomenología del espíritu, se inician con un ataque, en ocasiones furibundo, contra el intelecto (Vernunft), al que, con palabras de hoy, acusa de ser una arbitraria deconstrucción de la razón (Verstand) por parte de Kant.

Leszek Ko?akowski, con otros muchos, recuerda que la visión de Hegel revela una plétora, la totalidad del movimiento del espíritu hasta reencontrarse consigo mismo, algo así, diríamos, como la aventura de las Variaciones Goldberg, en las que cada una de ellas va aproximándonos al aria da capo final. Esta es exactamente igual que el aria inicial, pero cuán amplio es el registro de matices que ha aparecido entre ambas. Esa repetición final no es una mera copia, sino una apropiación radical del contenido inicial. Una aventura intelectual semejante a la que, en filosofía, preludiaron Plotino y otros neoplatónicos.

Para Žižek, Hegel no hizo sino llevar a sus últimas consecuencias el vacío ontológico que subyace a las antinomias kantianas

Su prototipo se encuentra en De divisione naturae, de Juan Escoto Eriúgena (ca. 815-ca. 877), casi mil años anterior a la Fenomenología hegeliana. El Absoluto se reconoce en sus obras para acabar reconciliado consigo mismo. Ese mito de la alienación enriquecedora explica la creación del mundo como una aventura divina de autorreconocimiento y así se renueva la idea en la obra de Eckhart, Nicolás de Cusa, Böhme y Angelus SilesiusLeszek Ko?akowski, Main Currents of Marxism, Nueva York, Norton, 2008, pp. 22 y ss.. Una hipótesis siempre tironeada por sus contradicciones internas. Bien la variedad del universo no es más que una ilusión, bien el Absoluto, Dios, no está por completo acabado y necesita de una evolución, de una historia humana que le enriquezca y acabe por esenciarle. «La primera alternativa lleva directamente a una moral contemplativa y autoaniquilatoria; la segunda, a un prometeísmo religioso animado por la esperanza de alcanzar su deificación gracias a los propios esfuerzos»Leszek Ko?akowski, Main Currents of Marxism, p. 30..

La Ilustración inicial, la de Locke y Bayle, está ampliamente inspirada por esta corriente, con la naturaleza ocupando el anterior trono de la divinidad. La finitud y la contingencia componen la condición con que natura ha tocado a los humanos, pero al tiempo revelan aquello de lo que éstos serían capaces si se atuviesen a la forma ideal de esa naturaleza. Pero así se reproduce la misma aporía de la que adolecían las explicaciones de los místicos. Si los humanos, como los animales, continúan amarrados a la necesidad impuesta por la naturaleza, y si toda moral no es otra cosa que una reacción al placer y al dolor, eso los convierte en piezas de un mecanismo sobre el que carecen de control; pero si la naturaleza despliega los mismos atributos de razonabilidad y finalidad que caracterizaban al Dios de sus mayores, no hay diferencias entre el uno y la otra. De esta suerte, los ilustrados iniciales no pueden evitar una crítica que venía arrastrándose desde Epicuro: como el mal atenaza al mundo, bien Dios es malo, o impotente, o ineficaz, o todas esas cosas a la vez; bien la naturaleza divinizada no tiene nada que decir al respecto más que dejar que se desarrolle la ley de la jungla.

El optimismo de la Ilustración inicial comienza a quebrarse en el XVIII, algo de lo que, cada cual a su manera, dan testimonio Rousseau, Hume y Kant. Posiblemente es Hume el más radical de los tres. El mundo es lo que es, lleno de finitud y contingencia; carece de fundamentación racional; y no nos da ninguna pista para hallarla. Nuestro conocimiento de la naturaleza es provisional y, por lo que hace a la moral, en vano buscaremos ningún asidero universal en el que arraigarla.

La apuesta de Hegel propone romper ese círculo diabólico. La variedad del Ser, su contingencia y su finitud dejan de ser un accidente sin causa cuando el Espíritu (Geist) ya no ve a su objeto como una limitación y se encuentra con que él forma también parte de esa sustancia que inicialmente se le aparece como ajena, alienada en la expresión que ha hecho fortuna. Para eso es menester que la superación de esos opuestos mantenga tanto la exterioridad del objeto cuanto la mismidad del Espíritu. Esa es la raíz de la sublación (Aufhebung), el proceso mediante el cual todo el desarrollo de su Ser es finalmente comprendido y asido por el Espíritu. «El sistema histórico tiene que representar el desarrollo del Espíritu, a través de los trabajos de la historia, hacia su culminación absoluta»Ibidem, p. 49.. Ese desarrollo, que no es una mera ordenación cronológica, sino un conjunto de elementos que se dan sentido unos a otros, condensa su aventura universal. Hegel, resume Ko?akowski, no investiga al Espíritu: escribe su autobiografía.

El resto de la amplia obra del maestro (especialmente las póstumas Lecciones sobre la Filosofía de la Historia y su Filosofía del Derecho) no hace otra cosa sino sacar las consecuencias de esa autorrecuperación, en forma menos tortuosa que la Fenomenología. La lección final se resume en la aceptación de todos los vericuetos de la historia como astucias de la Razón y, en especial, en la de su culminación en el Estado, donde la voluntad subjetiva, a empellones, se ve obligada a reconciliarse con la Razón universal y esta última se afirma en algo sospechosamente parecido a la vestimenta burocrática del absolutismo prusiano. Así pues, lejos de proveer la ansiada reconciliación de lo particular en lo universal y viceversa, el aforismo de que «Was vernünftig ist, das ist wirklich; und was wirklich ist, das ist vernünftig»Generalmente traducida como «Lo que es racional es real; lo que es real es racional». no hace sino dejarnos con la miel en los labios al esquivar la respuesta. Con esa fórmula, todo lo que existe debe ser aceptado como una instancia de la razón, tanto como debe ser rechazado por ser excesivamente real. Bien la historia ha llegado ya a su culmen, un culmen que incluye toda su carga de finitud y contingencia y no es, pues, universal; bien tiene que seguir desarrollándose porque su kairós está aún por llegar. El desencuentro entre los seguidores de Hegel venía, pues, sobredeterminado, como suelen decir los cursis. El consumidor decide.

