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La voluntad de saber

El fin de la ciencia

JOHN HORGAN

Editorial Paidós, Barcelona, 1998

Trad. de Bernardo Moreno Carrillo

352 págs.

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Goethe solía decir: «Está escrito que los árboles no pueden alcanzar el cielo». No es difícil encontrar ejemplos que nos muestren claramente los límites de múltiples actividades humanas. La biomecánica del cuerpo, seguramente, pone un límite al tiempo mínimo en que es posible para un ser humano recorrer los cien metros lisos, y la resistencia de materiales límites a la altura de los rascacielos. De estos límites al progreso en ciertas actividades humanas se han ocupado con frecuencia los biólogos evolucionistas, y son, en este sentido, especialmente iluminadoras las consideraciones de Stephen Jay Gould, sin duda uno de los más populares entre los críticos a un darwinismo ingenuamente progresivista. Los análisis sobre los límites del progreso humano son, sin embargo, más difíciles de dilucidar cuando de lo que se trata es de la cultura, la ciencia, las artes o la propia historia. Hace algunos años, el sociólogo F. Fukuyama, quien trabajara durante años al servicio de la administración Bush, popularizó una tesis finalista sobre la historia. Entendida ésta como la pugna del género humano por encontrar el sistema político más razonable, Fukuyama percibió en el hundimiento de la Unión Soviética la señal inequívoca de un final histórico, presidido por el triunfo casi universal de la democracia liberal. Entre las señas de identidad de este final histórico, hay una especialmente interesante para el tema que nos ocupa. Nos referimos al escaso papel que se asigna, dentro del pensamiento finalista, al conocimiento, al saber, como motor del progreso histórico. Una falta de relevancia que expresa, por partida doble, dos creencias básicas: la de la neutralidad moral del pensamiento científico y la de la primacía de la voluntad de poder sobre la ilustrada voluntad de saber. El escenario anterior nos permite ya enfrentarnos al tema del polémico libro de John Horgan, conocido periodista científico de Scientific American, sobre el fin de la ciencia.

¿Qué podríamos entender como el fin de la ciencia? Si utilizáramos una fórmula similar a la empleada por Fukuyama en lo relativo a la historia, podríamos intentar interpretar el fin de la ciencia como ese estadio en el que hubiéramos alcanzado un conocimiento completo sobre la naturaleza y sobre nosotros mismos. Una respuesta de este tipo es poco iluminadora si no aclaramos mejor lo que entendemos por conocimiento completo. Es obvio que hoy en día existen innumerables preguntas científicas para las que no tenemos respuesta, lo que nos deja aparentemente abierto un amplio marco de potencial progreso para el futuro. Sin embargo, al menos en algunos campos de la ciencia –aquellos con un mayor grado de desarrollo–, se ha comenzado a filtrar la sospecha acerca de si las preguntas que quedan por responder son, de hecho, preguntas lícitas, desde el punto de vista de lo que podríamos llamar el método científico empirista, basado en la contrastación experimental. En el libro de John Horgan se utilizan algunos ejemplos para ilustrar esta tesis. Quizá el más revelador sea el de la física teórica.

El libro se abre con una entrevista al famoso especialista en relatividad general sir Roger Penrose, popular desde hace algunos años entre el gran público por sus tesis, no muy ortodoxas, sobre la potencial relevancia de la gravedad cuántica en la explicación del fenómeno de la conciencia. A continuación, se presenta una entrevista con el actual gurú de la física de partículas elementales, Edward Witten, uno de los mayores especialistas en la teoría de las supercuerdas, teoría que se presentó popularmente hace algunos años con el poco afortunado título de la teoría del todo. En una terminología, cuanto menos sorprendente, John Horgan califica a estos científicos, y en particular a Ed Witten, de científicos «irónicos», tratando con ello de hacer patente un tipo de actividad científica difícilmente demarcable de actividades humanísticas como la crítica literaria; en suma, una forma de ciencia posempírica. Al margen de la personal interpretación sobre estas ramas de la ciencia, la cuestión que suscita Horgan, y que es especialmente evidente en la física de altas energías, en la que cabe encuadrar tanto a Penrose como a Witten, es la de si se ha alcanzado el límite al tipo de preguntas cuyas posibles respuestas pueden admitir una falsación experimental. Si este fuera el caso, es sin duda lícito preguntarse si tal actividad puede ser honestamente diferenciada de otras actividades intelectuales menos exigentes en su método, como la crítica literaria o la metafísica especulativa.

