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LA VOZ DE LOS OTROS

Ricardo Cayuela Gally

Barril & Barral, Barcelona

272 pp.

23,30 €

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Desde finales del siglo XIX (Zola y el affaire Dreyfus), y a lo largo de todo el siglo siguiente, ha existido en el mundo occidental una marcada tendencia a mirar a los «intelectuales» –entendidos como casta o conjunto– como faro y brújula, es decir, en esa doble vertiente de esclarecimiento y orientación o, en otras palabras, como proveedores de luz y guía, ayudas particularmente gratificantes en unos tiempos de zozobra en los que ya no nos permitimos creer en otros dioses ni en sus representantes tradicionales. Todavía se dejan caer periódicamente en los medios más sesudos algunos titulares retóricos del tipo «¿Dónde están los intelectuales?», aunque a estas alturas está asumido que al intelectual podría espetársele lo que dice un conocido reclamo publicitario: «Tú [ya] no eres la estrella. Enciende el contestador» [aunque nadie te va a llamar]. Evoca en las páginas iniciales Vargas Llosa al humorista peruano Héctor Velarde y su comparación de los intelectuales de aquel país con globos: se inflan con facilidad con apenas un poema o un artículo, flotan brevemente por encima del público y, más fácilmente aún, con una espina o un alfiler, se desinflan y desaparecen. Sometidos, añado yo, a las leyes del mercado, como cualquier otro producto, sobre todo a las leyes de la imagen, la prisa y la novedad, en estos tiempos de Internet y de un mundo globalizado, en el que parece que ya nadie mantiene las riendas. La gente se cansa hoy más rápidamente o el ritmo de todo es más acelerado. Así las cosas, ¿qué función tiene un libro como el presente? Puede dar la impresión, en efecto, de que contiene en sus páginas la impugnación misma a su propio designio: el de establecer un panorama general de los grandes temas y los grandes retos de nuestro tiempo desde la perspectiva de los intelectuales, entendidos éstos además en su sentido más clásico, es decir, como escritores, profesores y artistas. Bien, digamos que la objeción es insoslayable, del mismo modo que la respuesta nunca será del todo satisfactoria. Pero si sólo queda el silencio como coherencia, más vale arriesgarse a ser inconsecuentes o a dejarnos arrastrar por la inercia, mientras no tengamos alternativas más viables. Escuchemos pues, pese a todo, a estos intelectuales, aunque no sea ya con la devoción de antaño (que tampoco vendrá mal). Creo, siguiendo este hilo, que interpreto adecuadamente el sentido que Ricardo Cayuela ha querido dar a esta serie de conversaciones con un puñado de conocidos pensadores, fundamentalmente de habla hispana (con una notable presencia mexicana), aunque también aparecen personajes de otras latitudes, como los polacos Michnik y Kapuscinski o la somalí Ayaan Hirsi Ali. No hay aquí el menor énfasis ni nada que pueda interpretarse como grandilocuencia. Nadie pretende dar lecciones ni salvar a nadie, empezando por el propio autor de las entrevistas, que traza un modesto prólogo de presentación de sus invitados y se ciñe con preguntas certeras a lo que es la especialidad de cada cual (con frecuencia la charla comienza con –o gira en torno a– la última publicación del entrevistado). Cayuela es jefe de redacción de la revista mexicana Letras Libres, cometido que explica la nutrida presencia, a la que acabo de aludir, de elementos de aquel país (Carlos Fuentes, Fernando Benítez, Enrique Krauze, Sergio Pitol, González de León, García y Griego, Roger Bartra). La nómina española, poco representativa, queda reducida a Fernando Savater, Jon Juaristi y Jorge Semprún. Completan el elenco, además de los tres no hispanohablantes arriba citados, Vargas Llosa y Carlos Franqui. Es obvio que, con tal disparidad en todos los aspectos, empezando por la producción intelectual concreta de cada cual, es prácticamente imposible encontrar un hilo argumental que se mantenga de principio a fin. No hay tampoco pretensión alguna en este sentido. De lo que se trata más bien es de reflexionar sobre una serie de cuestiones –históricas, políticas, culturales– que se examinan de manera más complementaria que antitética en distintas latitudes. Y, aun así, y pese a todo, el lector atento encontrará unas materias comunes (la modernidad, la carga del pasado), unas preocupaciones semejantes (los ámbitos de libertad, el ascenso del fanatismo y la intolerancia) y, en fin, unos asuntos que van repitiéndose (los nacionalismos, la crítica y los valores del mundo occidental) con distintas modulaciones a lo largo de estas siempre interesantes páginas.

De ese recorrido se desprende una enseñanza capital del pasado: la de estar alertas para que no se produzcan más alucinaciones redentoras –ese «deseo de creer» en verdades absolutas que «nubló la mente» de los que pretendían ser más lúcidos (p. 75)–; una constancia derivada de la observación del presente, la «fragilidad» del mundo que vivimos (p. 125), cercado por múltiples enemigos que, pese a ser inferiores a nosotros en casi todos los aspectos, pueden derrotarnos, no por victoria en campo abierto, sino por las armas arteras del contagio (obsérvense, por ejemplo, las restricciones de nuestros derechos y libertades por temor al fanatismo terrorista); y, por último, una observación fundamental con respecto al futuro: el empuje de Occidente nos ha conducido a un progreso material incontestable, pero también a un mundo banal, vacío, mero escaparate de vanidades, incapaz de puro inane de defender principios y valores. La libertad es un arma de doble filo, capaz de volverse contra sí misma. Como dice Juaristi, la tentación de refugiarse en la «tribu» está hoy más presente que nunca o, como argumenta Bartra en las páginas finales, el peligro viene a veces por las vías más pretendidamente modernas: el relativismo, sostiene, «es, paradójicamente, el caldo de cultivo del fanatismo y del nacionalismo» (p. 253).

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Ficha técnica

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