Las interpretaciones de Hegel, pues, van a un euro por docena. Ya en vida del autor comenzaron las disputas entre las que luego serían consideradas como las dos alas (derecha e izquierda; viejos y jóvenes hegelianos) de sus seguidores y desde entonces, y en muchos más países que Alemania, han ido sucediéndose renovaciones más o menos acordes con ambas vertientes. No es el objeto de este comentario seguirlas en sus vericuetos. Sí conviene, por el contrario, destacar la novedad de la visión de Žižek. Nadie, hasta ahora, tal vez con la excepción de Lacan, al que Žižek invoca como autoridad en la materia, había convertido el pléroma del saber absoluto, finalmente reconciliado consigo mismo en las últimas secciones de la Fenomenología, en un vacío ontológico fundante de la realidad. Esta visión de Žižek es tan legítima como cualquier otra, pero va acompañada de una serie de inconsistencias que la hacen altamente inverosímil.

No hay que negar la posibilidad de que Lacan y Žižek hayan sido los primeros en acertar en lo que a tantos otros intérpretes anteriores se les había hurtado. El espíritu sopla donde quiere y a menudo sorprende, pero no es menos cierto que, antes de dar por muertos a los consensos ajenos, conviene asegurarse de que no gozan de buena salud. Y aquí resulta sospechosa la prisa de Žižek por convertir a los cuatro grandes del idealismo alemán (Kant, Fichte, Schelling y Hegel) en una familia pasablemente funcional. Eso es una falsedad.

Tratando de sobreponerse a la brutal crítica de Hume a las pretensiones del entendimiento humano, Kant intentó delimitar, con serios escrúpulos, el terreno estricto de aquello sobre lo que podemos, o no, hablar con fundamento. Somos incapaces de conocer las esencias (Kant, según parece, no se tomaba en serio a Husserl), el noúmeno, la cosa en sí; pero no es necesario desembocar en el escepticismo radical, porque aún podemos organizar nuestras experiencias sensibles de forma bien estructurada, dejando a un lado las ilusiones de la Razón. Somos incapaces de superar las antinomias o contradicciones que se manifiestan a nuestro intelecto en cosas tales como la contingencia del mundo natural, o la libertad humana, y no podemos fiarnos de la teología natural, pero sí podemos establecer que esas antinomias demarcan el campo de los saberes o ciencias a los que nuestro intelecto sí puede auparse. Podría ser de otra forma, pero no lo es. Hay una secuencia de Belle de jour en la que uno de los clientes de Séverine, después de verla desnuda, y señalándole las tetas, comenta: «Pena que no tengas tres». O cinco por banda, tantas como los brazos de la Durga hindú. ¿No tienen las gatas ocho pezones? Pues no; por lamentable que sea –es un decir–, Séverine sólo tiene dos tetas, y con ellas tenemos que conformarnos. Igual que, para dar cuenta de la realidad, nuestro intelecto sólo puede contar con su intuición a priori del espacio y del tiempo y, luego, de las categorías. Podría haber otras formas de experiencia y de comunicación, como la intuición de esencias o la telepatía. Pero no han funcionado con éxito en este bajo mundo sublunar.

Platón marca la verdadera diferencia que hoy cuenta en filosofía: la división entre materialismo democrático y dialéctica materialista

Lo que, para Žižek, lleva a Hegel a la cumbre del idealismo alemán es la visión de que hay una mediación en el proceso crítico que a sus antecesores se les había pasado por alto. Los obstáculos epistemológicos para la comprensión de la cosa en sí no son sólo barreras cognoscitivas, sino verdaderos marcadores de un fracaso. La cosa en sí, el noúmeno, sólo nos aparece como incognoscible porque no queremos ver –o no podíamos, hasta que Hegel nos advirtió de ello– que es ella la que está irremediablemente rota, quebrada en su esencia, de forma que nuestro fracaso cognoscitivo no es sino su verdad. Este es el camino que abrió Hegel y que termina en Lacan con su idea del vacío en el Otro. Para Žižek, Hegel no hizo sino llevar a sus últimas consecuencias el vacío ontológico que subyace a las antinomias kantianas.

El problema, prosigue, lo advirtió ya Platón en El político. La división de un género en especies ha de hacerse por sus pasos contados, rastreando las determinaciones apropiadas para establecer una cesura entre ellas. Pero es un proceso necesariamente incompleto. Por ejemplo, dividir a los humanos en griegos y bárbaros no se ajusta a un protocolo correcto. La categoría de bárbaro no apunta a otra cosa que a la de no-griego, es decir, a un objeto indeterminado que contiene a todo aquel que no pertenece a la especie griego. «Esta “contradicción” entre el género y sus especies, encarnada en un grupo excesivo, cuya consistencia es tan solo “negativa”, es lo que desencadena los procesos dialécticos»Less than Nothing, loc. 1006-1010.. La hipótesis de Hegel (y de Lacan, dice Žižek) sugiere que algo similar sucede con todas las divisiones de un género en especies. Para que la división valga, todo género tiene que incluir una pseudoespecie negativa, una cláusula integradora final, un resto excremental inclasificable, es decir, todos aquellos objetos que pertenecen al género pero no caen bajo ninguna de sus especies. Y lo que habitualmente hacemos es cerrar esa diferencia en falso con una sutura que parece apropiada, pero no lo es. Toda división específica no sería más que una repetición de la taxonomía que Borges atribuía a su apócrifo Emporio Celestial de Conocimientos Benévolos, al dividir a los animales en (a) pertenecientes al emperador, (b) embalsamados, (c) amaestrados, (d) lechones, (e) sirenas, (f) fabulosos, (g) perros sueltos, (h) incluidos en esta clasificación, (i) que se agitan como locos, (j) innumerables, (k) dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello, (l) etcétera. Entender adecuadamente ese proceso de falsa sutura (otros hegelianos hablan de reconciliación) es la verdadera tarea de la filosofía. Hay que volver a Platón.

¿Por qué? Porque Platón marca la verdadera diferencia que hoy cuenta en filosofía: la división entre materialismo democrático y dialéctica materialista; en síntesis, entre los saberes limitados a los que llamamos ciencias y el saber de la totalidad. Para el primero, no hay más que cuerpos y lenguajes, determinaciones en suma, mientras que la segunda incluye algo más en el aserto: la Verdad. Pero esa Verdad tiene que ser la verdad de una distorsión de perspectiva, no una verdad distorsionada por la visión parcial de las perspectivas científicas. Es una entrada en tropel de la negatividad en la realidad que, como la de los dioses en el Valhalla, tiene efectos taumatúrgicos: la libertad se convierte en la nueva y verdadera morada de la humanidad. La Razón humana no puede ser sólo un resultado de la adaptación evolutiva y su reflejo en el conocimiento. Para alcanzarla hay que aceptar que en su esencia hay un hueco, un vacío, una carencia ontológica, sólo a partir de la cual puede ser comprendida.