Quizás el problema no sea muy distinto del que pueda suscitarse a la vista de los límites biomecánicos sobre las capacidades humanas para correr los cien metros lisos. Ahora las limitaciones se localizarían en, por ejemplo, la frontera de energías sobre las que podemos tener control instrumental. Si esta fuera la respuesta, la cuestión del límite de la ciencia carecería de verdadero interés intelectual. Sin embargo, es fácil ver que esta respuesta es demasiado ingenua, y que un superficial repaso al pasado histórico nos mostraría innumerables ejemplos de supuestas barreras tecnológicas que han sido superadas de formas ciertamente inesperadas. Una cuestión de mayor calado intelectual es la de la existencia de límites al saber humano, e igualmente interesante la del valor de un método de pensamiento científico más allá de los estrechos límites que puedan imponer los ya, filosóficamente, añejos criterios verificacionistas del significado. Esta cuestión es especialmente interesante a la hora de juzgar la interpretación de Horgan sobre lo que él denomina ciencia «irónica».

Existen múltiples ejemplos de formas de esta ciencia «irónica» cuya relevancia y valor en el progreso del saber científico es hoy día indudable. Permítaseme citar tan sólo un ejemplo clásico. La mecánica para Descartes, al igual que lo fuera para Spinoza, no difería en nada de la ciencia del ser, y nada hay, por otra parte, más elusivo empíricamente que el ser. La manera en la que Descartes enuncia por primera vez el principio de inercia es haciendo explícita referencia a los atributos de Dios, en particular al de inmutabilidad. Sin embargo, nadie podrá poner en duda el valor científico del principio de inercia que nace, aparentemente, tan sólo como una pieza más de metafísica especulativa; una verdadera muestra de ciencia «irónica». La moraleja que debemos extraer de este ejemplo es la de sensibilizarnos hacia una forma de actividad, sobre la que se fundamente el pensamiento científico, y que podríamos describir como la invención y mejora del instrumental conceptual que utilizamos, tanto para respondernos preguntas como para hacérnoslas (aunque este instrumental derive como en el ejemplo cartesiano, en una definición racionalista de Dios). Allá donde parece que topamos con los límites que nos impone la posibilidad misma de comprobación experimental, no es donde empieza el campo del «todo vale», sino donde la necesidad de nuevas formas de pensar, de nuevos instrumentos conceptuales, es más urgente. Esto no es otra cosa sino lo que, desde siempre, hemos llamado racionalidad, un concepto de racionalidad que debemos alimentar con verdadera vocación de saber, con voluntad de conocer.

Existe una intuición filosófica, que transita indefectiblemente en el ámbito de los márgenes del saber, y que sustancia la concepción de Horgan del científico «irónico». Esta intuición filosófica pretende que –metafóricamente hablando– más allá de los límites de la razón sólo podemos encontrarnos a nosotros mismos. Una especie de principio antrópico de sabor más cultural que ontológico. Las raíces de este presupuesto, de donde beben algunas de las corrientes posmodernas y multiculturalistas, la podríamos encontrar en la bien conocida tesis kantiana que localiza, en lo que Kant denominaría los límites de la razón pura, la posibilidad misma del pensamiento práctico; el marco del yo «nouménico» y libre. Una mala interpretación de esta imagen kantiana nos llevaría a tomar todo intento de empujar los límites de la razón como un atentado al ámbito de las libertades del sujeto, en suma como la manifestación de una travestida voluntad de poder. Pero Kant fue, ante todo, un ilustrado, e intentó salvar de la crítica empirista de Hume, el concepto de causa, como parte del instrumental conceptual necesario para ordenar el difícil marco de la libertad moral; un movimiento típico de lo que hemos estado llamando, siguiendo a Horgan, científico «irónico».

Lo peligroso de los finalismos no está en lo anecdótico de sus profecías, sino en la carga de profundidad que colocan en las bases de lo que podríamos llamar el «estilo del saber». No hay límite a las posibles mejoras de este estilo, y mucho menos un límite impuesto por circunstanciales dificultades experimentales. Los límites a las posibilidades de descubrir la verdad objetiva –que no es otro sino el anhelo de la ciencia– no es el hogar donde triunfa la «verdad para mí» sino donde dejamos de saber. Vemos así que los límites de la historia y de la ciencia están emparentados, y, en cierto sentido, en nuestras manos. Ambos surgen cuando abandonamos la voluntad de conocer, o cuando dejamos de creer en el saber como motor del progreso histórico, y esto sólo ocurre cuando creemos que es el yo el que está terminado de construir. En resumen, el lector puede encontrar en este polémico libro un interesante material de reflexión; si bien las tesis finales del autor son, quizás, un tanto pueriles, el tema es, desde luego, de la mayor relevancia.

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Ficha técnica

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