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Tecnología, liderazgo y moral de combate en la Segunda Guerra Mundial

TRAS LA SOMBRA DE UN SUBMARINO

Robert Kurson

RBA, Barcelona

Trad. de Eduardo Hojman

415 pp.

20 euros

POR QUÉ GANARON LOS ALIADOS

Richard Overy

Tusquets, Barcelona.

Trad. de Jordi Beltrán Ferrer

499 pp.

25 €

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Pocos temas han sido tan estudiados como la Segunda Guerra Mundial, pero sigue siendo posible realizar aportaciones novedosas, como lo demuestran los libros de Richard Overy y Robert Kurson que acaban de aparecer en el mercado español, correctamente traducidos. Su enfoque no podría ser más distinto. El primero resulta de lectura casi obligada para cualquiera que desee entender el desenlace del conflicto más crucial de la historia contemporánea, mientras que el segundo ofrece el fascinante relato de cómo unos hombres desafían los peligros de las profundidades.

Richard Overy es un prestigioso historiador británico que se enfrenta a un problema difícil: analizar los factores de una victoria aliada que a comienzos de 1942 distaba de ser segura. Para ello comienza por identificar, con buen criterio, los cuatro campos de batalla que fueron realmente decisivos: la guerra en el mar, el frente ruso, los bombardeos estratégicos y el desembarco en Normandía. Sin el dominio de los mares, el poderío de los Estados Unidos no podría haber sido utilizado eficazmente contra Alemania ni contra Japón. En el Pacífico, la batalla crucial fue la de Midway, que frenó en seco la ofensiva inicial japonesa y permitió a los americanos concentrar sus energías en la lucha contra el enemigo más peligroso: Alemania. En el Atlántico no hubo, en cambio, ninguna gran batalla, sino un lento y prolongado esfuerzo por eliminar la amenaza submarina y asegurar las rutas por las que los hombres y los pertrechos de América marcharon hacia Europa. Pero donde el poderío alemán fue gradualmente desgastado en unos combates de una letalidad sin igual fue en el frente ruso. Para explicar la victoria soviética, Overy se centra en el análisis de dos batallas: la famosa de Stalingrado y la menos conocida de Kurks, el mayor choque de carros armados de toda la historia. Comprensiblemente, Stalin bramaba por que los aliados abrieran un segundo frente en Europa, pero mientras esto no fue posible, los angloamericanos no permanecieron inactivos. Una de las tesis principales de Overy es que, en contra de lo que a menudo se ha afirmado, los bombardeos estratégicos contribuyeron decisivamente a la victoria final, frenando la expansión de la industria alemana, obligándola a detraer fuerzas aéreas del frente oriental y, en último término, otorgando a los aliados una aplastante superioridad en el aire. Ello implicó la paradoja moral de que unos Estados liberales estuvieran dispuestos a matar deliberadamente a centenares de miles de civiles, una paradoja que tuvo su origen en la voluntad de reducir las bajas propias mediante soluciones tecnológicas que infligieran al adversario daños insoportables. La culminación de ello llegó con la bomba atómica, que forzó la rendición de Japón, pero para derrotar a Alemania las tropas angloamericanas hubieron de afrontar al enemigo en tierra. Fue el desembarco en Normandía el que condujo a la victoria final.

La tesis fundamental de Overy es que la guerra no quedó decidida simplemente por la superioridad de los recursos aliados. La victoria vino también de la capacidad combativa de los soldados, de la calidad del liderazgo e incluso de los efectos del azar.Y en el terreno de los recursos resultaron fundamentales dos elementos: la rápida recuperación de la industria rusa tras la catástrofe de 1943 y la facilidad con que la industria americana se reconvirtió hacia la producción bélica. La economía de mercado de los Estados Unidos y la economía planificada de la Unión Soviética fueron ambas muy eficaces en la movilización de los recursos y en la improvisación que requería el estado de guerra. Las interferencias de una burocracia militar más interesada en la calidad que en la cantidad resultaron, en cambio, nefastas para la capacidad de la industria armamentística alemana en los cruciales primeros años de la guerra. Cuando Albert Speer pudo empezar a poner orden era ya tarde a causa de los bombardeos estratégicos. Lo cual nos conduce a la cuestión del liderazgo. Roosevelt, Churchill y Stalin resultaron eficaces porque supieron delegar en profesionales competentes, mientras que la insensata pretensión de Hitler de dirigirlo todo personalmente se tradujo en que Alemania careció de una auténtica dirección coordinada del esfuerzo bélico. Pero, más allá de todos estos factores, influyó también el más difícil de evaluar objetivamente: el factor moral. Los aliados tuvieron voluntad de combatir, sin la cual la victoria es imposible, por muchos recursos materiales de que se disponga. Sabían que lo que estaba en juego era algo por lo que valía la pena morir.

Uno de los campos en donde la superioridad tecnológica de los aliados terminó por imponerse fue el de la guerra submarina. En la primera fase de la contienda, los ataques silenciosos, imprevistos y letales de los submarinos alemanes podían producirse en cualquier lugar del océano, incluso junto a la costa oriental de los Estados Unidos. Las medidas antisubmarinas de los aliados tardaron bastante en ser efectivas, pero al final cambiaron las tornas. De los 1.167 submarinos que Alemania utilizó durante la guerra, 757 se perdieron, hundidos o capturados, y las tripulaciones de los submarinos que partían en misión durante la última etapa de la guerra sabían que estaban embarcándose en el que probablemente sería su ataúd. La muerte les llegaría rápidamente tras el impacto de una carga de profundidad, destrozados por la explosión, aplastados por el agua que entraría en tromba, ahogados o, si lograban salir por una escotilla y alcanzar la superficie, fallecidos por hipotermia en las heladas aguas del Atlántico. El periodista norteamericano Robert Kurson narra en su libro la historia de uno de estos submarinos, que inició su primera patrulla de guerra en diciembre de 1944 y fue localizado casi medio siglo después, depositado en un fondo marino de setenta metros de profundidad. Como en las buenas novelas de misterio, lo importante no es lo que ocurrió –el hundimiento del submarino–, sino cómo se desvela la intriga, en este caso la identidad del mismo. Estamos ante la narración de cómo dos buzos lograron identificar el pecio a fuerza de valor, ingenio y tenacidad, al tiempo que desarrollaban una empatía hacia aquellos marinos alemanes para los que el submarino se había convertido en una tumba de guerra. Esa empatía emanaba de una común capacidad de afrontar el desafío de las profundidades marinas, porque explorar un pecio profundo constituye un deporte de alto riesgo que Kurson describe con precisión.

En los últimos meses de la guerra, cuando las posibilidades de sobrevivir de las dotaciones de los submarinos alemanes eran mínimas, los aliados esperaban que se produjeran rendiciones o motines. No hubo ningún caso.Y no fue porque todos los tripulantes fueran fanáticos nazis: no lo eran algunos de aquellos cuyas vidas reconstruye Kurson. Les movía simplemente el patriotismo y el sentido del deber, como a tantos otros soldados antes y después de ellos. Lamentablemente, esas nobles cualidades se pusieron al servicio de Hitler.

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