Todo esto resulta bastante esotérico para el lector, así que Žižek lo aclara con una parábola prudencial: la categoría de kulaki (campesinos ricos), al modo en que la utilizaba Stalin en los tiempos de la colectivización agraria en la Unión Soviética (1929-1933). Tradicionalmente, los bolcheviques habían establecido diferencias entre el campesinado ruso para marcar cuál de sus diferentes sectores podía ser considerado como un aliado de la revolución proletaria. Pero esta clasificación pretendidamente objetiva quebró. No todos los campesinos medios y pobres apoyaban la colectivización. Así que se introdujo una nueva especie, los llamados subkulaki, que no respondían a ninguna categoría objetiva porque eran, al tiempo, kulaki y no kulaki. Es decir, eran el punto de sutura ficticio de un espacio objetivamente quebrado, y venían definidos directamente por su actitud política subjetiva. Lo que esto significa, piensa Žižek, es que el proceso de diéresis o división de los géneros, es decir, su determinación, no es infinito y tiene un tope abstracto que marca el fin de las divisiones específicas y nos deja con todas las que se hayan podido establecer más un resto. Es decir, toda determinación implica que, más allá de ella, hay un «resto excremental, una forma informe que no significa nada, una “parte de la no-parte”». Y en este punto final, ese resto excremental funciona como una instancia directa del Universal. Algo así como la categoría del zombi en la literatura de horror. Los zombis están vivos al tiempo que están muertos. Son muertos vivientes que testimonian del vacío constitutivo de lo real, según quieren Hegel y Lacan interpretados por Žižek.

La verdad hegeliana, el vacío ontológico que fundamenta la realidad, es la apertura, o la oquedad, según se quiera, de lo posible. A esto iremos luego. Ahora, sólo un par de reflexiones sobre el método en que Žižek se apoya para pasearse por el vacío. Las clasificaciones de las diversas diferencias específicas dentro de los géneros (por ejemplo, los binomios de Linneo) son pocas veces exhaustivas. Es cierto. Cabe, pues, que dentro de cada género, aparezcan individuos o subespecies que están ahí por error o por una supuesta afinidad con otros. ¿Podemos acompañar a Žižek en ese salto que convierte a estos restos o fenómenos excrementales, como él los llama para zarandearnos con un repelús, en la verdad oculta de la dialéctica? Nada permite suponerlo.

Volvamos a los kulaki. Cuando Stalin y sus acólitos forjaron la categoría, no estaban a la busca de una certeza lógica en un seminario académico, o refugiados como Descartes en una estufa para huir del frío y poder pensar rectamente. La revolución soviética, como tantas veces se ha apuntado, se quería una revolución proletaria en un país en el que el proletariado era prácticamente inexistente. Los bolcheviques se quedaron con el poder tan pronto se presentó la ocasión, pero, una vez evaporada la ilusión de una revolución europea que convirtiese su caso particular en una avalancha general, tenían dos opciones. A la primera, la de que la Asamblea Constituyente, en que los bolcheviques no eran mayoría, estableciese en el país el comienzo de una revolución democrática, respondieron con las bayonetas y la guerra civil. Se abría así un proceso cuya conclusión lógica era la segunda: la construcción del socialismo en un solo país. Pero para que hubiera socialismo había que fabricar al proletariado y hacer que el campo cargase con los gastos, es decir, que soportase una trasferencia masiva de recursos a la ciudad. La teoría leninista mantenía que ese cambio sería soportable con la colectivización agraria y la colaboración de los sectores revolucionarios del campesinado. Pero éstos no aparecían por ningún lado. Al contrario, campesinos ricos, medios y pobres, especialmente en Ucrania, el granero de la Unión Soviética, se resistían frontalmente a las requisas y mataban a su cabaña antes de que se la llevaran los activistas del Partido. Y en este impasse, la teoría se venía abajo. La solución estalinista fue la de convertir a todos los campesinos que no apoyasen activamente la colectivización, así fueran pobres como ratas, en agentes contrarrevolucionarios y castigarlos con hambrunas y deportaciones tan impensables como desconocidas en su brutalidad hasta esa fecha. Así se construyó la categoría ficcional de los kulakiEn realidad, la categoría de subkulaki, a la que recurre Žižek, era inexistente para Stalin y sus colegas. No era un resto excremental, sino que recogía a todos los campesinos, ricos y pobres, es decir, la mayoría, que se oponían a la colectivización. En su trabajo sobre la vida cotidiana en la Unión Soviética de Stalin, Orlando Figes no mienta a los subkulaki ni de pasada, como no los mentaban los activistas del partido que incluían a todos los campesinos refractarios en la etiqueta universal de kulaki, sinónima de enemigos de la revolución (Orlando Figes. The Whisperers: Private Life in Stalin’s Russia, Nueva York, Metropolitan Books, 2007)., para cubrir la decisión política de destruir al pretendido enemigo de clase y no como un intento de formular categoría cognoscitiva alguna. Todos aquellos que, sin ser kulaki, compartían con ellos su fidelidad a la propiedad privada y a las estructuras agrarias tradicionales se tornaban así en blancos pretendidamente legítimos de una represión cuyo fin no era otro que la supervivencia del sistema bolcheviqueEsta historia sobrecogedora de la matanza de entre tres y cinco millones de campesinos en Ucrania la ha narrado recientemente Timothy Snyder (Bloodlands: Europe between Hitler and Stalin, Nueva York, Basic Books, 2010). Antes había motivado el testimonio excepcional de Vassili Grossman (Everything Flows, Nueva York, NYRB Classics, 2009).. Hace falta mucho optimismo para ver en ese criminal gambito de ocasión una apuesta teórica que nos ayude a comprender la realidad.

Žižek invoca a Kant y su idea de los juicios infinitos para hacerse fuerte, pero, en realidad, a lo que vuelve aquí es a la vieja conseja deconstruccionista de que la negación de la negación es igual a la indeterminación total; de que las proposiciones lógicas contienen tanto lo que dicen como lo que no dicen. Una práctica cuyo uso moderno puede rastrearse en la lectura en grille de Lévi-Strauss (sintomal en Althusser o contrapuntal en Said). Esa técnica no es más que una patente de corso para permitirnos interpretar las determinaciones como nos plazca. Pero, aun así, es difícil tomarse en serio que la categoría ontológica de zombi, de muerto viviente, represente algo fuera de la ciencia ficción. A esos sujetos impenitentes sólo se les ve deambular en las películas de George A. Romero.

¿Quién como Dios?

Vayamos a la segunda cuestión. Žižek confunde el vacío ontológico con la posibilidad en abstracto. Paso a una explicación más detallada. Si Žižek se tomase radicalmente en serio su afirmación de que sólo existe la Nada y que todo proceso va de la Nada a la Nada pasando por la Nada, debería explicar cómo es que ha podido formularla con la esperanza de que alguien más pueda entenderla. La nada nadea, como suele traducirse la expresión de Heidegger («Das Nichts selbst nichtet»). Por decirlo más sencillamente, no podemos hablar de la nada; no podemos concebir su existencia más que en nuestra limitada imaginación y siempre de forma aproximada, metafórica, como lo opuesto de todo lo que existe, pues la nada carece de toda determinación, algo que nuestros estrechos cerebros no pueden concebir. Esta conclusión, la de la imposibilidad ontológica de la nada, cuenta con un amplio respaldo en la tradición filosófica. Pero hay otra especie de vacío en este mundo sublunar, el del futuro, es decir, aquello que todavía está por llegar y que, como los futurólogos bien saben, tiene la mala educación de no atenerse rigurosamente a las reglas establecidas.

Žižek coquetea con la indefinición entre ambas imposibilidades de la nada: la ontológica y la proyectiva. Una interpretación fuerte del título de su libro (Menos que nada) equivaldría a aceptar que hay algo aún más vacío o inexistente que la nada, lo que no deja de ser incoherente. Nada puede ser menos que la nada. Habrá, pues, que recurrir al otro uso coloquial de esa frase hecha. Menos que nada es algo que linda con la nada, pero se queda en el lado positivo de la linde: un poco menos que nada. El vacío al que, según Žižek, nos aboca la interpretación radical de Hegel, no es la nada; es tan solo una casi nada. Žižek es juguetón y construye su libro como las fases de un ligue entre modernos. La copa previa (primera parte); el asunto 1: Hegel (segunda parte); el asunto 2: Lacan (tercera parte); y el pitillo final (cuarta parte). Siguiendo con las asociaciones de la libido, el título también evoca los desfiles de ropa interior de Victoria’s Secret. Las modelos visten poco, justo algo menos que nada, casi nada, pero ese casi establece una diferencia fundamental entre la sustancia y la inexistencia, entre el deseo y la voluntad de saber.

El Menos que nada hegeliano de Žižek apunta, pues, hacia otra cosa: un futuro que promete la desaparición de la necesidad en el acontecer humano. No podemos conformarnos con que la libertad sea la conciencia de la necesidad, como han dicho tantos seguidores de Hegel y lo han repetido muchos marxistas. «Para ser coherentemente hegeliano hay que dar un paso más: mantener que la Necesidad histórica no precede al proceso contingente de su actualización, es decir, que el proceso histórico es un en-sí “abierto”, aún por decidir: esa mezcla confusa genera su sentido a medida que va desarrolléndose»Less than Nothing, loc. 5063-5080.. En definitiva, el vacío ontológico que tanto encandila a Žižek no es otra cosa que la apertura del futuro: su imprevisibilidad, tanto por causas puramente físicas (por ejemplo, el choque de la tierra con un asteroide) como, sobre todo, por la acción humana.

El vacío ontológico que tanto encandila a Žižek no es otra cosa que la apertura del futuro: su imprevisibilidad

O divina. Los teólogos medievales, en una versión preliminar de la astucia de la razón hegeliana, concedían a Dios una completa libertad para encauzar a su manera el curso de las cosas. Dios conocía en tiempo real todos los futuribles y, bien por intervención directa, bien sirviéndose del concurso humano, elegía la posibilidad más conveniente para sus designios. Žižek adorna con capacidades similares a su Sujeto y, en definitiva, trueca al hombre en Dios, aunque no ignore la asimetría existente entre ambos. El Dios de los profetas era Señor del tiempo. El hombre no. Dios era inmortal. Pero para nosotros, los modernos, Dios ha muerto. ¿Podrá seguir viviendo el hombre?

La respuesta es optimista. La muerte de Dios exige la inmortalización del cuerpo. Lo que proclamaran sus seguidores –que «Cristo no ha muerto»– no es sino el reconocimiento de una inmortalidad sui generis, a saber, que también en el cuerpo humano hay algo que es más que un cuerpo humano: «un obsceno objeto parcial no muerto que es más en el cuerpo que el cuerpo mismo»Less than Nothing, loc.2135-2137.. Y, para atestiguarlo, cita Joe Hill, un aria épica de los WobbliesWobblies es el nombre coloquial y colectivo de los miembros de Industrial Workers of the World (IWW), una organización obrera creada en 1905 en Estados Unidos cuya ideología estaba próxima al anarcosindicalismo europeo. Joe Hill, uno de sus militantes, fue ejecutado en 1915, acusado de un doble crimen cuyas circunstancias nunca fueron esclarecidas. con letra de Alfred Hayes, escrita en 1925, que confirma a Žižek en la intuición de una esencia residual que se mantiene más allá de la vida de un cuerpo humano, como en las estrofas que resumo a continuación. Hayes tiene un sueño. Ha visto a Joe Hill, y Joe está tan vivo como el que más. Hayes se extraña y le recuerda que «los patronos del cobre te mataron, Joe; te fusilaron, Joe, le digo», pero Hill niega. «Se olvidaron de matar lo que sigue vivo. Joe Hill nunca murió. Allí donde los obreros se organicen y vayan a la huelga, allí estará Joe Hill». La sangre de los mártires es una perdurable semilla de resistentes, la memoria que nunca morirá. La decisión de luchar por los derechos de los otros, por los oprimidos, se transforma así en una fuerza inmortal cuando éstos la adoptan y arrastra en su estela un proceso comunitario que Žižek bautiza como el espíritu santo, porque se atreve a aceptar la muerte de Dios, o en lacanés, la muerte del Gran Otro. Esa decisión garantiza a sus miembros la vida eterna, pues sólo estoy verdaderamente vivo cuando me dejo llevar por esa deriva zombi que se halla en mí; cuando me dejo actuar por eso cuyo nombre cristiano es el Espíritu Santo. En ese momento formo parte del Absoluto.

En el libro VI de su De re publica Cicerón expresaba sus dudas. Se narra allí el sueño de Escipión Emiliano, conocido por «El Africano», en el que éste se encuentra con su abuelo adoptivo, el debelador de Aníbal y primer «Africano», que le anticipa su destino de ser el destructor de Cartago. Pero al tiempo le advierte de que no debe dejar que la fama de su futura memoria se le suba a la cabeza. «Aun si la progenie de nuestros descendientes decidiera transmitir a sus hijos las alabanzas que nos dirigieron sus mayores, de ninguna manera significaría eso que, si contamos con los diluvios y los accidentes naturales que asolan a la tierra, nuestra gloria pueda ser eterna, ni siquiera perdurable. ¿De qué valdría que quienes hayan nacido después de nosotros nos recuerden si quienes lo hicieron antes, posiblemente más en número y de mayores méritos, nunca oyeron nuestro nombre?». Feliz ocurrencia estoica ésta de recordar que la fama o la memoria no sólo no es inmortal, sino también veleidosa. Lamentablemente para él, desde que se pasara el fervorín por la versión de la canción que popularizó Joan Baez en los años setenta, de Joe Hill no se acuerda ni dios; menos aún los sindicalistas a la hora de ir a la huelga. La inmortalidad de Hill es, pues, deficiente. Tal vez, incluso, un Joe Hill redivivo, como el que sueña Žižek, o sus hijos, de haberlos tenido, hubieran preferido cambiar ese intangible de su modesto prestigio familiar por una MacMansion, un Maserati, y una sólida cuenta bancaria, como lo han hecho tantos principitos chinos. Nunca se sabrá de cuántos estragos, cuando llega, es capaz el futuro.

Sea como fuere, así hubiera preferido Hill la muerte otra vez, y así hubiera quedado para siempre en el recuerdo de una amplia masa de revolucionarios, no es eso lo que, ante todo, buscan los creyentes en su fe, sino, al menos en las religiones del libro (aunque los judíos parecen haber tenido sus dudas al respecto), la esperanza de la resurrección de la carne y de la vida perdurable, es decir, la restauración de sus personas para los restos, una vez pasado el amargo trance de la muerte. De ahí el rechazo frontal de los monoteísmos a la transmigración de las almas, ese gambito propuesto por el hinduismo y por algunas versiones del budismo que se dejaron influir por él. ¿De qué vale pasar de mendigo a cucaracha y de ésta a príncipe si en cada trance perdemos nuestra identidad personal, la única que cuenta, eso a lo que llamamos alma? Su mantenimiento eterno es la recompensa por la fe que el Dios de Moisés, de Jesús de Nazaret y de Mahoma estaba dispuesto a repartir con largueza, aunque no todos fueran a pasarlo igualmente bien en la vida futura.

Es plausible que, salvo en la opción de la vida eterna, los individuos vayamos de la nada a la nada. Las gentes de hoy éramos nada en el siglo XIII y volveremos a serlo dentro de poco. Tal vez, dentro de billones de años, sea también ésa la suerte que corra el cosmos. Todo lo que existe es contingente. Pero Žižek olvida que, entre el nacimiento y la muerte de los individuos hay un espacio más o menos largo, la vida, en el que somos conscientes de nuestra singularidad y desearíamos que ésta se mantuviese para siempre, por mucho que a veces deseemos morir para librarnos de su dureza. De ahí que tantos se aferren a las creencias religiosas. Sin resurrección sólo queda el vacío, esa nada que nuestros cerebros no pueden imaginar cabalmente y que nos aterra cuando tratamos de representárnosla. De ahí la fuerza con la que nos asimos a la promesa de la vida eterna, sea verosímil o no. Una apuesta, la de los creyentes, con enorme sentido, ya que, como recordaba Ko?akowski, no hay una solución lógica para el problema de la inmortalidad«A los ojos del fenomenalista [Ko?akowski se refiere a quienes sólo aceptan las determinaciones sensibles], el metafísico es impotente para “probar” sus tesis; para el metafísico, ese mismo concepto de “prueba”, tan limitado, incluye una opción filosófica que no le convence. Los dos tienen razón en el sentido de que ambos adoptan una decisión lógicamente arbitraria, con la diferencia de que el fenomenalista suele ser más reticente a admitirlo» (Religion. If there is no God…, South Bend, St. Augustin’s Press, 2001, p. 91).. Contentarse, en sustitución, con la pamema de la memoria histórica que propone Žižek devalúa la fe que él trata de inspirarnos. Como decía aquel gallego que la había perdido y al que unos amigos animaban a convertirse al hinduismo new age, «si he dejado el catolicismo, que es la religión verdadera, cómo voy a dejarme engatusar por esas bobadas».

¿Está el futuro abierto?

Ser como Dios o, en una versión más hegeliana, tratar de convertirse en el chambelán del Saber Absoluto, hace contraer obligaciones parejas a las que Dios tenía. Una vez asentado el principio de que la realidad no es más que un vacío, relativo, pero vacío al fin; y el de que la inmortalidad consiste en el compromiso con los oprimidos que nos devolverán a la vida cada vez que avancen sus reivindicaciones, el lector aguarda con curiosidad el capítulo siguiente. Si el vacío hace contingente hasta a la propia necesidad, si no está el mañana escrito, ¿qué le señalan al arúspice las entrañas de los zombis?

Una posibilidad sería aceptar que al Espíritu le ha llegado la edad de la jubilación, pues nada le queda por hacer una vez que se ha encontrado a sí mismo. Tal es la venganza de un hegeliano de derechas como Fukuyama sobre sus correligionarios de la izquierda. No hay alternativa al presente y la historia se ha terminado una vez que el capitalismo se ha impuesto en todas partes. Pero el Espíritu que inspira a Žižek no puede sentirse satisfecho con ese resultado y necesita seguir dando guerra. Žižek se hace asesorar para concluir esto último por una interpretación de la física cuántica, no muy diferente de la que podría ofrecerse en un círculo de agricultores y ganaderos («todo es posible, señorito»), y por unas espesísimas páginas sobre Lacan y Freud, en las que desface arcanos entuertos en los que, al parecer, han incurrido otros miembros de su propia secta. El lector puede ahorrarse ese fárrago, porque ya sabe la conclusión. La obra del vacío está aún por acabar.

Y lo estará mientras sigamos atrapados en el fetichismo de la mercancía. El vacío cae así en la cuenta de que es un marxista que se ignoraba a sí mismo. En la economía capitalista, las mercancías que consumimos e intercambiamos nos aparecen como dotadas de vida propia y nos imponen sus condiciones, aun cuando ese su carácter pretendidamente autónomo no es otra cosa que un fantasma que oculta bajo la sábana las condiciones en que esas mercancías se producen. Su valor, usualmente medido en dinero, no es más que el del tiempo de trabajo empleado en producirlas utilizando la tecnología disponible. Pero como en la economía capitalista esa tecnología (los medios de producción) no es de propiedad colectiva, sino que pertenece a una minoría (los capitalistas), una parte del valor producido por los trabajadores (la plusvalía) pasa a ser apropiada sin contrapartidas por quienes para nada han colaborado en su creación. Marx recordaba también que así se desencadena una lucha entre las dos grandes clases sociales y que sus intereses enfrentados están llamados a generar crisis periódicas, cada vez más profundas, y eventualmente a dar el finiquito al régimen capitalista. Hasta aquí el vacío de la posibilidad no parece inspirar demasiado a Žižek, que se limita a dar por bueno el catón marxista sin siquiera mentar la larga lista de críticas y alternativas defendidas durante siglo y medio por numerosos economistas.

El capitalismo moderno, sigue Žižek, está cada vez más desprendido de la realidad. Su actividad ha dejado atrás al antiguo capitalismo industrial, ligado a la producción de mercancías concretas, para ceder el papel principal al capital financiero y sus actividades abstractas. El cibercapitalismo presente no hace así sino aumentar la presión en la caldera y exponer con mayor urgencia la gravedad de su crisis. Repitamos: Žižek no se aparta un ápice de lo que mantenían los marxistas revolucionarios de finales del siglo XIX. De nuevo, sin mención de los llamados revisionistas que se opusieron a esa caracterización, ni, por supuesto, de las razones que esgrimieron. El vacío ontológico en que se funda el capitalismo se revela como una sutura ilegítima y provisional que elimina la universalidad de la parte de la no-parte. No es necesario llamar a Groucho para que traduzca este galimatías: la maldad ontológica del capitalismo es un postulado que no admite discusión.

La debacle sistémica puede ser posible, pero no es probable que suceda pronto, entre otras cosas, por falta de alternativas

Sea como fuere, han pasado más de cien años desde el vaticinio y la crisis final sigue sin producirse. Lo que Žižek añade al guiso no tiene mucha sustancia conceptual; tan solo su irrefrenable impaciencia. En el capitalismo sin fricciones de Bill Gates, «la tensión entre el universo virtual y el real alcanza proporciones casi insoportables: por un lado, las enloquecidas especulaciones solipsistas de los futuros, de las fusiones de empresas, etc., con su lógica inmanente; por el otro, una realidad que le abruma, en forma de las catástrofes ecológicas, la pobreza, el colapso de la vida social en el Tercer Mundo y la aparición de nuevas enfermedades»Less than Nothing, loc. 5700.. Estamos tocando el fondo… Pues bien, a riesgo de parecer maleducado, uno apuntaría que muchos de esos desagradables efectos han precedido en varios siglos a la aparición del capitalismo. La llamada extinción permotriásica no tuvo la cortesía de esperar a la revolución industrial, como tampoco la Peste Negra, aunque ésta fuera un poco más paciente. En cuanto al Tercer Mundo (un apelativo ya rancio), su variedad exigiría detallar dónde y cómo se ha producido ese colapso de la vida social. Vietnam no es Zimbabue. Revolverlo todo es una antigua técnica retórica que puede ayudar a levantar la moral de la parroquia, pero asegura pésimos sermones.

El optimismo revolucionario cuenta hoy con un acicate: el cambio de escenario en la economía mundial tras la Gran Contracción de 2008, aún inconclusa. Como han señalado muchos autores, ésta es la crisis más grave del capitalismo desde la de 1929, que tuvo profundas repercusiones sociales y políticas, nacionales e internacionales. Pero si hay consenso en su gravedad, no lo hay tanto en el análisis de sus causas y, menos aún, en los remedios a aplicar. En vano esperaremos de Žižek una discusión de ambas cosas. Su desinterés por la economía, una de esas ciencias que, como queda dicho, sólo se ocupan de las verdades y no de la Verdad, es palmario; si algo le atrae de ella es la posibilidad de que, en un momento cualquiera, todo el sistema colapse y haga buenos los augurios con que se conforta. Y así se encapricha de todo proceso en que se desafíe el orden establecido, por ejemplo la llamada primavera árabe, aunque sea difícil encontrarle la menor relación con una supuesta Götterdämmerung capitalista. «Fueren las que fueren nuestras dudas, o nuestros miedos y compromisos, en ese instante de entusiasmo [la ocupación de la plaza Tahrir en El Cairo], cada uno de nosotros se sentía libre y participaba en la libertad universal de la humanidad»Less than Nothing, loc. 880.. La emoción es el masaje.

La debacle sistémica tan repetidamente anunciada puede ser posible, pero no es probable que suceda pronto, entre otras cosas, por falta de alternativas. Antes de la Segunda Guerra Mundial, muchos aún creían que el comunismo haría posible una sociedad material y moralmente superior al capitalismo. Hoy el fracaso no puede ocultarse. La economía planificada ha sido un desastre económico allí donde se ensayó y los crímenes, los gulags y la devastación cultural y moral de los regímenes de Stalin, Mao, los jemeres rojos, la Europa del Este, Cuba o Corea del Norte han hecho perder toda legitimidad a esa supuesta alternativa. Es difícil que a sus emuladores se les otorguen nuevas oportunidades, a menos que uno acepte el dogmatismo, involuntariamente cómico, de un Alain BadiouLe réveil de l’histoire, París, Nouvelles Éditions Lignes, 2011., a quien Žižek manifiesta su inquebrantable adhesiónVéase su reciente The Year of Living Dangerously, Londres y Nueva York, Verso, 2012.. Cada uno de esos fracasos, cuentan ambos, es tan solo una contingencia histórica, que deja intacta la verdadera esencia de su impulso inicial. Pues si los analizamos dialécticamente, el panorama cambia de medio a medio. Son mucho más que fracasos: son Eventos (la mayúscula no es un error tipográfico) que reflejan una idea eterna de justicia que sobrevive a su derrota en la realidad histórica y que pervivirá en las futuras generaciones, esperando pacientemente una próxima resurrección. Llamativa noción de justicia ésta que sólo es posible cuando se la niega de medio a medio.

Las futuras generaciones no hacen gala de tanta desenvoltura. Partidarios y detractores del movimiento neoyorquino OWS coinciden en su carencia de programa radical o, como prefieren otros, de una narrativa coherenteVéanse los trabajos de Michael Greenberg en distintos números (de 2011 y 2012) de The New York Review of Books.. Los okupas estadounidenses tenían a gala negarse a establecer una lista de objetivos y peticiones por una razón que creían contundente: equivaldría a entablar negociaciones con el enemigo y, por tanto, a reconocerlo. La clave de su ocupación estaba en la pedagogía. En Zuccotti Park se reciclaba, se favorecían los alimentos orgánicos, se desaconsejaba fumar si la hierba provenía del tabaco, se aconsejaba la dieta vegana, se controlaban las bebidas alcohólicas, se evitaba afear a nadie su conducta, se aliviaban las necesidades fisiológicas en los espacios designados al efecto, se abrían los brazos a todos los desposeídos, se debatían todas las propuestas presentadas a la asamblea general, se sonreía a todo dios y un grupo de tamborreros hacía sonar su percusión hasta altas horas de la noche. «Otro mundo es posible, y está aquí».

Seguramente era esa buena conciencia narcisista lo que más importaba a muchos de los okupas. Más allá de proponer el destierro de la codicia en las relaciones sociales y el castigo de los banqueros felones –propuestas morales y penales, que las gentes de bien y hasta algunos capitalistas desorientados compartirían–, el mundo imaginado por la mayoría de los okupas de Zuccotti Park iba a ser bastante parecido al actual, respetuoso con sus instituciones, muy sensible para con el Otro y bastante aburrido con tanta tabarra biempensante. Sólo una minoría ponía en cuestión la existencia –y la legitimidad– de los mercados. El otro gran resto se conformaba con reclamar la ampliación del Estado asistencial y el final de la discriminación para toda minoría concebible. Nada especialmente revolucionario. Pedir, como hacían algunos, la condonación de las deudas que tantos universitarios habían contraído para financiar sus títulos, puede ser difícilmente justificable en lo económico y en lo moral, pero no representaría sino otro ejemplo de esa socialización de las deudas (traspasadas de los morosos al contribuyente) que tanto gusta a los keynesianos, aunque indudablemente dejaría intacto al capitalismo. Otros, más radicales, exigían la desaparición del sistema bancario o de la Reserva Federal, pero nadie explicaba cómo seguiría fluyendo el crédito a la economía de mercado, cuya subsistencia no se ponía en duda. Una de las propuestas más sagaces, la recuperación de la ley Glass-Steagall (aprobada en 1933 y derogada en 1999), que establecía una rígida separación entre la banca comercial y la de negocios para impedir que fueran «demasiado grandes para quebrar», resultaba excesivamente técnica para la mayoría, más interesada en expresar sus sentimientos que sus razones. Muy poco de lo que se pedía en Zuccotti Park hace pensar que la hora final del capitalismo estuviera tocando a la puerta, salvo para los entusiastas del wishful thinking.

Los diversos movimientos de indignación y protesta que han crecido en los países de la Europa del Sur (Portugal, España, Italia y Grecia), donde la crisis se ha hecho sentir con mucha fuerza, remiten a una situación más endiablada. Todos esos países, Italia incluida, tienen unas economías poco competitivas. Todos tienen altas tasas de paro. Todos tienen unas burocracias públicas excesivas y poco eficaces. Todos han extendido vertiginosamente el Estado asistencial con costosos programas. Salvo en Italia, la democracia es una experiencia reciente en todos ellos y la crisis ha venido acompañada por una amplia deslegitimación de la política y de los partidos tradicionales.

¿Será en la Europa del Sur donde se oigan las primeras campanadas de la crisis final del capitalismo por la que suspira Žižek?

La condición necesaria para escapar de ese nudo borromeo tiene que lidiar con su causa básica: unos déficits públicos desbocados. No es ésta la única razón de la crisis, pero el resto de los problemas (endeudamiento familiar; escasa competitividad; conversión de los programas asistenciales en derechos individuales inalienables) se le subordinan y sólo mejorarán cuando los gastos insostenibles se hayan afrontado. Hay otras necesidades adicionales, como reformas para agilizar el mercado de trabajo y una reducción en el número y las competencias de las burocracias públicas, pero, dicho en prosa, la clave de la bóveda está en disminuir los déficits y pagar las deudas tan alocadamente contraídas. Sin poder recurrir a la devaluación de sus monedas por pertenecer a la zona euro, a esos países no les queda otra que proceder a devaluaciones internas (bajadas de salarios y eliminación de muchos programas asistenciales). Esto exigirá grandes sacrificios durante un largo período, algo que los ciudadanos, en general, aborrecen y los partidos mayoritarios (populares, democristianos, socialdemócratas, gaullistas), tanto por convicción ideológica como por la experiencia de los últimos sesenta años, consideran difícilmente concebible. Sólo cuando la situación amenaza con tornarse incontrolable, porque los inversores en el mercado de la deuda exigen intereses altísimos para equilibrar sus riesgos, soportan esos partidos que les lleven del ronzal a los recortes. Pero, en cuanto la presión afloja, reverdece la idea de reducirlos y estimular el crecimiento porque, según los admiradores de Krugman y de Stiglitz, así se generaría empleo y se relanzaría el crecimiento, reduciendo el sufrimiento colectivo. Lamentablemente, esa estrategia devuelve a la primera casilla, porque aumentaría aún más el déficit público cuyo descontrol fue el desencadenante de la pésima situación actual.

¿Será en la Europa del Sur donde se oigan las primeras campanadas de la crisis final del capitalismo por la que suspira Žižek? Mi bola de cristal carece de información suficiente para contestar y sólo trasmite generalidades, como que, en política, las situaciones ocluidas suelen tener desenlaces imprevistos y, a menudo, lamentables. Pero me arriesgaré a una opinión irrelevante. Por el momento, no hay signos precisos de que estén formándose movimientos antisistema con capacidad de arrastre. Existen grupos chauvinistas y xenófobos (especialmente en los partidos nacionalistas), pero ningún rastro de movimientos neototalitarios. Pese al desplazamiento de un sector de la izquierda hacia posiciones más radicales, el comunismo que tantas esperanzas y pavores concitó en los años treinta se ha autofagocitado. Mientras mantenga sus estabilizadores básicos (pensiones, sanidad y acceso a la educación) –algo que la austeridad no se propone desmantelar, sino reducir a proporciones sostenibles–, el capitalismo en esos países puede resistir los conflictos que se produzcan.

Žižek, por su parte, dice haber encontrado un nuevo sujeto histórico para protagonizar la revolución: la turba (the rabble). Es éste un concepto muy fluido, emparentado con la multitud de Negri y Hardt, que ha sido expresado de forma sencilla y eficaz con el «Somos el 99%» de los replicantes de OWS. La idea básica es inapelable. Tan pronto como se establece un rango porcentual de rentas, habrá por definición un 1% en la cumbre y un 99% en el valle, y entonces podrá hablarse de dos grupos: los privilegiados y el resto. Pura tautología estadística. Lo que los de OWS apuntaban era algo menos tosco. El eslogan tenía un propósito bifronte: denunciar el aumento de la desigualdad en Estados Unidos y diseñar una estrategia para combatirla. Enfrente del 99% –decían– sólo hay una ínfima minoría de supermillonarios, otrora conocida como las doscientas familias, que explota y oprime a la inmensa mayoría.

Como podría esperarse, la discusión del primer aspectoEl aumento de la desigualdad en Estados Unidos se apoya en un gráfico del Center on Budget and Policy Priorities según el cual, en 2007, el 1% superior recibía un 23,5% del total de las rentas antes de impuestos, un porcentaje inigualado desde 1928 (23,9%). A conclusiones similares llegaba un estudio de Thomas Piketty y Emmanuel Saez publicado en 2003. Ambos trabajos no tienen en cuenta que las rentas del quintil inferior incluyen hoy beneficios de programas asistenciales como el seguro de desempleo, el seguro de enfermedad de los más pobres (Medicaid) o los bonos para compra de comida que no existían en 1928-1929. Con una perspectiva más amplia, Jerry Z. Muller («Capitalisn and Inequality», Foreign Affairs, marzo-abril de 2013) remite el presunto crecimiento de la desigualdad a cambios recientes en tecnología, a los cambios en la estructura de las familias y a la diferencia de resultados educativos. no es un asunto que excite a Žižek. Lo postula y pasa a la página siguiente. Hasta aquí, su narrativa no se había separado un palmo de la vulgata comunista, pero ahora se incluyen novedades. En su afán de convertir a la economía en un quehacer científico, Marx se dejó atar por la tiranía de los hechos. Su revolución socialista derivaba de la evolución predecible de un capitalismo que aceleraba el crecimiento cuantitativo de la clase obrera y la hacía consciente de su capacidad de reorganizar la vida social. No ha sido así. A la clase obrera industrial del siglo XIX se la llevó por delante la evolución de ese capitalismo que iba a preparar su hegemonía futura, y hoy es poco más que un magma de consumidores agrupados en torno a los más variados intereses.

La turba que, según Žižek, cumplirá con el papel histórico del proletariado no está sujeta a la necesidad y tiene una ventaja sobre aquella antigualla: es la inmensa mayoría. Pero pasar de la tautología estadística a propuestas de acción colectiva no resulta sencillo. Una cosa es nombrar la turba y otra muy distinta postular que esa pretendida mayoría pueda crear una identidad de intereses entre sus diversos componentes. Para evitar esa falacia tan obvia, Žižek se apresura a redefinir las dimensiones de la turba. Ya no es la inmensa mayoría, sino sólo aquellos que «carecen de un lugar apropiado dentro del Todo social […] a pesar de representar la dimensión universal de la sociedad que los genera. Por eso la turba no puede ser abolida sin trasformar radicalmente todo el edificio social»Less than Nothing, loc. 9951.. ¿Quién queda, pues? Los desposeídos. ¿Y quiénes pueden incluirse en ese predicado infinito con el que, bajo determinados aspectos, puede adornarse hasta el pobre niño rico del cuento? Los consumidores defectuosos y no cualificados, que dijera Zygmunt Bauman, esa categoría continuamente invitada a consumir a la que, al tiempo, se le niega la posibilidad de hacerlo: los desempleados, los inmigrantes, los sin papeles, los universitarios, el lumpen.

Žižek es un cinéfilo, así que posiblemente habrá visto Viridiana y sepa lo que sucede cuando la turba se adueña de la situación, pero eso no parece arredrarle. En todo acto de descubrimiento del verdadero Ser hay, dice, una violencia positiva que nos libera de la ideología. Tal vez, pero, ¿podemos fiar en que la turba, por sí sola, sea capaz de desempeñar adecuadamente ese menester? Ni siquiera Žižek es capaz de creer en la turba, pues concluye: «Los movimientos de protesta se revelan inadecuados en el momento de la acción, de la imposición de un nuevo orden: ahí se necesita algo así como un Partido [cursivas de Žižek]. Incluso en los movimientos radicales, la gente no sabe [nuevas cursivas del autor] lo que quiere y pide que un nuevo Amo se lo diga»Less than Nothing, loc. 22270.. Y si el amo se equivoca, ahí está Bertolt Brecht para salvarle la cara: el partido ofrece un nuevo tipo de saber estrechamente ligado al sujeto político colectivo, que decía el bardo alemán del Este. El partido nunca se equivoca. Por definición. Ahora se entiende mejor lo de los muertos vivientes. Son Lenin y su cuadrilla de matarifes.

Así culmina la alta misión que Žižek se había asignado: leer a Hegel a la sombra de Lacan y articular un espacio de rebelión irrecuperable por ninguna de las variadas versiones del discurso del Amo. Pocos podrían haber adivinado al principio de su interminable libro que fuera a dar tan cabalmente en otro parto de los montes.

Julio Aramberri es profesor en la Universidad Hoa Sen de Saigón. Su último libro es Mass Tourism (Londres, Emerald, 2010; Turismo de masas y modernidad: un enfoque sociológico, Madrid, CIS, 2011), cuya traducción al chino aparecerá en 2014.

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